Hay lugares más o menos anodinos, otros simplemente agradables, y otros que son epatantes (préstamo del francés, por cierto). Burdeos es de estos últimos. No he podido recorrerla sin quedarme boquiabierta, ojiplática y en resumen tó loca.
Las poblaciones que acabo de visitar en los Pirineos Atlánticos son preciosas y muy coquetas, pero algunas tienen aires de pueblo grande que aún no ha perdido su carácter familiar, tranquilo y discreto. Al llegar a la capital de Nueva Aquitania (región de Gascuña) las cosas cambian.
Burdeos es toda una ciudad señorial con plena conciencia de serlo, un prolongado escaparate de hermosuras que se despliega majestuoso a lo largo del ancho Garona. Está bien plantada sobre su prosperidad, enamorada de sí misma, bulliciosa y jaranera (será por el vino?). La joie de vivre se respira en cada esquina. Las bicicletas se adueñan de las calles. Las terrazas invaden muchas plazas con sus conversaciones y sus risas. Los imponentes monumentos toman por asalto el campo visual. Burdeos es cualquier cosa menos un ciudad que te deja indiferente, y no contenta con eso, despliega todo su encanto para enamorarte. No poquito a poco, sino como un auténtico coup de foudre, un flechazo arrebatador. Me rindo, Burdeos. Me has conquistado nada más verte.
Hay aquí tantas cosas destacables, y tantas otras que no lo son pero que me llaman la atención, que sólo puedo alcanzar a recordar algunas ráfagas desordenadas en las siguientes
Notas:
- La antigua Burdigala, más tarde bajo dominio de los Condes de Gascuña en la Edad Medía, vio como la bella e inteligente Leonor de Aquitania se casaba nada menos que dos veces con dos reyes para reinar primero en Francia y luego en Inglaterra. (vamos, un caso extremo de intercambio cultural, royal style).
Mucho más tarde, pese a la importancia del comercio del vino, Burdeos se había ganado el apodo se La Bella Durmiente, hasta que en el s. XVIII resurgió, producto de sus explotaciones en las colonias francesas del Caribe y, desgraciadamente, gracias al comercio de esclavos. Su puerto llegó a ser el primero de Francia, y le hacía la competencia al mismo Londres. Fue entonces cuando el intendente Louis de Tourny se propuso embellecer y modernizar la ciudad, y vaya si lo consiguió. El resultado es que Burdeos presenta una mayoría de edificios, muchos de ellos palaciegos, que se alinean en grandes avenidas en forma de tridente que parten de plazas monumentales, a las que nunca les falta su fuente o su estatua o su columna en el centro. Este modelo sirvió de inspiración para que el barón Hausmann lo imitara en el París del segundo imperio.
- Las casas no palaciegas y mucho más normales son casi todas de piedra caliza color miel, y por todas partes huele a jazmín, que han plantado en el suelo junto a la puerta de entrada y con el tiempo ha ido trepando por la fachada, a veces hasta rodear las ventanas del piso superior. En muchos casos también hay plantadas malvalocas al otro lado de la puerta. Y suele haber bicicletas aparcadas bajo las ventanas. Es como un cuadrito costumbrista, con la belleza de las cosas sencillas y sin grandes pretensiones.
- Desde mi humilde hotelito mono estrella en un polígono de La Bastide, puedo coger el autobús a la estación frente a un gran auditorio de moderno diseño en el descampado contiguo ("Campos de soledad/ mustio collado..."). Pero si voy al centro, tengo otra parada a cinco minutos del hotel, frente a una École Maternelle. O bien puedo llegar andando por la ribera ajardinada del Garona, con cuidado de no ser atropellada por los ciclistas. En este segundo caso, accedo al casco histórico por el Puente de Piedra, de principios del XIX. Es una entrada panorámica.
- El cauce del Garona es aquí tan ancho que se tardan siete minutos en cruzar este puente andando (y está en obras, cómo no). Las aguas se arremolinan en torno a los ojos del puente, y bajan de color fangoso debido al sedimento de arcilla que arrastran. Las únicas embarcaciones que veo son las turísticas y un ferry municipal que cruza de una orilla a otra. El puerto debe de estar mucho más lejos. [En días posteriores, dos cruceros tamaño monstruoso atracan frente a la Place des Quinconces. Son las naves nodrizas de una invasión que proviene de una galaxia muy, muy lejana].
