31.12.24

En mi segundo día en Taormina, mantengo durante el desayuno una agradable charla con la dueña del B&B donde me alojo. Me habla de la historia del lugar, y me sugiere alguna ruta por los alrededores. Envalentonada por mi proeza del día anterior, y fortificada con una colazione en la que he comido por dos, me atrevo a triscar de nuevo por estas laderas legendarias.

Cojo un autobús hasta Taormina (a 204 metros de altitud) y, siguiendo sus indicaciones, subo a pie, por un sendero escalonado, desde la puerta de Catania hasta Castelmola (a unos respetables 529 metros de altitud), desde donde hay unas vistas que dominan no sólo Taormina, sino la fortaleza que tiene en lo alto, y toda la costa por este lado. Apunto la altitud porque para mí es todo un reto. 

El día está radiante, el cielo despejado, y el sol pica como si estuviéramos en primavera. Ayer la cumbre del Etna estaba rodeada de nubes y sólo asomaba el cráter por encima de ellas. Hoy en cambio la vista del volcán está despejada de todo obstáculo, y descubro que está totalmente nevado. Desde esta altura, fuera de contexto, casi parecería el monte Fuji, si no fuera por la vegetación mediterránea que lo rodea. El Etna impone muchísimo respeto, sabiendo cómo se las gasta. Pórtate bien, le digo. Nada de terremotos ni de erupciones mientras yo ande por aquí, vale?

Notas:

- Durante la empinada subida hago muchas pausas para descansar, porque estoy sin resuello. En una de ellas me toca hacerle fotos a una pareja de alemanes. Quieren que salga el Etna, pero también quieren otra con Taormina a sus pies. Hay un momento en el que tengo que avisarles, porque él se despista y se acerca demasiado al filo del abismo (no hay verja ni parapeto en este sendero). Así mueren despeñadas muchas personas. Por una foto con vistas panorámicas. Qué siglo este.

Anecdotario:

Para cuando llego al casco urbano de Castelmola, estoy sudada y muerta de sed, porque no he tenido la precaución de traer un bote de agua para esta excursión. En la plaza de la iglesia, entro en el único bar abierto, que además parece muy bonito, decorado con artesanías. Me siento en el interior, en una mesa en sombra, porque no soporto ya tanto sol. Y de la carta, pido un aperitivo sin alcohol y con hielo, bien fresquito. Cuando se me ha pasado un poco el soponcio, me empiezo a fijar en las artesanías típicas que decoran profusamente el local. Y caigo en la cuenta de que son, ejem, falos. Falos de todos los tamaños y de todos los estilos, en todo tipo de formatos. En la misma mesita donde yo estoy sentada, una lámpara metálica de pie representa un enorme falo erguido asentado sobre unos, ejem, testículos enormes. El miembro viril cuelga del techo, adorna las paredes, preside la escena, está omnipresente en cualquier rincón a donde dirijo la vista. Me doy una vuelta por el salón. Numerosas figuras provenientes de todas las culturas tienen unas erecciones tan aparatosas, que te obligan a apartarte para poder pasar. Un caso de priapismo elevado (excuse the pun) a la máxima potencia (ditto). 

Vuelvo a mi mesa, junto a una de las dos puertas de entrada. Estoy en penumbra, en una posición privilegiada para contemplar a placer (ditto) las caras de asombro primero, y las risotadas después, de todos los forasteros que entran. Señoras y caballeros contemplan boquiabiertos la colección de elevadas (ditto) artesanías. Los jóvenes hacen fotos, de hecho no descarto que desgraciadamente aparezca yo en sus redes sociales, tomándome un cannolino (dulce típico siciliano en forma, ejem, cilíndrica) alumbrada por un falo bien enhiesto. No quiero ni imaginar cómo van a etiquetar esa foto. En fin, no puedo impedirlo ni tampoco cobrar derechos de imagen. Sea.

