29.12.24

Siempre bordeando el mar Jónico, que hoy luce más azul pastel que marino, el tren va pasando muchas localidades costeras con sus balcones tendidos al sol. Nunca había visto tantas chumberas juntas, aupadas en las escarpadas laderas rocosas que se alzan justo a la espalda de las casas. Hay palmeras de varias especies, y todo está florecido de buganvillas y lantanas anaranjadas (he tenido que consultar el nombre, así como el de la estrelitzia y el de otra flor omnipresente por aquí, el ciclamen fucsia). Por supuesto, hay pinos, cipreses y olivos, naranjales y limoneros por todas partes, cuajados de cítricos. El colorido es primaveral en pleno invierno, todo resplandece de pura vida.  

La estación de Taormina conserva intacto el encanto art nouveau de cuando se inauguró, hace un siglo. Hasta tiene una sala de espera para pasajeros de primera clase, con su mobiliario original bajo un artesonado historicista estilo liberty. Un grupo de japoneses que se ha bajado conmigo del tren prácticamente babea haciéndole fotos a las preciosas ventanillas de la biglietteria. Aquí se daba la bienvenida a todas las celebridades internacionales que acudían a Taormina en el periodo de entreguerras, atraídas por sus legendarias ruinas, su clima y su belleza, pero también porque aquí se pasaba bien. El turismo fue evolucionando y pasó de las altas aspiraciones culturales del Grand Tour al simple goce del dolce far niente y de los placeres de la carne. Tampoco es que sean conceptos irreconciliables. Con suerte, y con el beneplácito de los dioses, se pueden compaginar ambos planes, de día y de noche, y el resultado daría para muchas horas de batallitas, una novela-río o una serie televisiva de varias temporadas. 

But I digress. Mi alojamiento es un B&B frente a la estación y la playa, junto a Giardini-Naxos, el lugar donde se fundó la primera colonia griega. Allí se instalaron los que huían de la isla griega de Naxos, que había sido asediada. Luego subieron por el monte Tauro y a buena altura fundaron Taormina, en un punto más estratégico que la hacía casi inconquistable. 

He escogido este alojamiento tan alejado del pueblo porque el casco urbano de Taormina está situado en todo lo alto, y estoy cansada de cargar mi maletón en los autobuses, y de tener que agarrarlo para que no ruede cuando la carretera serpentea cuesta arriba por pendientes imposibles. Llego cuatro horas antes del check-in, pero ya les había avisado previamente y convienen en guardarme el equipaje. Me abre un chico muy atractivo de pelo ensortijado, y sólo faltaría que se llamara Marcello, pero en esto se aparta del tópico porque se llama Dario. Le entrego la maleta, y le pregunto dónde está la parada del autobús. Me habla de la posibilidad de subir a pie, y en un impulso irreflexivo me lanzo por donde me ha dicho que comienza un sendero con escaleras, carretera adelante.

Pero me pierdo, o más bien me confundo porque subo por unas escaleras que, oh maravilla, no llevan a ninguna parte porque están en desuso. Sólo a mí se me ocurre apartar la maleza al subir, como si estuviera en la selva, y creer que los lugareños aún pasan por allí. Cuando bajo de nuevo a la carretera, veo una pareja que está entrando en una casa, y les pregunto. El chico me acompaña muy amablemente hasta el punto de partida correcto. Resulta ser un argentino nieto de italianos que ha regresado al bel paese. Dice que el sendero en cuestión es propiedad del dueño de la casa donde estaba entrando. Según relata, es un personaje muy conocido en el pueblo al que pertenecen los terrenos, pero que decidió ceder ese camino al municipio para uso público. Me advierte que la subida se hace dura porque es muy empinada, pero yo ya estoy lanzada, en modo escalada. Para una urbanita como yo, esto se convalida como todas las asignaturas aprobadas en primero de deporte de aventura. 

Una vez bien encaminada empiezo la subida, y pardiez que el chaval no mentía. Me paro a ratos a recuperar el aliento y aprovecho para contemplar el panorama, la estrecha franja de playa y las laderas que la circundan, colmadas de vegetación. Hace un día espléndido, y se pueden divisar hasta bien lejos todas las estribaciones del paisaje, y la inmensidad del mar. El municipio no es que haya invertido mucho en el mantenimiento del sendero. Más vale no apoyarse en la cerca de troncos que hace de valla, porque no está bien afirmada. En algunos tramos no hay ni valla ni escalones, tan sólo pedruscos y vértigo. Tan agreste es la subida, que espero encontrar al Doctor Livingstone detrás de cualquier arbusto. Pero cuando avisto el primer coche aparcado, sé que he vuelto a la civilización y que alguien me venderá un botellín de agua. Frío, por favor.

En Taormina, lo primero que encuentro es un precioso jardín decimonónico, con unas vistas espectaculares y un par de caprichos o follies. Hay una estatua de la señora que lo concibió, la escocesa aficionada a la jardinería Florence Trevelyan. Leo que llegó aquí porque tuvo que abandonar Londres expulsada por la reina Victoria, quien había descubierto que Florence se las entendía con su hijo y heredero, el simpaticón pero disoluto Eduardo VII. Pues si tenía que desterrar a todas las amantes de su retoño, tenía mucha tarea por delante Su Graciosa Majestad....  Me encanta el cotilleo histórico, sección escándalos cortesanos, subsección aristocracia británica. Son lo más depravado y divertido que ha existido, porque los demás imperios han tenido también sus inmoralidades, pero no les igualan ni en imaginación (retorcida) ni en sentido del humor (sarcástico). 

