Antes de despedirme de Turquía, paso tres días en Capadocia, en Göreme concretamente, adonde llego en un vuelo de 50 minutos desde Estambul. En este paisaje irreal, polvoriento, semi desértico, rodeada de gigantescos pedruscos fálicos, me siento como si hubiera alunizado en vez de aterrizado.
Leo que este terreno tan particular es producto de la erupción de un volcán, cuya lava, al solidificarse primero y erosionarse después, terminó moldeada con estas formas fantásticas. La piedra es relativamente blanda, lo que permitió a los habitantes de la zona que se pudiera excavar, y los huecos resultantes fueron habitados.
Mi hotel es uno de tantos en la zona que están excavados en la roca, y por tanto mi habitación es una cueva, un habitáculo de techo y paredes horadadas, situado bajo un enorme peñasco. Cuando me acuesto, no puedo evitar alguna ideación neurótica pensando en todas las toneladas que penden sobre mi cabeza, pero lo original de la experiencia me compensa la aprensión, y hasta consigo conciliar el sueño.
Göreme es una población muy pequeña, y son contadas las calles donde viven los vecinos. En las tres arterias principales se concentran, puerta con puerta, todas las atracciones que esta gente ha inventado para diversión y regocijo de los turistas, o sea, para su propio sustento. Como resultado, cada vez que salgo es como si caminara por un parque temático, un híbrido entre decorado de western y documental de la ruta de la seda. Pero comprendo que los habitantes de Göreme tienen que ganarse el bollo, como diría mi madre.
El encanto de toda esta región es obra del paisaje, y los añadidos son en realidad superfluos (globos, parapentes, rutas en camello y a caballo, paseos en coches modelo retro 1950s, talleres de alfarería y de tejido de alfombras, derviches, baños turcos, noches folklóricas ...). Las poblaciones no están muy alejadas unas de otras, pero lo desértico del paisaje hace que parezcan aisladas en el tiempo y en el espacio. Los secarrales áridos se alternan con las montañas y con formaciones rocosas de formas fantásticas. Se distinguen perfectamente las capas de distintos minerales por el colorido de las franjas: amarillento, verdoso, rosado. Todo está cubierto por una generosa capa de polvo terroso, que se respira y hasta se mastica cuando sopla el viento. Los maniáticos de la limpieza no podrían vivir aquí. Ni los asmáticos, entre los que me cuento.
Las enormes formaciones rocosas, producto de la erosión, a mí se me antojan pedruscos fálicos que salpican estos campos yermos. En realidad llevan el casto nombre de chimeneas de las hadas (pero no es en ellas precisamente en quien pienso al verlos). Están horadados a varias alturas, y contienen todo tipo de habitáculos. En algunas zonas, estos espacios dentro de la roca se dedicaron al culto cristiano clandestino desde los tiempos de la persecución de los romanos.
Mire donde mire, me parece que estoy en el Planeta de los Simios, pero con caballos y camellos en vez de monos. O a lo mejor somos los turistas los que hacemos monerías?
Notas:
- Contrato un paso a caballo al atardecer. Mi vértigo no me permite subirme a un globo, pero sí que puedo montar a caballo. Rectifico: no puedo, me cuesta un triunfo encaramarme en la silla de montar, y tras varios intentos tienen que ayudarme primero y empujarme después. Qué útil sería una grúa para estos casos! Paso mucho miedo cuando subimos y bajamos las cuestas, sobre todo porque aunque es un día soleado,la nieve no se ha derretido y temo que mi montura se resbale por el tobogán. Pero no ocurre nada de eso, y disfruto de la belleza del paseo al atardecer. El animal no disfruta, sino que simplemente nos tolera, a mí y a mi miedo, con resignación equina. Hacemos un alto en el camino para tomar un té en una especie de campamento con chiringuitos decorados con alfombras persas. (Los persas han pasado por Capadocia, antes que los griegos, romanos, bizantinos, turcos... y turistas). Me da pena del chaval que nos guía, porque aprovecha para montar el caballo blanco, el más bello, y se nota que ha nacido para ser jinete. Tiene la misma edad que los chicos del grupo de turistas holandeses con el que he coincidido, y sin embargo se le niegan todas las oportunidades que ellos dan por sentadas.
- La temperatura en las cuevas es constante, pero en el exterior hace un frío espectacular por las noches. Escojo cenar en un restaurante familiar de Göreme donde veo que hay una estufa con forma de cocina de hierro, de esas donde te puedes calentar tú y tu desayuno. Pido testi kebab de cordero, guisado sobre unas brasas de carbón en una vasija de barro cerrada con papel de aluminio. Es el plato más tradicional de Capadocia.
