25.6.25

En la estación de Bruxelles-Centraal, esperando al tren hacia Rotterdam, desde donde transbordo hasta Ámsterdam. Hoy hay huelga general en Bélgica, como protesta ante las medidas de austeridad del gobierno de coalición (llamado "Arizona", no sé por qué). He visto sindicalistas vestidos de riguroso verde, pero no he detectado piquetes. El sector del ferrocarril no se suma, pero el recorrido de la manifestación pasará por esta estación central mas o menos ahora, sobre las 10am. La salida de mi tren está prevista para dos horas después, por lo que no barrunto problemas. 

De todos modos, por si acaso me he refugiado en un Starbucks, único lugar con asientos decentes en el vestíbulo de esta estación. En caso de asedio, siempre podemos montar una barricada con los sofás, y si nos vemos sitiados muchas horas,  podemos resistir a base de cafeína sobrepreciada. Y además tenemos a nuestra disposición docenas de brownies más duros que un adoquín para lanzar como proyectiles. Tras un americano largo servido en un tazón sopero, corre por mis venas un ardor guerrero digno de las walkirias, y me siento dispuesta a entrar en lucha con quien se me ponga por delante. Pero en las mesas cercanas sólo hay dos chicas que se cuentan batallitas de sus respectivas vidas sentimentales, y jóvenes solitarios concentrados en la pantalla de su portátil. Mejor me reservo la energía bélica para cargar con mis dos Resilias. 

Más tarde. 

Aparecen por la estación sindicalistas vestidos de verde y de rojo. Todos muy educados, haciendo una cola ordenada en el WC. Media hora antes de subir al tren, la megafonía anuncia que la policía ha realizado una intervención en el aeropuerto, que sí que está en huelga. Mi tren tiene que pasar por ahí y va a sufrir retrasos. Al rato, anuncian que mi tren ha sido suprimido. Aparece la policía en el andén, donde ya se agolpan los sindicalistas. Cojo un tren al aeropuerto para quitarme de en medio y para tener más alternativas de transporte en el peor de los casos (autobús? vuelo, si lo hay?), porque la movilización según la prensa se traslada al centro de la ciudad. No me queda otra que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. C'est la vie!  = Cago en tó!  

Un rato mas tarde.

Prosigo, porque la vida también lo hace.Y porque el efecto del café ámericano ya se me ha pasado, y ante estas situaciones complicadas siempre me siento cobarde y por tanto pacifista de toda la vida, no vaya a ser. Aunque no tiene mérito por mi parte, porque aquí en este apeadero semidesierto del aeropuerto las únicas que discuten son dos viajeras italianas, que se han puesto nerviosas con la situación y se están peleando.

Mientras espero, me dedico a relatar mis batallitas:

Conozco muy  bien la estación central de Bruselas, la he estado utilizando a diario para hacer excursiones a las ciudades flamencas que no pude visitar durante mi estacia en Amberes, porque me lo impidió la lumbalgia. Desde Bruselas en cambio se tarda muy poco en llegar a Waterloo, Lovaina y Gante. Quería haberme acercado a Ostende, pero el día que escogí  para la excursión soplaba un vendaval, y preferí ser prudente. El recuerdo de mi neumonía aún está reciente. Por riguroso orden cronológico:

- Waterloo. 

La población en sí se compone de un casco histórico reducido, rodeado de hileras de casas acomodadas, con su correspondiente jardín bien cuidado. Yo medio esperaba toparme en uno de estos jardines con una estelada izada en un mástil, y una ofrenda de rosas rojas y amarillas depositada al pie. Pero no, parece que el prófugo no es tan folklórico en sus gustos decorativos, y además no acerté a pasar por delante del pedazo de chalete que okupa. Desde allí, a 1.500 kms de distancia, se toman decisiones que nos afectan a todos los españoles. Ni al mismísimo Napoleón, que nos montó un numerito parecido en Fontainebleau con la colaboración de los borbones, le salió tan bien la carambola.  

Pero lo que nos interesa de Waterloo a los turistas no es el presente, sino el pasado. El campo de batalla donde se decidió el destino de Europa hace doscientos años está en realidad más cercano a la población de Braine l'Alleud, a dos kilómetros de Waterloo. Pero se la llama batalla de Waterloo porque el vencedor, el duque de Wellington, estableció su estado mayor en una posada de esta villa, y por tanto  la carta que dirigió a su gobierno participando de la victoria la fechó en Waterloo. 

Este Wellington era un señor profundamente antipático, que se avergonzaba de haber nacido en Irlanda por considerarla un lugar sin lustre del imperio británico. Cuando pasó por Madrid en 1812 se comportó con tanta altivez, que Goya, quien no era simpático tampoco y además no toleraba los dengues de los poderosos, le pintó un retrato en muy poco tiempo, para evitar que el posado durara varios días. Y de esta forma se quitó de encima al altanero duque, con quien cuenta la leyenda que se peleó acaloradamente en su estudio. 

