7.3.25

En el aeropuerto de Sofía, haciendo tiempo para embarcar rumbo a Bucarest. He pasado una semana estupenda en Bulgaria, disfrutando además de una primavera adelantada, con cielos despejados y temperaturas de hasta 20°C por las tardes (salvo el primer día, en que me empapó la lluvia). Los búlgaros están encantados y algunos hasta se han puesto en manga corta. Me comentan que debería estar nevando todavía, de hecho hay mucha nieve acumulada en las montañas, incluida Vitosha, la más cercana a Sofía. Yo me he enfriado un poco, como resultado de la variación térmica. Nada de importancia, aunque la medicación me provoca un sueño y una desgana invencibles.

Antes de llegar, no sabía que el origen de Bulgaria se remontaba a los antiguos tracios, ni que había sido muy poderosa en la Baja Edad Media. También ignoraba que estuvo bajo dominio otomano quinientos largos años, hasta que fue liberada tras la guerra ruso-turca en el último tercio del XIX. 

Sofía, ciudad de la que lo desconocía absolutamente todo, me ha sorprendido por su vitalidad y su gran variedad de estilos. Tomada en su conjunto, no es un lugar pintoresco precisamente, sino más bien utilitario, sobre todo en sus barriadas de la época soviética. Pero en su zona monumental hay reliquias de la antigua villa tracia de Serdica, y sobre todo preciosos edificios señoriales del estilo que aquí llaman el renacimiento nacional búlgaro (s. XIX). Las principales arterias comerciales y plazas están muy animadas por las tardes, y a mí me ha resultado muy agradable pasear por ellas escuchando a los músicos callejeros, curioseando en los mercadillos y cruzándome con gente que no lleva demasiada prisa. 

Entre los lugares históricos que he visitado, aparte de la capital, se encuentran Veliko Tarnovo, Rila, Plovdiv, Starosel y Koprivshtitsa. Me he dejado otras zonas montañosas y la costa del Mar Negro para mejor ocasión, por los motivos acostumbrados: debo racionar el presupuesto entre las diferentes etapas del viaje si quiero seguir viajando por otros países. Estos paisajes y estás gentes son merecedores de que las descubra en mayor profundidad, así que si no suben mucho los precios me planteo volver en algún momento a rellenar los huecos del itinerario. 

Notas de algunas cosas que me han llamado la atención:

- En Sofía hay una impresionante catedral ortodoxa dedicada a San Alexander Nevsky. No tenía ni idea de que era santo, porque de lo único que me sonaba este señor era de la película de Eisenstein. (Hay una estupenda escena de la batalla en la nieve en la que el ejército de Nevsky se enfrenta a los caballeros teutones, y en la que la inspirada música de Prokofiev es un proyectil lanzado contra el espectador. Quién necesita efectos digitales cuando una orquesta y un coro se aplican en ponerte los pelos de punta). 

Pero a mí me gusta más la iglesia rusa de San Nicolás el Milagroso, que no tiene esas enormes cúpulas doradas, sino que son de un tamaño más abarcable, y además está decorada con azulejos Art Nouveau. Hasta aquí vino un miembro de la familia del zar ruso para inaugurarla, y ha sido el templo de la comunidad rusa en Sofía desde entonces, incluso durante la época soviética. 

- También hay una mezquita principal, la de Banyia Bashi, y una sinagoga sefardí muy bonita (de nuevo Art Nouveau). En esta última se permite la entrada a visitantes, y vuelvo a pasar por exhaustivos controles de seguridad, como en la de Estambul. Dentro, entre otras cosas como una maravillosa lámpara colgante, hay mucha información sobre todas las sinagogas sefardíes, muchas ya desaparecidas, en Bulgaria. Me asombra que tengan nombres hispánicos a veces alejados de la religión, como por ejemplo "el cortijo grande". 

- Descubro que hay un gran mercado al aire libre llamado el Mercado de las Mujeres o Zhenski Pazar. Venden artesanía, lácteos de todo tipo, carne, frutas y verduras. Está situado en el triángulo que llaman de la tolerancia, equidistante entre tres templos de las tres religiones monoteístas. 

Los tipos de los vendedores son en general un poco toscos, abundan los rostros de labriegos curtidos por las inclemencias. Muchas de las mujeres me parecen poco femeninas. Hay muchas cartelas con fotos antiguas del mismo mercado en épocas anteriores, donde se pueden ver los campesinos que vendían allí sus mercancías, vestidos a la manera tradicional, con una mezcolanza de prendas eslavas y turcas. Por su apariencia me doy cuenta de que las tradiciones búlgaras son un híbrido. Más tarde, un guía me explica que son el resultado de las influencias de muchas culturas, y que ese es el motivo de que los pueblos eslavos que han estado en contacto con los otomanos conserven muchos recuerdos orientalizantes. 

