Vinieron las lluvias, pero terminaron pasando de largo. De modo que al día siguiente me acerco en tren a dos localidades bearnesas, Pau y Orthez. Están en el interior, y no pueden ser más distintas de las ciudades vascas. La ficticia familia Bearn que ideó Lorenzo Villalonga para su gran novela mallorquina no tiene nada que ver con esta hermosa región francesa, con sus llanuras, sus caballos y el importante patrimonio que dejaron aquí los reyes de Navarra, especialmente Enrique IV, apodado El Buen Rey y también El Hércules francés. En Pau, siendo una ciudad plagada de recuerdos de la Belle Époque, lo que domina el skyline es el apabullante castillo renacentista de este rey. Él nació en este castillo, y a él dedicó todo su afán decorativo con cariño y buen gusto. Más tarde, Napoleón III mandó llenarlo de muebles de anticuario y lo convirtió en un mero decorado, queriendo recrear pasados esplendores. Quel culot.
Llego a Pau y al bajar del tren y querer salir de la estación veo que todas las puertas están bloqueadas, salvo una desde la pequeña cafetería, al fondo. Fuera en la explanada, un pequeño escuadrón de la Sûreté Ferroviaire se enfrenta, con material antidisturbios, a los taxistas que llevan varios días en huelga (eso explicaría por qué no me pararon en Toulouse). El ambiente está caldeado, porque los taxistas han acumulado una montaña de palés en la puerta de la estación, y amenazan con prenderles fuego. Esto último lo oigo en una conversación entre dos pasajeros del funicular gratuito, que me sube desde el nivel de la ciudad baja a orillas del río Gave, hasta la altura del castillo y el casco histórico. Más tarde se complica mi regreso en tren, porque según explican los ferroviarios ha habido un acto de sabotaje (malveillance) en las vías. Tiempos revueltos.
El castillo de Pau me impresiona, y su parque es una delicia, si no fuera porque hay zonas aún embarradas tras las últimas lluvias y casi resbalo en el lodo, no caigo de culo de milagro. Hay dos plazas monumentales que están en obras (las obras me persiguen implacablemente aunque cambie de ciudad y de país). Paso por la casa museo de Bernadotte, nativo de Pau. Fue el mariscal elegido en tiempos de Napoleón para ser rey de Suecia, y del que desciende la actual familia real sueca.
Esta ciudad, tras una etapa gloriosa que quedaba muy lejana, encontró un nuevo resurgir cuando se puso de moda el veraneo galante a finales del s. XIX, que es cuando se construyó el Boulevard de los Pirineos (con vistas privilegiadas a la cordillera) y el parque Beaumont, con su restaurante y sus glorietas y parterres. Muchos edificios haussmanianos por el centro atestiguan este segundo esplendor, entre ellos dos magníficos hoteles que son más bien palacios neo barrocos, unos de los cuales es el actual consulado español.
En Pau hay una placita donde una placa informa de que allí estaba el Bar Americano, donde los hermanos Wright reunieron a un grupo de pilotos pioneros de la aviación para intentar conquistar los aires. Creo recordar una película documental muda en la que levantan el vuelo unos pocos segundos y en seguida se dan unos trompazos tremendos contra el suelo, haciendo añicos el aparato. Pero perseveraron, que es lo que cuenta.
También paseo por el barrio de Hedas, que se urbanizó tras desecar un arroyo, y al que se accede por una escalinata oscura y retorcida de lo más pintoresco. Es una zona que antaño tenía mala fama y ahora alberga a artistas alternativos, o no tanto, porque veo algunos ateliers de lo más cuqui. En este barrio se instalaron muchos españoles huidos tras nuestra guerra civil. Sobre todo aragoneses, a quienes está dedicada una placa conmemorativa. Me gusta tanto Pau que decido quedarme mucho más rato del que pensaba.
A continuación visito Orthez, ya cerca del departamento de Las Landas. Allí me conquista la arquitectura tradicional de las casas bearnesas, con tejados a dos aguas muy inclinados pero de forma chata en el frente. Las tejas son amarronadas. La fachada está blanqueada a veces, pero casi siempre es de sillares de piedra de tono arena. Las contraventanas de madera están pintadas en pastel. A veces les precede un patio con emparrado. Son preciosas. Subo hasta la torre de Moncade, único resto de una fortaleza medieval.
Veo en Orthez muchos albergues de peregrinos del Camino Turonense, la vía más norteña para los peregrinos de Francia, que parte desde la preciosa Tour Saint Jacques en París y entra en España por Roncesvalles. Me he cruzado estos días con muchos peregrinos jóvenes con su atuendo inconfundible, algunos incluso con la concha de vieira prendida en el sombrero.