But I digress. Yo no sabía de esta batalla más que algunos detalles sacados de las películas de época que tanto me gustan. Pero tras pasar un día entero en medio del campo, en el complejo museístico llamado Memorial y sus aledaños, ahora sé más de lo que nunca me atreví a preguntar. Y algunas cosas que hubiera preferido ignorar. Como por ejemplo, que ni en este ni en ninguno de los campos de batalla de las guerras napoleónicas se han hallado demasiados restos humanos. Los arqueólogos sólo han desenterrado unos pocos, cuando se estima que hubo miles de muertos (entre 30.000 y 40.000 bajas de ambos bandos). Un guía con uniforme de época, además de disparar arcabuces y pistolas y hasta un cañón de la época... nos explica que los huesos de los cadáveres de los soldados muy probablemente fueron utilizados para fabricar azúcar. Debido al bloqueo internacional, durante las guerras napoleónicas el suministro de caña de azúcar del Caribe estuvo interrumpido. No llegaba hasta Francia porque los barcos británicos lo interceptaban. Napoleón se vio obligado a recurrir a fabricar azúcar a partir del cultivo interno de remolacha, pero ello requería un aporte de calcio, y los investigadores sospechan que este provenía directamente de los huesos diseminados por los campos de batalla. Según parece, tras cada batalla, en los pueblos cercanos al poco tiempo se construía un ingenio para fabricar azúcar, lo que era bienvenido porque traía prosperidad a la comarca. Me imagino a los lugareños de la época, muy atareados machacando huesos y echando el polvillo resultante a la remolacha cocida... y el azúcar ya no me sabe tan dulcecita, más bien me amarga. 

Nos explican también cómo transcurrió la batalla, que duró todo un día. Llovió mucho por la mañana y se encharcó todo el terreno, lo que dificultó el rodamiento de los carros que llevaban los cañones franceses hasta su posición. Ese retraso lo aprovecharon las tropas inglesas y holandesas para avanzar en una maniobra envolvente. Luego hubo muchas escaramuzas a lo largo de varias hectáreas, entre ellas en una pequeña granja que servía a los ingleses y escoceses como punto de avituallamiento en la retaguardia. La granja fue asaltada por los franceses, pero sin resultado, porque los británicos se hicieron fuertes allí dentro. Parece que Napoleón ese día andaba poco inspirado, y tomó algunas malas decisiones según nos explican, pero mi cerebro llega un momento en que no procesa más información y se hace un lío. Ya no sé por dónde andan los buenos y por dónde avanzan los malos. Menos mal que no soy Ridley Scott... o a lo mejor él se encontró con el mismo problema rodando su película?

Tras visitar el museo, subo al monte artificial rematado por un enorme león, que conmemora el lugar donde fue herido el príncipe de Orange. El león mira hacia Francia con cara de advertencia, como diciendo: "Si queréis venir a por más, aquí os esperamos". Son 226 escalones de nada, multiplicados porque hay que bajarlos. Las agujetas me duran varios días, pero la vista de esos preciosos campos cultivados, tan pastorales ellos, me pone los pelos de punta en relación a todo lo que he visto y oído durante la jornada.

Imaginarme este bellísimo lugar, donde se respira la paz propia del campo abierto, cubierto de muerte y destrucción me hace saltar las lágrimas. Parece que hasta el mismo Wellington quedó impactado por la magnitud de la pérdida de vidas. Dijo al respecto algo así como: "Aparte de una batalla perdida, no hay nada tan deprimente como una batalla ganada". 

Tal como nos han explicado en el museo, en aquella época los avances médicos eran limitados y se recurría a bárbaras amputaciones, a las que pocos sobrevivían debido a las infecciones. A muchos soldados se les daba por perdidos y les dejaba morir sin recogerles del suelo. Unos 45 años después, el suizo Henry Dunant, un hombre de negocios que viajaba en diligencia, pasó por otro campo de batalla, el de Solferino, y se conmovió al ver a los soldados heridos sin atender, tumbados sobre el terreno esperando la muerte. Decidió organizar ayuda para socorrerles, recurriendo a la colaboración de las iglesias y las casas de los vecinos de la zona. Luego fundó la Cruz Roja, y su legado continúa hasta nuestros días. 

- Lovaina. 

Muy bella ciudad universitaria (desde el s. XV). Varias plazas espectaculares, en especial la del ayuntamiento, una maravilla del gótico tardío al estilo de esta región de Bravante. Es una filigrana que no acabas de abarcar con la mirada, por mucho que te empeñes. La biblioteca de la universidad con su carrillón ocupa otra plaza, y también es un edificio que te atrapa. La universidad cuenta asimismo con el magnífico castillo renacentista de Arenberg, un edificio concebido a lo grande. 