- En mis paseos, descubro muchas casas preciosas de principios del s. XX, la mayoría muy bien cuidadas. Pero al alejarme me encuentro con barrios más descuidados. Uno de ellos parece un reducto de gente joven alternativa, la eterna vie bohème en su penúltima reencarnación. En las excursiones tengo la ocasión de ver la cara B de esta ciudad desde la ventanilla del autobús. Hay barrios semi chabolistas de gitanos marginales, donde las calles embarradas no tienen acerado y hay muchos solares con una pila de escombros, restos de lo que fue una casa. Pero en el centro hay muchos edificios señoriales magníficos, algunos de estilo parisino o vienés, otros de la época soviética. Esta es una ciudad de contrastes. 

- Lo que no me gusta de Sofía es que hay vallas que recorren el perímetro de avenidas enteras, y muchas veces impiden el poder cruzar a la acera de enfrente, lo que obliga a retroceder un largo camino, desandando lo andado. Para cruzar estas avenidas valladas se utilizan largos pasos subterráneos que a veces tienen locales comerciales abiertos, y otras veces no son más que un lóbrego pasadizo deshabitado. Yo he intentado evitar tener que recurrir a estos pasadizos, pero a veces no he tenido más remedio. Salvo en las estaciones de metro, donde siempre hay mucho gentío, la verdad es que me ha dado miedo tener que ir sola por el subterráneo y he tenido que esperar a que apareciera alguien para seguirle por el túnel. 

- Mi hotelito monoestrella está cerca de la estación de autobuses, y a corta distancia del puente de los leones que conduce al centro histórico. No es caro y está limpio. Pero la ducha es italiana, es decir, que consta de todo lo necesario salvo del plato de ducha. La alcachofa apunta directamente al suelo del cuarto de baño, que está rebajado en desnivel de forma que el desagüe situado en el centro no forme charcos. Pero al ducharte es inevitable que salpiques los sanitarios y, si no tienes cuidado, el toallero y las repisas con todo su contenido. Yo ya tengo experiencia en esta modalidad de ducha desde que pasé una semana en Florencia, donde yo y mi compañera de piso, tras ducharnos, tirábamos una toalla y bailábamos la conga sobre ella, para acá y para allá, hasta secar al menos el suelo. 

- El estado de las carreteras búlgaras es lamentable. Me cuentan los taxistas y el guía que se hicieron obras en algunos tramos con fondos europeos para cubrir el expediente, pero que la corrupción de las autoridades ha impedido una reforma efectiva de la red viaria. Cualquier recorrido es una tortura para los pasajeros, y también para la suspensión de los vehículos. 

- Voy por mi cuenta en autobús de línea hasta Veliko Tarnovo, la antigua capital histórica en tiempos de los zares búlgaros medievales. Es un lugar bellísimo que me deja maravillada. No tengo tiempo de visitar la enorme fortaleza porque debo ajustarme a los horarios del transporte público (son tres horas de carretera, más los atascos). Pero no me importa, porque prefiero caminar por la ciudad alta y luego bajar hasta la pedanía que se asienta al nivel del río Yantra, y cruzar su puente de piedra. Me enamoro de la pintoresca calle Gurko, que se ha conservado tal cual se la encontró este general ruso, de quien lleva el nombre, cuando la liberó de los otomanos en el s. XIX. Qué preciosidad de ciudad. 

- Dado que las distancias hasta los lugares de interés se alargan más de la cuenta por el mal estado de las carreteras, decido contratar un circuito de dos días con guía y noche de hotel intermedia. Pero cuando llega la hora de recogerme en mi hotel, me encuentro con la sorpresa de que voy a viajar en el coche del guía porque soy la única viajera. Todavía es temporada baja, y la mayoría de turistas llegan con el paquete contratado desde su país de origen. 

Ya he estado en un circuito privado en Capadocia y este chico se ve muy formal, así que me embarco en el viaje como quien se prueba un traje hecho a medida. Y resulta ser una experiencia muy agradable. El guía es un aficionado a la historia y me beneficio de sus conocimientos. Me enseña muchos rincones de las ciudades, los yacimientos y las aldeas que visitamos, y me explica el origen de las tradiciones, me relata como se dio lugar al renacimiento búlgaro, me habla de los tiempos de la dominación otomana, de la soviética y de como los búlgaros han adoptado una nueva mentalidad y otra forma de vida desde la caída del muro para acá. 