- Al alcanzar la orilla izquierda, tengo frente a mí una glorieta en semicírculo con un arco, la Puerta de Borgoña, que es una de las múltiples entradas monumentales a la ciudad. Con el paso de los días las voy coleccionando todas, y mis preferidas son las medievales: la Porte Cailhau y la del Gran Reloj, que además tiene un campanario. Lo primero que veo es el extenso Quai (muelle) Richelieu, cuyos edificios ribereños se despliegan a la vista como una interminable fachada compacta. Caminando por la orilla del río se llega a la Place de la Bourse (Bolsa). No hay palabras para describir este amplio espacio majestuoso en forma de herradura, que además se ve reflejado en las aguas de un estanque gigantesco llamado del Espejo.
- Si me adentro en el casco histórico, desde ahí llego a la Place du Parlement, donde siempre hay alguna actuación callejera y están las terrazas más bullangueras de esta ciudad repleta de ellas. Es el punto de partida de una red de placitas pintorescas en torno a diferentes iglesias góticas, a cual más bonita. Mis preferidas son Saint Pierre (porque las calles colindantes dan una idea de cómo era el viejo Burdeos), Saint Louis (rodeado de anticuarios y quincallerías) y Saint Seurin (preciosa iglesia románica). Estas placitas no sólo adornan el casco antiguo, sino que lo animan con su alegría y su vitalidad contagiosa.
- De las innumerables grandes avenidas, destaco que en el Cour de l'Intendance está el edificio donde falleció Francisco de Goya, exiliado como tantos españoles ilustres. Un bajorrelieve de benlliure con su retrato señala el lugar, sede en la actualidad del Instituto Cervantes. Estaba Don Paco exiliado pero no creo que estuviese arruinado, porque es una casa muy buena en una calle muy principal, y ya en su época sería un alquiler prohibitivo. Cuando sus restos fueron trasladados a S. Antonio en Madrid, se encontraron con que algún admirador morboso había robado el cráneo, que nunca apareció. Hay que tener mal gusto.
- En el Cours de XXX Juillet, frente al Gran Teatro, está el Café Quatre. Allí se juntaban durante el Segundo Imperio tanto las clases acomodadas con los intelectuales. Un joven Wagner se corrió en el hotel contiguo una aventura galante que fue la comidilla de la ciudad. Quedó allí con su amante, pero fue denunciado por el marido y tuvo que huir por patas. No pudo ser a los sones de la marcha de las walkirias porque me parece que aún no le había dado tiempo a componerla... pero habría sido de lo más apropiado.
- Muy cerca de ahí está la monumental columna que conmemora a los Girondinos, una especie de Comuneros locales. En todo lo alto hay una estatua de la libertad rompiendo sus cadenas. Muy republicano todo, o sea, muy de mi gusto.
- Otras ciudades que he visitado estos días cogiendo un tren desde Burdeos son:
- Arcachon (Gironde, bosque de Las Landas): bellísima localidad costera a una hora de Burdeos. A mediados del XIX la pareja imperial, Luis Napoleón y Eugenia de Montijo pasaron varias veces por allí, y unas cartelas enormes levantan acta de cada visita con sumo detalle. Sólo les falta contar dónde hicieron pipí. Pese a haber guillotinado reyes y aristócratas y ser la república por excelencia, Francia sigue incomprensiblemente fascinada con los royals.... Je ne comprends rien!
Más tarde, en la Belle Époque, Arcachon fue lugar de moda para el veraneo de las clases acomodadas. Los franceses, italianos y españoles de buen tono acudían en verano... y los ingleses, en invierno. Toda esta gente bien ha dejado como herencia una cantidad enorme de villas maravillosas de un gusto exquisito. Paso un par de horas muy felices recorriéndolas, y en contra de mi costumbre hago decenas de fotos. Uno de mis juegos mentales es, cuando llego a un sitio nuevo, "escoger" en qué casa viviría yo si me quedara... aquí estoy tan abrumada que me veo incapaz.