En la universidad de Lovaina hubo durante la Edad Media y el Renacimiento una escuela de traductores que, aunque no es tan famosa como la de Toledo, sí cobró mucha importancia al llegar la Reforma protestante, puesto que aquí había una imprenta donde se publicaron muchos libros del movimiento reformista que se difundieron por toda Europa. Hay una estatua erigida a Erasmo de Rotterdam, quién pasó seis años como profesor en Lovaina, donde fundó el Collegium Trilingue. Erasmo enseñaba a los clásicos en hebreo, griego y latín. Siglos después, los carteles que lo explican están escritos solamente en neerlandés flamenco, y para informarme tengo que recurrir a Miss Google, que me encuentra una web en inglés sobre el tema. The irony!  

Me gusta mucho el ambiente relajado de las calles de Lovaina, pero lo encuentro algo domesticado, como si le faltara un poco de espontaneidad. A lo mejor se debe al bochorno reinante, que nos tiene a todos aplatanados. Además, me he lastimado un pie pisando un adoquín suelto, y voy medio cojeando. A pasito cojo me acerco hasta el begijnhof (en neerlandés) o beguinage (en francés), donde vivían antaño las mujeres que querían dedicar sus vidas a la práctica de la religión, pero sin tener que profesar como monjas. Creo que en español se llama priorato cuando es la residencia de una comunidad de religiosos, pero no sé cómo se llama para los legos, así que no puedo traducirlo. Es demasiado pedirle a una agnóstica que sepa de estas cosillas... 

Este begijnhof de Lovaina tiene fama por ser de los más antiguos y bellos de Flandes (también está el de Brujas, pero no es tan grande). Se trata de una pequeña ciudad, con sus casitas de ladrillo y sus estrechas calles empedradas (ay, mi pie), donde las solteras y viudas vivían retiradas del mundanal ruido, dedicadas por entero a la oración y la contemplación, pero sin dar el paso de vestir los hábitos. Podían recibir visitas de sus familiares y tenían libertad para salir y entrar si lo deseaban. Tenían una parroquia, y un convento con sus religiosos a su disposición. Ignoro qué tipo de arreglo económico les permitía vivir allí, pero supongo que pagaban una renta, y que no debía de ser barata porque las casas no están nada mal. Hoy en día este recinto se utiliza como residencia de profesores y estudiantes de la Universidad de Lovaina. Algunos estudiantes se cruzan conmigo. Son calles tranquilas pero algo melancólicas, como un  mini Cambridge que hubiese perdido la jovialidad. En cambio, en torno a la parroquia del recinto hay un ambiente relajado de reunión de escuela dominical. Algunos vecinos han bajado sillas de su casa y están sentados en el atrio, charlando y degustando los helados que vende una furgoneta que ha aparcado enfrente. Sobre una mesa alargada aún quedan restos de un almuerzo grupal, y hay muchos niños jugando sobre la hierba. Una fiesta familiar de lo más agradable donde tampoco falta la cerveza, porque el famoso Artois provenía de Lovaina y transcurrido un siglo allí sigue su fábrica. 

- Gante. 

De todas las ciudades flamencas que he visitado, es de largo la que más me gusta. No la siento tan turística, y me parece que conserva mejor tanto su personalidad clásica como la actual. Su universidad es de las mayores de Bélgica, y está entre las más prestigiosas del mundo. Viajo a Gante un día entre semana, pero el ambiente estudiantil desde la hora del almuerzo ya es muy animado. Consulto a Miss Google, y no se trata todavía del último día del curso, pero me parece que estos chicos sí lo consideran como tal en su calendario emocional, porque se muestran de lo más celebratorio. Aunque quizá sea así durante todo el curso, porque hay un famoso cañón en una plaza que el ayuntamiento tuvo que taponar, porque por las mañanas era tradicional encontrarse a un estudiante durmiendo la mona resguardado en el hueco interior. Divino tesoro. 

Carlos V nació en Gante, y de este hecho todo lo que queda en la ciudad es una estatua en una placita, y la portada del palacio de su familia (el resto del edificio se derruyó para construir una fábrica encima). Nada más, salvo el recuerdo de la soga que debían llevar colgando del cuello los que se declaraban en rebeldía y no pagaban el tributo exigido por la corona española. Esta soga se convirtió en el símbolo de la sedición, y hay una estatua que la lleva, justo frente al antiguo palacio. 