A la hora de servirlo, llega el paterfamilias en persona con un largo cuchillo, y de un golpe certero rompe el cuello de la vasija. La carne se ha hecho en su jugo y está deliciosa, al igual que las verduras. Le pregunto si tienen algún modo de reutilizar las vasijas quebradas, y me dice que sí, porque las hacen añicos hasta convertirlas en un polvillo con el que abonan las vides, para darle al vino un sabor ligado al terreno. Me confiesa que en pleno verano es un sacrificio prepararlo, pero es el plato más demandado. El resto de comensales son jóvenes asiáticos, y todos graban en vídeo la hazaña culinaria. El hombre pasa de una mesa a otra con su cuchillo, como un cirujano en un hospital de campaña tras una batalla cuerpo a cuerpo de las de antes. El local tiene un ambiente muy agradable, y las hijas del dueño son muy bellas. Una de ellas en concreto tiene un perfil de bajorrelieve babilónico.
A través del cristal veo como los gatos callejeros rondan la puerta, como hacen por todo Göreme, esperando recoger algo de calorcito, y algunas sobras. Teniendo en cuenta que en los restaurantes se aprovechan las sobras, y que somos los comensales los que las consumimos, entonces estos animalitos sólo reciben las sobras sobrantes de las sobras primigenias. No me extraña que maúllen tan lastimeramente. Hasta a mí, que no me intereso demasiado por el mundo animal, me mueven a compasión. Nunca había visto tantos perros y gatos callejeros sueltos por las calles. Los turistas les dan mimos y algo de comer, pero claramente no es suficiente.
- Intento combinar todas las cosas que quiero ver por lo alrededores en un sólo recorrido, pero las agencias son tan inteligentes que han dividido los principales focos de interés en cuatro recorridos distintos, y en cada uno de ellos hay cosas que no me interesan. La opción de los autobuses públicos no es demasiado ágil, y no puedo alquilar un coche porque no conduzco. Contrato pues un tour individual en mini van que me lleva por los alrededores durante un día entero, y visito:
• Las iglesias-cueva del museo a cielo abierto de Göreme. En realidad están a sólo media hora de camino, pero ya he respirando demasiado polvo en el paseo a caballo del día anterior, y mis pulmones asmáticos lo van notando, de modo que voy hasta allí en coche. En este recinto al aire libre hay cientos de iglesias excavadas en la roca, con frescos muy bien preservados, donde en los primeros siglos del cristianismo los creyentes podían ejercer su fe a escondidas, huyendo así de las persecuciones. Más tarde, en la Edad Medía, cumplieron la misma función como refugio durante las oleadas de invasiones que sufrió la zona. Esas iglesias son un prodigio de tesón y de lo que ahora llamamos resiliencia. Y de fe, claro.
• El castillo de Ushisar es en realidad una formación rocosa gigantesca, la más alta de Capadocia. Se utilizó como fortaleza, y en su parte superior fue un baluarte de vigilancia y defensa. Las vistas desde lo alto son más que impresionantes, y tengo que desafiar a mi vértigo un vez más, porque la ascensión por los casi trescientos escalones merece la pena. Mi llegada a la cumbre coincide con la oración del muecín de la mezquita que hay justo al pie, y atesoro otro momentazo memorable en mi memoria. Arriba me toca hacerles fotos a una pareja de novios turcos, a un grupo de amigos chinos y a un chico que me parece japonés. My pleasure. Me dicen que si quiero una foto mía, y declino. I don't care for pictures, thank you.
Hay otro castillo en Ostahisar, y a este no subo, pero en cambio me tomo un café (turco, por supuesto) en un mirador con unas vistas espectaculares de toda la ciudad. Estoy encantada con el panorama, pero pienso en como será vivir en este lugar tan especial alternando las cuatro estaciones una y otra vez, respirando polvo y viendo pasar los rebaños de cabras y de turistas. Yo creo que no aguantaría ni quince días seguidos, pero durante milenios estas rocas han estado habitadas por gentes con un amor por el terruño del que yo sin duda carezco.
• El Valle de las Palomas deriva su nombre de los palomares que construyeron los habitantes de la zona, excavando las paredes rocosas, para que anidaran estas aves, que no sólo utilizaban como mensajeras, sino también como cagonas, porque sus excrementos eran muy apreciados como abono para el campo.
Confieso que a mí estos animales me dan asco-miedo, de modo que me fijo más en los agujeros que se aprecian en las paredes del valle que en las palomas mismas, que revolotean en bandadas cuando acuden a picotear las semillas que les lanzan los turistas. A mí también me persiguen, pero yo a todos los animales que se me arriman les digo lo mismo: No tengo comidita para ti, así que adiós. Y lo captan a la primera, no porque entiendan español, sino porque creo que descifran el mensaje plasmado en mi cara de pocos amigos.