I digress again. Me centro. Un poco más allá de este jardín, está el legendario anfiteatro grecorromano. Son las dos y media, y el sol se pone dentro de dos horas, justo cuando cierran las instalaciones. Me acerco, y hay una cola bastante larga en la taquilla. Pero hay guías que, pagando el doble de la entrada, te ahorran la cola. No soy aficionada a las visitas guiadas, de hecho si puedo las evito, pero quiero ver el famoso atardecer sobre el teatro y hoy el tramonto promete ser muy bonito. Me decido. Por suerte, nuestro guía es bueno. Se llama Rosario y se da un aire a Sergio Castellito, esa tipología de italiano melancólico, de rasgos muy acusados. Nos explica, aparte de lo obvio sobre las ruinas que tenemos delante, otras particularidades. Abunda sobre la rivalidad entre Taormina y Siracusa cuando eran polis fundadas por los griegos, y como la Guerra del Peloponeso las enfrentó por quedar en bandos contrarios. Con el correr de los siglos, Taormina abrazó la conquista romana para vencer a Siracusa. Pero como consecuencia, llegaron los romanos y convirtieron su precioso teatro griego en un anfiteatro romano, cambiando los actores por gladiadores. Según Rosario, el teatro fue de las pocas cosas que los romanos no adoptaron de la cultura griega, porque les aburría soberanamente. Cómo les comprendo. Una de mis frustraciones es que no consigo conectar con las tragedias ni las comedias sobre las tablas. Dame lo mismo, pero en el cine, y se convierte en mi placer culpable. 

También nos cuenta que Goethe, en su viaje por Italia a la búsqueda de restos arqueológicos, señaló a Sicilia como parte imprescindible para comprender el alma italiana. Y que escribió que sentarse en estas gradas a contemplar la puesta de sol le había dejado sin palabras, a él precisamente, que era el genio poético de su tiempo. También nos aclara que el viaje de Goethe inspiró el Grand Tour, cual influencer del romanticismo. Y que a Taormina le tocó la lotería, porque desde entonces pasó de ser un pueblo de pescadores y labriegos a recibir un turismo de élite internacional.  Nos enumera la lista de genios de todas las disciplinas y figuras de la sociedad que pasaron por aquí: el Kaiser Guillermo II, el príncipe Yussupov (el asesino de Rasputín), Richard Wagner, Nietzsche, Oscar Wilde, André Guide, Thomas Mann, Truman Capote, Edmundo de Amicis, Luigi Pirandello, Somerset Maugham, Greta Garbo, Jacqueline Kennedy, Elizabeth Taylor, Richard Burton... 

Nos dice que los homosexuales europeos encontraron, en la época en que aún había que subir a Taormina a lomos de un burro, un lugar apartado donde se sentían a gusto y a salvo de suspicacias y persecuciones. El motivo: que un tal Barón von Gloeden había realizado, en plena belle époque, unas fotografías artísticas de hombres desnudos en Taormina, en la terraza de su casa, sobre las rocas y también en el anfiteatro. Nos anima a que lo busquemos en internet y, efectivamente, son unas fotografías homoeróticas que no dejan nada a la imaginación y que debieron ser todo un acontecimiento allá por 1900. Sirvieron de señuelo para la comunidad gay más acomodada, que luego en la era de los paparazzi hizo de Taormina uno de sus bastiones mediterráneos. Total, que en este pueblo no ha tenido cabida nunca ese fenómeno tan rural, el aburrimiento. 

Me siento a contemplar el atardecer, vigilado desde las alturas por el Etna, la gran dama blanca que se alza  a lo lejos, por detrás de la escena. El otro monte más cercano es el Tauro, que le da nombre a la ciudad (Tauromenium, o casa en el monte Tauro). En la antigüedad los espectadores no podían ver el mar porque se lo impedían tres pisos de columnatas tras la orquesta. Pero ahora tenemos unas hermosas ruinas que nos dejan a la vista un panorama impresionante, que se va tornansolando según se oculta el sol. 

Vuelvo al hotel en autobús porque ya ha oscurecido. Paso más miedo bajando en vehículo en penumbra que el quebhabía sentido subiendo a pie con un sol castigador, porque el conductor me parece que tiene ideaciones suicidas. O quizá es que quiere terminar ya su jornada cuanto antes porque se le enfría la sopa en casa. Veo, en medio de la oscuridad, una pareja de ancianos que bajan andando, por semejante carretera sin luz y sin arcén. Con un par.

La dueña del Bed & Breakfast me tiene preparada una gran acogida. Me muestra toda la casa, decorada estilo marinero (variante Maisons du Monde) con muy buen gusto , y me muestra la terraza con vistas al mar donde se sirve el desayuno. El día de mañana también promete. 


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