- Le Pilat. Un bus urbano lleva desde Arcachon hasta esta impresionante duna, la más grande de Europa. Leo que hicieron falta 4000 años para que se formara, que se extiende a lo largo de 3 kms y que su altura es de 110 metros. Como toda duna móvil amenazaba con engullir la población más cercana, pero gracias al ingenio de Nicolás Brémontier, que mandó plantar enormes pinedas, se pudo frenar en parte el avance.
Me quito los zapatos y subo los escalones hasta la cumbre arenosa para divisar el mar desde lo alto de la duna. Algunos valientes trepan por la misma arena, con los pies hundidos hasta el tobillo, haciendo esfuerzos heroicos por salvar la honrilla sin desfallecer. Delante de mí hay un joven musculoso que se tiene que sentar en un escalón porque ha subido demasiado rápido y el esfuerzo le ha mareado. Más abajo, un perro llora porque su amo le obliga a seguir subiendo. Sólo las abuelas, siempre sabias, se toman sus descansos a cada tramo y llegan arriba sin signos externos de sufrimiento.
Todo este padecer tiene su recompensa al llegar a lo alto y poder contemplar el panorama. La vista domina muchos kilómetros de costa bordeada por inmensas pinedas, y frente a la orilla hay un islote de arena alargado, un mini-Lido donde atracan algunas barquitas particulares. Muchas familias, grupos de amigos y parejas de novios montan un picnic bajo el sol. Yo para no ser menos me siento en la arena y saco mi sándwich y mi zumo de mandarina. El ambiente es reposado y familiar. El momento es perfecto, uno de esos raros minutos en la vida donde no hay nada que reprochar y todo es armonía y bienestar. La tan cacareada paz mundial, si llegara a existir, sería algo así... todos tumbados en la arena bajo el sol, sin molestarnos unos a otros. Dejo pasar un par de horas y sólo me arranca de allí el horario del tren de vuelta.
- Île de Ré. Al día siguiente, un domingo que amenaza tormenta, mi despertador suena a las 5 am para poder aprovechar el día allí (debo hacer juegos malabares para combinar horarios de trenes y autobuses). Esta isla y su vecina Oléron, son bastante grandes y en unas pocas horas no se pueden hacer recorridos entre las poblaciones isleñas (se pueden alquilar bicis, pero no me atrevo por si me caigo y fastidio el resto del viaje). Ré está unida al continente por un puente. El conductor del autobús me recomienda bajarme en el pueblo de Saint Martin de Ré, por ser el más pintoresco y famoso. Yo me dejo aconsejar, y desde que pongo pie en tierra quedo encantada con la belleza de esta pequeña población en torno a un puertito que, en sí mismo, es una península unida al casco urbano.
Leo en las cartelas que estás islas nunca se dedicaron a la pesca, sino que sus puertos comerciaban con mercaderías de toda clase. También sirvieron de destacamento militar estratégico, y por desgracia, de puerto de partida para el transporte de presos a las prisiones de las colonias francesas de La Guyana y Nueva Caledonia. Recorro un tramo del muro de la antigua ciudadela, y desde allí veo que, pese a que llueve, ventea y a lo lejos se ha levantado la niebla, hay veleros que no se resisten a salir a la mar por la estrecha bocana del puerto. Saben que luego a las cuatro de la tarde la mar se calma y hasta saldrá el sol.
En Saint Martin hay una zona muy cuqui (no en vano allí disfrutan de su ocio los ricos y famosos) pero tiene otra que todavía conserva aires de pueblo. Hay casas tradicionales preciosas adornadas por rosales ya muy antiguos u otros arbustos florecidos que no sé cómo se llaman. Las plantas crecen muy felices en este ambiente húmedo de clima suave, y se nota. Son muchos los rincones de esta villa dignos de ser pintados mil veces. Entre los monumentos, un palacio renacentista y un monumento a George Washington, cuyos ancestros emigraron a América desde Saint Martin. Me voy de allí con pena, pero quiero que me dé tiempo a visitar La Rochelle.