Hay en Orthez un puente medieval, con torreón incluido, sobre el río Gave que ha llegado casi intacto a nuestros días. Un paso a nivel contiguo, justo cuando voy a pasar se cierra y suenan las sirenas. El tren del s. XXI pasando raudo al lado del puente del s. XIII es una visión de contrastes.
Al día siguiente intento pasear por Dax, en Las Landas, pero justo cuando llega el tren está descargando un gran chaparrón, embarrándolo todo. Ha estado amenazando tormenta desde por la mañana. Decido que ya me mojé bastante el otro día, de hecho me ha costado mucho secar zapatos y calcetines, de modo que nada más bajar cojo otro tren de vuelta a Bayona. Al menos he visto el paisaje.
Anecdotario:
- Una señora mayor me interpela en un parada de autobús en Pau para preguntarme sobre el transporte. Le digo que soy extranjera, estoy de paso y no puedo ayudarla. Entonces se pone a ayudarme ella, dándome una lista de cosas para visitar. Le doy las gracias. La conversación vuelve a empezar desde el principio y se desarrolla en el mismo orden y con las mismas exactas palabras, una y otra vez. Muchas veces. Sin saber cómo ni por qué me veo atrapada en un bucle cuántico, y eso que ni siquiera entiendo lo que es eso. Discurro en vano varias salidas sin herir los sentimientos de la señora, y al final llego a la conclusión de que hay que cortar por lo sano. Así que huyo a la desesperada cuando me está repitiendo por X vez qué autobús tengo que coger para llegar al hospital, y entonces ya podré decir: "he visto el hospital". En el funicular también había una chica joven que vociferaba y que claramente no estaba bien. Le pregunto a Miss Google si en Pau hay un psiquiátrico de importancia. Me responde que sí. Pobres.
- Vuelvo a San Juan de Luz y Hendaya por mi cuenta al día siguiente, para verlas con calma, ya que el otro día llovía tanto que no pude hacerme una idea como a mí me gusta. Es decir, a capricho: sin planes, pero con tiempo para disfrutar de mis rodeos y merodeos, siendo dueña de mis caminatas sin rumbo como una aspirante a flâneuse, con espacio para cambiar de parecer, pero siempre pulsando el ambiente y leyendo todas las cartelas que encuentro a mi paso.
En la preciosa S. Juan de Luz hay un alto poder adquisitivo, y ambientillo de gentes que disfrutan comme il faut de su ocio al sol. Paseo a lo largo del puerto (antiguo refugio de corsarios, que enriquecieron a la población). Bordeo la playa grande, donde veo que el alto dique construido para proteger las casas de los embites del mar también las aisló de la playa... solución: unas escalinatas y unas pasarelas que, en los pisos altos de los edificios en primera línea, conducen a lo alto del dique para poder acceder al mar sin tener que dar un rodeo. El dique, que hace las veces de paseo marítimo, no tiene ningún tipo de barandilla. Imagino que algún desgraciado habrá caído desde lo alto al volver a casa un día de niebla o una noche de borrachera. Veo algunos bañistas que se atreven a nadar, pero la temperatura debe de ser fría porque dos de ellos tras el baño se pasean por la orilla con los albornoces puestos.
En Hendaya, busco la Isla de los Faisanes en el Bidasoa. Hay un puente que lo cruza, donde a modo de control fronterizo lo único que veo es un único coche policial francés rodeado de conos. Los dos agentes no parecen demasiado ocupados, y charlan con los brazos cruzados. En el lado español, el edificio de la antigua aduana, con sus columnas, es utilizado en la actualidad como centro de mayores. Pienso en tantos españoles que habrán querido cruzar la frontera sin poder hacerlo en los tiempos más oscuros de nuestra historia... y en el contraste que supone que yo esta mañana me haya comprado un bocadillo y una manzana en Francia, cruce tranquilamente el puente para almorzar en un parque de España, y tras un paseo ocioso por Irún vuelva a la otra orilla como si nada.
- Esa es mi última noche durmiendo en el motel de Bayona. Estoy agotada, y me dispongo a dormir creyendo que el cansancio va a vencer a mi imsomnio habitual... pero la alarma antihumo suena a las tres de la madrugada. Claramente ha saltado porque alguien ha empezado a fumar en su habitación. Confieso que tengo prejuicios y que mentalmente culpo a alguno de los transportistas tatuados. La prohibición está multada con varios cientos de euros, por cierto. Desde la cama oigo puertas que se abren, pasos y conversaciones agitadas. Al final alguien consigue acabar con el estruendo infernal. Adiós a mi descanso.
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