El local se llama Bar Turrisi, fundado en 1947. Deduzco que los propietarios han reunido esta colección recientemente. Y me río imaginando qué pensaría el fundador de todo esto. Al salir, le pregunto a la encargada dónde y cómo han conseguido reunir las artesanías, y me llevo una sorpresa, porque me dice que la colección la inició el nonno (el abuelo), y que la mayoría de piezas llevan ahí 70 años. Me anima a subir los cuatro pisos y a entrar en el baño, porque la colección es muy extensa. Me asombra que, en plena posguerra y en un pequeño pueblo de montaña, le permitieran al nonno colgar todo esto de su bar. Me responde que fue un escándalo, y que el cura de la iglesia contigua intentó impedirlo, pero que el nonno había sido carabiniero, y se mantuvo firme (ditto) en sus convicciones. Menuda pieza, el nonno. Un espíritu libre, pero buen comerciante con mucha iniciativa, atento a las novedades del mercado y dispuesto a acoger a una clientela extranjera que incluía a los gays. Me hubiera encantado conocerle... admiro a la gente con ideas propias. Luego, en la página web del bar Turrisi, encuentro la siguiente reseña, que traduzco. Parafraseando, porque es muy largo:

"Muchos jóvenes gays de buena familia (...) acudieron a Sicilia, tras los tormentos existenciales de una Europa ya decadente. (...) Los falos no son una ofensa, sino un símbolo que en la antigüedad representaba el antídoto contra el mal de ojo, cuya eficacia no se puede negar. (...) Forman parte de la tradición siciliana, como los carros y el vino de almendras. (...) El dios Príapo representaba la fertilidad, la libertad, la suerte, la vida y la belleza en la antigua Grecia". 

Notas:

- Vuelvo a Taormina en autobús, y paseando por sus calles tengo unos momentos que yo llamo hormonales. En ocasiones, siento como un chute de vida. Sé que es una reacción química, pero en una época menos pragmática se podría denominar como un momento de felicidad. Son unos pocos segundos en los que todo está bien y yo estoy a bien con todo. 

- Algunas tiendas exhiben fuentes con cascadas de vino, o de chocolate. En otras, se manipula a porrazo limpio un dulce duro de mandorla (almendra) caramelizada, hasta darle una forma de pastilla rectangular. Hay aquí, como en España, muchos dulces de herencia árabe. 

- En las coloridas tiendas de artesanía en cerámica, de excelente calidad, se venden Teste di Moro, las típicas macetas sicilianas que representan las cabezas de un moro y de su novia siciliana. En la macabra leyenda que les atribuye la tradición, el moro se enamora de la chica, pero es infiel. Ella, despechada, le asesina cortándole la cabeza mientras dormía. Y tiene la humorada de usar la cabeza como maceta, iniciando una moda que, en su versión cerámica, resulta menos cruenta y más higiénica. 

- En la plaza principal de Taormina, cerca de un mirador de vistas impresionantes, hay una estatua preciosa de Oscar Wilde. Se trata de una figura de color blanco, con unas mariposas azules posadas en su hombro derecho, y que porta una anillo también azul en su mano izquierda. 

Si se escanea el anillo, se accede a una página web en la que se explica cómo el escritor llegó a Taormina. Había cumplido su condena de trabajos forzados por mantener una relación homosexual con Alfred Douglas, un bello niño pijo hijo del implacable marqués de Queensberry, quien le denunció y no paró hasta conseguir verle entre rejas. Tras salir de la cárcel, Oscar Wilde estaba proscrito en Gran Bretaña, y además allí lo había perdido todo, familia, fama y fortuna. Estuvo vagando por París, y luego recaló en Nápoles, Capri y finalmente Sicilia, donde los gays eran mucho mejor acogidos y no se les perseguía ni se les echaba de los lugares públicos. Parece ser que aquí obtuvo un poco de paz y pudo recomponer su autoestima. Le escribió a su amante Alfred Douglas, con el que se había reunido tras salir de prisión, que aquí había encontrado un paraíso donde podrían vivir juntos. Pero no pudo ser... la condena le había arruinado económica y físicamente, y aunque siguió buscando ese paraíso vagabundeando entre Italia y Francia, murió algún tiempo después en París, agotado y amargado. 

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