Todo esto nos lo explicó el piloto del barco que nos hizo un recorrido por los canales. Quien también nos informó de que cuando toca drenarlos, aparecen en su lecho cientos de bicicletas, lo que atribuye a la buena calidad de la cerveza local y al entusiasmo con que los estudiantes la degustan. El recorrido tiene un momento de viaje atrás en el tiempo cuando pasamos junto al castillo medieval de Gravensteen. Contemplarlo desde la superficie del agua es como meterse dentro de un grabado antiguo.

El campanario civil de Gante es de los más espectaculares de Flandes, y su carrillón de los más cantarines. No sé el motivo, pero está sonando cada dos por tres. No sé si los vecinos compartirán el arrobo de los turistas al respecto. Nosotros sólo lo escuchamos durante un rato, y ellos en cambio lo oyen en bucle durante toda la vida. No me imagino cómo me afectaría a mí semejante repiqueteo al lado de mi casa. Sospecho que lo escucharía hasta en mis sueños. 

Hay una bonita costumbre en Gante, que es que alguna de sus farolas, que aún va a gas, se enciende durante unos segundos cada vez que nace un niño en la localidad. Está situada junto a la estupenda portada barroca del mercado del pescado, rematada por un Neptuno y su tridente, convirtiendo así al dios romano del mar en proveedor del pescado de esta villa. 

Anecdotario:

- En el recinto del Memorial de la batalla de Waterloo, en pleno campo y bajo un sol implacable, me empeño en recorrer a pie los tres kilómetros y medio que separan la Colina del León de la granja Hougoumont, recinto de avituallamiento y hospital de campaña del bando británico. Tras la caminata y la visita, no me veo capaz de repetir la proeza desandando el camino, y espero al minibús lanzadera para que me devuelva al punto de partida. 

En ese autobús trabo conversación con un señor norteamericano y su nieto adolescente. Vienen de un pueblo de Kansas, y sólo van a pasar una semana en Europa para visitar a una de las hijas, que cursa una especialización de arquitectura de unos meses en Amberes. En dos días la familia se va a París. Le pregunto el motivo de haber escogido precisamente Waterloo para pasar el día, contando con un espacio tan corto de tiempo para ver algo de Europa. Resulta que es el nieto quien ha tirado de su abuelo, porque este curso hizo un trabajo escolar sobre Napoleón y se quedó prendado del personaje. Como la mayoría de estadounidenses de la tercera edad que cruzan el charco, este señor está bastante desubicado y necesita algo de apoyo logístico. El nieto es demasiado joven para proporcionárselo, y además está instalado en su propio mundo interior de adolescente, de modo que el honor recae sobre mí.

Hacemos juntos el abrasador camino desde el Memorial a la carretera, donde está la parada del autobús que nos llevará hasta la estación de tren. En el autobús no llevan cambio de billetes. El abuelo no se aclara con las otras formas de pago, porque su app americana no es compatible con no sé qué cosa incierta del ciberespacio belga, y por mucho que teclee su móvil (celular, lo llaman ellos) no hay manera. Total, que pago yo con una tarjeta multiusos 24 horas, que había comprado en la oficina de turismo. El abuelo, acostumbrado a viajar en su coche por esas carreteras kansinas de Kansas, cree que he costeado su trayecto, porque las complejidades del transporte público europeo se le escapan, y el concepto de billete multiusos le es ajeno. Seguimos charlando durante el viaje en tren, que hacemos juntos en parte, porque si no el hombre se me pierde por esos andenes de la estación, con su nieto más preocupado por buscar un punto de carga para el celular que ninguna otra cosa. 

Me hace gracia como este señor lo cuantifica todo. Parece una excelente persona, un individuo "salt of the earth", la sal de la tierra a la americana. Pero sus comentarios siempre terminan con una cantidad, ya sea en dólares, centavos, en años, meses, en millas, en galones, onzas. Las distancias por carretera, la cantidad de combustible, el precio de las mercancías, el tiempo que le queda de vacaciones, lo que durará el vuelo de vuelta, el precio del alojamiento, los gastos totales por persona. Yo soy negada para los números y no puedo seguir sus argumentos. Cuando le digo que me apeo en Bruselas, me pregunta tres veces qué planes tengo para los próximos días. No me veo conversando con él sobre cifras, y tampoco le miento del todo cuando le digo que no lo sé, porque en este viaje voy improvisando mi día a día. 


(Al final, tras pasar por cuatro estaciones y coger tres trenes distintos, consigo llegar a Amsterdam desde Bruselas, con sólo dos horas de retraso y un par de cambios de andén de última hora. Todo un éxito para como pintaba de mal el viaje, porque a la huelga general belga se ha sumado luego una avería generalizada de la señalización en las vías férreas holandesas, y por si fuera poco algunos trenes han sido cancelados, supongo que con motivo de la celebración de la cumbre de la OTAN en La Haya. El caso es que por fin llegamos, mis Resilias y yo. Ojo Ámsterdam, que ya estoy aquí). 













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