- Este guía me lleva al monasterio de Rila, a la ciudad de Plovdiv, donde hacemos noche, al templo de los antiguos tracios en Starosel, y a la villa de Koprivshtitsa. Según avanza el recorrido, cada lugar que visitamos me gusta más que el anterior. 

Del monasterio de Rila lo que más me impresiona son los frescos de su templo, y la torre donde vivía el destacamento militar que protegía el valioso patrimonio allí atesorado de los ladrones comunes. 

De los templos tracios me gustan las montañas donde se erigieron, pero a estas alturas de mi viaje he visto tantos yacimientos de todo tipo y condición que sufro un empacho de ruinas ilustres, y si soy sincera los pueblos remotos no consiguen atrapar mi interés tanto como las épocas más recientes, con las que puedo empatizar mejor. Sé que es una barbaridad por mi parte, pero es así.

En cambio, la ciudad de Plovdiv me entusiasma. No sólo es la capital cultural de Bulgaria (ha sido elegida capital europea de la cultura en dos ocasiones), sino que goza de una vida en sus calles que da gusto verla. Es una ciudad universitaria (cuatro universidades) y los estudiantes le aportan mucha alegría, pero además tiene unas ruinas romanas integradas en el casco urbano (un teatro, un estadio) más mezquitas recuerdo de los otomanos, más muchos edificios bellísimos del renacimiento búlgaro (s. XIX). 

En Plovdiv, me alojo en un hotel que regenta un amigo del guía, en la zona más antigua, donde las calles están adoquinadas y las casas salvan los desniveles de las empinadas cuestas. En esta zona, las casas lucen llamativos colores, y están decoradas en la fachada y el interior con primorosos frescos de motivos florales tradicionales. Mi hotel es un buen ejemplo, y aunque se trata de una casa restaurada hace pocos años, han tenido el buen gusto de recrear el estilo típico, y según me informa el dueño, los artesanos que pintaron las flores y las molduras en las paredes y el techo de las habitaciones son los últimos en activo que se dedican a este arte. Cada vez que subo o bajo por la escalera de madera, me creo en una película de época. Qué placer comprobar que hay gente que aún cuida las tradiciones con mimo, intentando preservarlas contra viento y marea. 

Más adelante, el guía me cuenta que su amigo es todo un personaje en el mundillo cultural de Plovdiv, que emigró a América y allí ahorró durante años para poder volver y montar este hotel. 

Plovdiv tiene un distrito céntrico llamado Kapana, que significa "la trampa". La razón de este nombre tan intrigante es que está repleto de bares y restaurantes con terrazas a la calle, donde acuden propios y extraños no sólo el fin de semana, sino también los días de diario. Y como se trata de un dédalo de calles un poco intrincado y a los búlgaros les gusta beber, me cuentan que llega un momento de la noche en que cuesta trabajo orientarse para salir del laberinto. A mí no me hace falta beber para experimentar problemas de orientación, la verdad. Acudo a cenar allí y me encuentro con un ambiente que me recuerda mucho al del centro de Madrid, donde si no has reservado de antemano a veces no encuentras fácilmente una mesa libre. 

La villa histórica de Koprivshtitsa me deja impresionada con su belleza, y también me impresiona la ídem de Todor Kableshkov, el héroe nacional búlgaro que allí organizó una revuelta contra los otomanos, prendió la mecha de la revolución contra la opresión, y murió por la causa, suicidándose antes de tener que delatar a los correligionarios que habían conspirado junto con él. Es que el hombre era bastante guapo, y no hay nada como un héroe romántico bien parecido para encender la imaginación. Visitamos su casa, que es de madera con base de piedra, y allí hay muchos objetos y muebles que dan una idea de cómo vivían las familias búlgaras de clase acomodada a finales del XIX. Las vestimentas que allí se muestran tiene un aire turco, en varias estancias hay largos sofás pegados a lo largo de las paredes, y en el comedor hay una mesa baja con cojines alrededor para sentarse en el suelo. Me dice el guía que estas costumbres traídas por los otomanos ya se van perdiendo, pero que en su familia, por Nochebuena, hacen una cena muy tradicional, y conmemoran esa ocasión especial sentándose sobre cojines para comer. Son reminiscencias de un pasado no tan lejano en realidad. 