- La Rochelle (Charente_Maririme). Esta ciudad portuaria me impresiona por su enorme belleza y su ambiente relajado de tarde de domingo. Sólo cuento con dos horas de margen para recorrer su centro, de modo que no puedo profundizar mucho. Pero lo que veo me gusta enormemente: El puerto y las terrazas que lo rodean. Las tres torres medievales, dos a cada lado de la bocana del puerto y una tercera con reloj. El ayuntamiento renacentista con sus torreones de tejados de pizarra. Los puentes y pasarelas. Las casas con traviesas de madera cuarteadas en la fachada. Las iglesias que alcanzo a pasar.
La Rochelle fue una ciudad convertida al protestantismo porque cayó bajo influencia inglesa. Se enriqueció con la actividad de los bucaneros, hasta que en la Guerra de los Cien Años volvió a manos católicas (batalla entre españoles e ingleses mediante) y finalmente fue reconquistada por los franceses. Como la farsa monea.
- Beynac-et-Cazenac (Dordogne). Me entero demasiado tarde de que desde Burdeos se llega en tren al pueblo contiguo, y luego un taxi (a precio de oro) te acerca a este bellísimo pueblito de La Dordogne, siempre presente en las listas de localidades más bellas de Francia. Las combinaciones en transporte público desde otras ciudades son un poco tremendas. Otra vez será.
- Saint Émilion y le Château Belleville (Gironda) Esta visita merece mención aparte. Yo intento ahorrar durmiendo en alojamientos baratos y comiendo de supermercado, pero de vez en cuando me doy un capricho, y en este caso mi antojo se ha ido a por uvas, como no podía ser menos en esta región vinícola de renombre. Además, me gusta mucho el Burdeos (las pocas veces que lo he podido probar, que tampoco es cuestión de fabular dándomelas de entendida en caldos de esos rojitos que te ponen muy contenta).
Rebuscando entre las ofertas disponibles para hacer una visita guiada con cata incluida cerca de Burdeos, me he rascado un poco el bolsillo y por una vez no he escogido la opción barata. Como resultado, he pasado unas horas muy disfrutables en compañía de un matrimonio irlandés de Cork y otro americano de Florida. Nuestra guía local, que conducía además la mini-van, ha sido una chica experta en la denominación de origen (aquí se llama appellation) de Saint Émilion, que es el nombre del precioso pueblo medieval que luego hemos visitado. (La otra principal denominación es Médoc, entre otras muchas). Esta muchacha ha trabajado desde siempre en los viñedos de esta zona, pero es que además es hija de un sumiller. De modo que hemos tenido el privilegio de recibir las mejores explicaciones que he escuchado nunca sobre todo lo relacionado con la elaboración del vino. Los dos matrimonios también tenían muy buenas nociones por ser aficionados al enoturismo, así que lo que he aprendido en esta excursión yo creo que me capacita, si no me da por olvidarlo, para disfrutar muchísimo más de una copa de vino sabiendo todo lo que contiene, literal y figuradamente.
La cata en sí la hemos realizado en el Château de Belleville, en las afueras de Saint Émilion. Es un edificio del s. XVII que alberga en el subsuelo unos túneles excavados en la roca, anteriormente utilizados como almacén de una cantera cercana. Ahora sirven de bodega. Había entre otras curiosidades dos enormes ánforas y una colección de botellas del último cuarto del s. XIX. Arriba, en el château, nos esperaba un bonito salón con su chimenea de piedra y muebles de anticuario (la familia propietaria se mudó y ya no vive allí). En torno a la mesa hemos hecho la cata, que nos ha transportado directos al paraíso, muy rápido además porque en las catas francesas no se acostumbra a poner demasiado picoteo (nos habían avisado de que llegáramos con el estómago lleno). Ni que decir tiene que en el viaje de vuelta íbamos los cinco muertos de risa y en plena exaltación de la amistad. Nuestra guía intentaba llamarnos al orden, dándonos a oler unos frasquitos numerados que les dan a los que realizan el curso de aspirantes a sumiller. El juego consistía en que había que adivinar qué nota predominaba en el aroma contenido en cada frasquito. Sólo fuimos capaces de identificar dos, y eso con muchas pistas por parte de ella. En mi caso, no me sorprende no haber reconocido nada porque no gozo de buen olfato, lo que es un lastre en general, pero cuando a alguien le ha abandonado el desodorante resulta una bendición, y no entro en detalles. De vuelta a Burdeos, los cinco nos despedimos in vino veritas como grandes amigos, para no volver a vernos nunca más.