• Una ciudad subterránea. Han pasado varios días y he olvidado el nombre de este lugar, porque hay varias ciudades bajo tierra en esta región. Está cerca de Avanos. En estas cavidades bajo tierra no faltaba de nada: establos, despensas, bodegas, cocinas, dormitorios, cisternas y orificios de ventilación. Eran lugares diseñados para hacer vida mientras hubiera que esconderse de los invasores de turno. Parece ser que ahí abajo llegaron a vivir miles de personas. Me da lástima sólo de pensarlo, pero por otra parte creo que al menos tenían esa opción para escapar a la masacre.
• La ciudad de Avanos. No la visito como quisiera, porque ya ha pasado la hora de comer y estoy desfallecida. El conductor de la mini van me pregunta qué tipo de comida prefiero, y le digo que quiero probar los platos locales. Me lleva a una especie de casa de comidas donde me sirven una plato de carne de caza sobre una salsa base de yogurt. Y para que la flora bacteriana se entere de lo que vale un peine, pido una bebida típica a base de... yogurt aguado y salado. Se llama ayran, y hace muchos años la probé por primera vez en un restaurante iraní de Madrid. Me encanta.
Anecdotario:
- Lo malo es que hago la digestión en un taller de alfarería tradicional. Este tipo de visitas (a comercios, a talleres, a bodegas etc) son parte obligada de cualquier circuito turístico, y esta en concreto no he podido evitarla porque la agencia me lo ha impuesto.
Sé de antemano lo que va a ocurrir adentrándome allí en solitario, sin poder camuflarme entre un grupo de turistas. Los acontecimientos me dan la razón. Entro allí con las manos vacías, y salgo de allí con las manos pringadas de arcilla, con el bolsillo menos abultado y con tres platos de cerámica típica que por lo visto necesitaba, de hecho no me explico cómo he podido vivir todos estos años sin ellos. Los artesanos me dicen que son varias generaciones de alfareros. Yo me digo que parece haber recaído sobre mis hombros el sustento de todo el clan familiar. Doña Resilia no me dice nada porque es un objeto inanimado, pero si pudiera hablar me mandaría a la playa, porque todo el peso de la tradición alfarera recae sobre sus cuatro rueditas.
- El salón del desayuno de mi hotel-cueva es un pabellón acristalado en la azotea, y tiene unas vistas magníficas sobre prácticamente toda la ciudad de Göreme. Madrugo mucho, como buena insomne que soy, y entro allí a las 8,30 en punto todas las mañanas. A esa hora las limpiadoras y los chicos de mantenimiento, todos campesinos, están terminando de desayunar. Responden a mi saludo con la garganta más que con los labios. Las chicas en concreto están enfrascadas en el móvil de una de ellas. En mi primer desayuno, creo que están hablando con alguna conocida por vídeo llamada. Pero al rato me doy cuenta de que no puede ser, porque del móvil salen lloros y suspiros desesperados, y ellas en cambio sonríen mirando la pantalla con arrobo. Me doy cuenta de que están viendo un culebrón, de esos que han dado a Turquía fama televisiva. De modo que todos mis desayunos capadocios están amenizados por lo que en las novelas rosas de la época de nuestras abuelas se llaman protestas de amor.
- El último día, entra a desayunar un grupo de chicos y chicas, nuevos huéspedes. Les doy el Good morning y contestan con murmullos. No les entiendo. Afino el oído, pero no puedo adivinar qué idioma hablan. La filóloga que aún habita en mí empieza a elucubrar. A ver, no me suena ni a idioma eslavo, ni a nórdico. Será griego? O uno de esos dialectos isleños italianos? Al rato, entra un chico que por lo visto se ha quedado rezagado, y saluda a sus amigos con un Buenos días con acento sureño peninsular... Quiero meterme debajo de la mesa. O la juventud española ya no vocaliza, o yo ya empiezo a ser dura de oído. Va a ser lo segundo, me temo.
- También desayuna, en la mesa de detrás de la mía, un hombre oriental que encuentro bastante atractivo. Charlamos, y me cuenta que es fotógrafo. Me enseña las fotos que ha tomado al amanecer de los globos aerostáticos que han soltado para los turistas. También está viajando solo, y me muestra los reportajes gráficos de su reciente viaje por España. Los rincones de Barcelona, Madrid, Valencia y Granada que ha escogido denotan buen criterio, y buen gusto también. Me relata su peripecia durante la reciente DANA para poder ser evacuado de Valencia en autobús, junto con otros turistas. Se queja de que no puede viajar por Europa más de tres meses seguidos, y de que para poder renovar el visado de turista debe esperar otros noventa días. Meto la pata hasta las orejas, porque le pregunto irreflexivamente si es japonés, y resulta que es chino, aunque vive en Los Ángeles. Tenía que haberme fijado en su deje californiano, pero se me ha escapado el detalle. (Confirmado: ya no oigo bien...) Su siguiente destino es Ankara, y luego Sofía. Quizá nos crucemos en Bulgaria, quién sabe.
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