- Pruebo algunos platos búlgaros que me gustan mucho, pero no me resulta fácil retener sus nombres. En Rila comemos a base de banitsas, que son como unas tortitas de masa frita que se untan con queso fresco y mermelada de fresas. Aceitoso, pero gustoso. En un restaurante típico encantador de Koprivshtitsa tomo también pogacha, como una torta de pan caliente que me resulta demasiado contundente, pero que está muy buena. También nos sirven kavarmá, que es un estofado de carne con verduras servido en una cazuela de barro con diseños tradicionales. Muy bueno. El sírene o queso frito también me gusta. Me entusiasma mucho menos una bebida típica de color marrón a base de cereales y cuyo nombre he olvidado. Me resulta empalagosa hasta lo imposible. Las famosas ensaladas búlgaras la verdad es que no llego a probarlas. 

Anecdotario:

- En la recepción de mi hotel en Sofía me dan la bienvenida colocándome una martenitsa, o pulsera hecha con un cordel de hilos blancos y rojos entrelazados, del que penden unos colgantes con esos dos colores. Es el primero de marzo, y me entero de que a partir de esta fecha es tradición que se lleve este adorno en la muñeca durante unos días, para darle así la bienvenida a la cercana primavera. Parece que martenitsa se puede traducir como "abuela marzo". La señora detrás del mostrador de recepción desde luego hace juego con la festividad, porque parece una abuela de cuento, con su larga melena canosa espaventada y una cotorra enjaulada que se hace eco de cada palabra que dice. Casi espero encontrarme con Hansel y Grettel por los pasillos, pero a pesar de tener colgado el cartel de completo, durante mi estancia no me cruzo con nadie. 

- Me cuenta el guía que su hija de trece años está estudiando español como primer idioma extranjero, y que si da la nota requerida, para la nueva etapa de sus estudios intentará entrar en la escuela privada Reina Sofía de España, que según dice es muy exigente. Me alegra que haya una institución de enseñanza en español aparte del consabido Instituto Cervantes. La verdad es que en Sofía me he cruzado con muchísimos turistas españoles, y según he oído también muchos trabajadores cualificados vienen desde España a cubrir algunos puestos, ya que la población búlgara es escasa y no puede por sí misma cubrir todas las necesidades de una economía que está despegando. En la televisión del hotel se sintonizan canales españoles, y algunos comercios tienen carteles en nuestra lengua. Ignoro qué tipo de relaciones comerciales tenemos con Bulgaria, pero deben de estar en un buen momento a juzgar por el interés que muestran aquí por agradarnos. 

- El taxista que me lleva al aeropuerto es muy charlatán, y aprovechando que evitamos un tremendo atasco cortando camino por una barriada gitana, se entretiene un buen rato echando pestes de la etnia caló. Cuando se entera de que vuelo con destino a Rumanía, me advierte que me vaya preparando. Al cabo de un rato el tópico ya está agotado, y entonces la emprende con los ciudadanos de Sofía, que en su opinión son antipáticos y maleducados. Él es de un pueblo cercano a Plovdiv, y eso es otra cosa... Está aquí cubriendo la baja de un compañero, pero no ve el momento de regresar a su terruño. Al despedirnos, le deseo que sus sufrimientos acaben lo antes posible, pero no pilla la ironía. 

- Mi último día en Bulgaria lo paso en buena parte en el aeropuerto, porque con el resfriado tengo unas décimas, y temo congestionarme bajo el sol de castigo con que me despide Sofía. En el aeropuerto, la calefacción no está acorde con los 22°C del exterior, de modo que me congestiono igual.

Y para colmo, el avión hasta Bucarest resulta ser una nave más bien pequeña de dos hélices, algo añosa ya, que tiene un sistema de refrigeración de esos que no puedes controlar desde tu asiento. Me abrigo bien, pero el daño ya está hecho. La febrícula me pone de muy mal humor, y menos mal que el viaje dura sólo una hora, porque la señora mayor con muleta que se sienta a mi lado es de lo más desagradable. Los auxiliares de vuelo no están por la labor de ayudarla, y yo me presto a ello, pero aparentemente lo único que consigo es molestarla con mi mera presencia. Me entra un impulso perverso de fastidiarla, y a las azafatas, y al taxista que me recoge, y al dependiente que me cobra en la caja del supermercado en mi primer día en Bucarest y que me persigue por la tienda como un comisario político. Sin duda mi malestar pasajero me ha agriado el carácter más de la cuenta, pero la primera impresión que me llevo de los pocos rumanos con quienes entro en contacto no es muy estimulante. Visito una farmacia, me venden Paracetamol, y tras un día de descanso y sintiéndome ya curada, me dispongo a cambiar de opinión y patearme esta extensa y hermosa ciudad que es Bucarest.  



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