No puedo seguir con el listado de mis rincones preferidos de Burdeos y alrededores porque sería una lista interminable. De modo que me paso directamente al
Anecdotario:
- En el viaje desde Bayona a Burdeos, mi tren sufre un retraso considerable por causa de un accidente grave (un camión ha invadido un paso a nivel y ha sido arrollado). Debemos esperar a que las asistencias retiren los restos del camión. No se mencionan víctimas ni heridos. El caso es que tras un desconcierto considerable por la falta inicial de información, el servicio queda restaurado. Pero para entonces le toca a los del SNCF (la Renfe francesa) resolver la pesadilla logística de meter con calzador a los pasajeros retrasados en los trenes posteriores que sí van a poder cumplir su horario. (Ignoro por qué motivo no nos han puesto autobuses de sustitución como ya me ha pasado otras veces, quizá estaban en huelga?).
El resultado es que me toca ir de pie un rato en un TGV de dos pisos hacia París, pero con parada en Burdeos. En todas estas horas ya he confraternizado con unos peruanos, y nos subimos todos juntos como podemos. Mis Resilias se amontonan encima de un maleterío desordenado que amenaza con desparramarse. No hay casi asientos libres, pero a las personas mayores se les intenta ceder uno.
El caso es que el vagón lleva varios enfermos enchufados a una bombona de oxígeno, porque vuelven de sus tratamientos en un prestigioso hospital de la zona, especializado en enfermedades respiratorias. Y quiere la casualidad que una de las enfermas sea limeña, como mis peruanos. Charlarían de buena gana, pero la pobre lleva la mascarilla puesta. Su marido y cuidador es de origen español, y sí que charla, pero para expresar su malestar por todo en general y por algunas cosas en particular. Dice que no hay derecho a que nos tengan sentados en las escaleras o sobre las maletas en un tren de alta velocidad, donde terminaremos estrellados contra el suelo. Dice que España va mal, y comenta las últimas noticias que, no puedo contradecirle, así lo corroboran. También dice que el sistema sanitario francés se deshace de los enfermos incurables por medio de una inyección definitiva, para ahorrarse un gasto crónico. Menos mal que su esposa ya se ha dormido y no le oye. Nosotros no podemos evitar oírle, pero afortunadamente otro señor muy amablemente nos hace un hueco. Hace un rato le cedió su asiento a mi limeña. Ahora se traslada a la silla de ruedas de su mujer, que es otra enferma, pero que tiene su propio asiento. Como son asientos muy anchos donde apretándose un poco caben dos, al final el matrimonio limeño se acomoda en uno, y frente a ellos, con mesa de por medio, vamos yo y una señora que la casualidad, que está juguetona hoy, ha querido que fuera de Madrid pero con 40 años vividos en Francia. Montamos una tertulia muy entretenida a cuatro voces hasta que nos bajamos en Burdeos. Se tratan varios temas, pero no sé cómo terminamos hablando de lengua y cultura. La madrileña sabe mucho de la historia de España y Francia. Los limeños están encantados, y yo más todavía.
- Los trenes franceses son una fuente inagotable de entretenimiento estos días. Siempre que llego a la estación, con tiempo de sobra porque soy una neurótica, me encuentro con alguna incidencia que me ameniza la espera. La más original hasta ahora ha sido la de ayer, en la que la línea de Arcachon estuvo cortada un buen rato porque había una bolsa de equipaje sin dueño conocido en una de las vías o estaciones, y los artificieros la estaban examinando antes de retirarla. Francia está en alto nivel de alerta antiterrorista desde los atentados del Bataclán en París hace unos diez años, a los que desgraciadamente han seguido muchos otros desde entonces.
- En los vagones en los que he viajado los pasajeros suelen guardar un silencio monacal, salvo algún grupito que otro de chavales en edad escolar. La única excepción, mi tertulia multi-culti del otro día, y cuatro irlandeses que vi la semana pasada. Más tópicos imposible, estaban montándose una juerga a base de cerveza y canciones del tipo "rebel songs", para no dejar dudas sobre su filiación. Les saludé, y me dijeron que habían venido a ver el rugby. Muchos compatriotas suyos vienen a Francia con regularidad a ver los campeonatos de este deporte.
- Por cierto que el rugby es más popular en esta zona de Francia que el mismo fútbol. Precisamente durante mi estancia en Burdeos, el equipo local (el UBB) ha ganado el campeonato europeo por primera vez. He sido testigo de la celebración en las calles la misma tarde de la victoria contra el Northampton inglés (los irlandeses estarán contentísimos, supongo). Pero yo andaba por La Rochelle al día siguiente, el de la celebración oficial con los jugadores, la copa y toda la parafernalia. Según mis compañeros de cata en St Émilion, las calles de Burdeos eran ríos de gente dando botes. Menos mal que me lo perdí.
- En Île de de Ré me cae un chaparrón tremendo, y pese a llevar impermeable y paraguas me empapo, porque hace mucho viento. Es casi la hora de autobús de vuelta, y me refugio bajo techado junto a la parada. Una familia francesa se me une, llegan hechos una sopa. Bromean diciendo que los isleños programan estos chaparrones justo después del almuerzo, para que los turistas se marchen de allí y les dejen en paz, porque a esa hora ya han hecho el gasto correspondiente en el aperitivo, la comida y los souvenirs, y por tanto ya no les pueden exprimir más. Me río, pero me parece un razonamiento muy acertado.
- En Burdeos cometo varios pecados contra los mandamientos de mi nutricionista: compro una cajita de canalés, el dulce local. Luego, otra de macarons. También compro una botella individual de vino y, tras la cata, me llevo del château una especie de tubo de vidrio que contiene una sola copa (aquí le llaman "vino de emergencia"). Total, que me he resistido a probar los moules frites (mejillones servidos en una cacerolita y acompañados de patatas fritas) y hubiera resultado mucho más sano...
- En el autobús que me lleva a Le Pilat, coincido con un grupo de escolares españoles. Son adolescentes, supongo que en viaje de fin de curso. Su comportamiento en general deja bastante que desear, y me retrotrae al mundo del que provengo, donde las normas elementales de cortesía y el respeto son la excepción y no la regla entre los jóvenes. Comprendo que en estas últimas semanas me he malacostumbrado porque, al menos en las ciudades pequeñas de esta zona de Francia, los jóvenes me resultan en general educadísimos. Y me beneficio de ello, porque por mis canas me consideran una anciana y me dan prioridad, me ceden el asiento, me ayudan con la maleta, me brindan ayuda de todo tipo y encima, con una sonrisa.
- Lo cierto es que encuentro a estos franceses del suroeste muy afables. Son hospitalarios, de trato agradable, risueños y en general están de buen humor pero sin estridencias. No veo que la gente esté estresada, ni que sean tan individualistas como en las grandes ciudades que tanto me gustan porque me garantizan el anonimato, vital para mi fobia social. Aquí en cambio parece que todo el mundo se conoce, las personas se saludan por la calle, o al pasar delante de los comercios donde son clientes habituales. Las bicicletas son más numerosas que los coches (teniendo en cuenta que yo me muevo por los cascos históricos) y en consecuencia el ritmo es más pausado y el ambiente más humanizado. Hay mucho silencio, pero también se oyen campanas, cantos de pájaros y rumor de conversaciones en las terrazas. En casi todas las casas tradicionales hay matas de rosales muy frondosas.
Sé que todo esto puede sonar cursi, pero a mi pesar debo reconocer que me encanta ser una cursi, yo que tanto me he reído de este colectivo tan denostado por hipócrita, por rancio y por aspirante a pequeño-burgués. Pues viva la cursilería siempre que humanice a la gente, sí señor!
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