8.7.25

Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina sus edificaciones tradicionales con otras de arquitectura innovadora. Está limpia, es cómoda y el nivel de vida que puedo alcanzar a ver es muy bueno. No está masificada porque sus habitantes se expanden por un área muy extensa, rodeada de una naturaleza privilegiada que le aporta gran valor paisajístico. El clima es cambiante, se alternan los chaparrones con los ratos soleados, con el aire como única constante. Pero claro, estas ciudades portuarias ya se sabe que son ventosas, vengo de Hamburgo donde pasa lo mismo. 

En Copenhague estoy alojada en un hotel de coste medio-bajo al lado de las vías de la estación, donde hay otros muchos por el estilo. En el mío cada habitación es una cabina, con una ducha a la italiana para ahorrar espacio (con una raqueta para que seques tú misma el suelo tras ducharte) y la mínima expresión de una cocina, pero el caso es que no les falta de nada. Hay siempre mucho ambiente en el lobby con cafetería abierta las 24 horas, y en el lounge veo gente variopinta venida de todas partes. Me cruzo con grupos que turistean y con otros que mantienen reuniones de trabajo. Hay bastantes niños, y se admiten mascotas y estancias a largo plazo. Aunque estamos ya en temporada, aquí no se sienten las apreturas del turismo de masas. Copenhague puede absorber a sus visitantes con aplomo y sin agobios porque tampoco somos multitud. 

En Copenhague he navegado, como todos los turistas, por el canal que separa las dos islas sobre las que se asienta la ciudad (Zealand y Amager). Pero lo he hecho en un ferry del transporte urbano, que sale por el precio de un billete de autobús. Tiene la ventaja de que vas mezclada con los daneses y hay poquísimos turistas. Al subir, el encargado de subir y bajar la pasarela para los viajeros me ve las pintas y dice, La sirenita está en sentido contrario! Le contesto que no me importa porque he venido a pasearme arriba y abajo mientras dure la hora y pico que me garantiza el billete. Me mira y se ríe. Pues vas a tener el tiempo justo, comenta. Debe de pensar que los turistas estamos chiflados, y le doy la razón. Disfruto mucho del trayecto, admirando todos los edificios de las dos orillas. Nunca pensé que podía llegar a gustarme tanto la arquitectura moderna, pero es que estos bloques de viviendas ribereños, algunos muy vanguardistas, tiene un buen gusto y una armonía en las proporciones de las que carecen, en mi personalísima opinión, orillas semejantes como por ejemplo, el Canary Wharf de Londres. En el embarcadero de Nyhvan, el más concurrido, el encargado de la pasarela cuenta los que suben y los que bajan del barco con un contador de mano cuyo  cliqueteo me recuerda a las excursiones del colegio. Debe controlar que los que permanecen a bordo no superan las 80 personas, según la normativa de seguridad del puerto. 

Yo embarco en la biblioteca llamada "El Diamante Negro" y desembarco más de una hora después en la orilla opuesta, en la ópera, tras subir y luego bajar por el cauce. Si la biblioteca por dentro me ha impresionado, la ópera todavía me gusta más. Maravilla de edificios que realizan las actividades que albergan en su interior. 

Copenhague es una ciudad de contrastes: Doy los típicos paseos por los muelles del Nyahavn, donde estaba el antiguo puerto y aún siguen atracados veleros de madera. Las casas pintadas de colores y las terrazas son su marca distintiva para todos los públicos, pero hace siglos esta era una zona canalla de prostitución y delincuencia, porque los muelles concentran todo un submundo. Me acerco al palacio de Amalienborg, 


Notas y anécdotas: 

- De pequeños nos enseñan a no mirar fijo a una persona porque es de mala educación. Pero aquí la gente se te queda mirando. Y me parece que no es porque busquen el contacto visual o verbal, es simplemente que sienten curiosidad. No es una mirada inquisitiva ni recriminatoria, simplemente te observan. No me incomoda, pero me resulta poco familiar. He leído que es un comportamiento habitual en los países del norte, así que lo asumo. Aunque al principio pensaba que era porque había metido la pata en algo, como colocarme en medio del carril bici, que es el pecado más imperdonable que puedes cometer contra la etiqueta escandinava. 

- Los escandinavos hablan inglés perfectamente, con un marcado acento norteamericano. Eso se debe a que desde niños los contenidos audiovisuales que les llegan a través de su TV sin doblaje provienen de EE UU. Los auténticos norteamericanos que hacen turismo o negocios por aquí se deben sentir como en casa porque en casi todas partes les hablan en su jerga coloquial. 

- Investigo superficialmente en internet cuales son los estereotipos de los distintos países nórdicos, y cómo son las relaciones de vecindad entre ellos. Mis averiguaciones no llevan ni método ni rigor, pero doy con un artículo de la BBC comentando un libro titulado "Tierras oscuras: la triste verdad sobre el mito escandinavo", en el que el británico Michael Booth, asentado en Dinamarca, pretende matizar ese lugar común que nos convence de que estas sociedades norteñas son las más avanzadas de la civilización occidental.  Asumimos que aquí reinan la prosperidad, la tolerancia, el progresismo, la amplitud de miras y las buenas condiciones de vida. Leo que Dinamarca y sus países vecinos repiten en las listas de los mejores del mundo para vivir. Según este libro, la otra cara de la moneda es un alto índice de suicidios y de alcoholismo debido a la soledad, problemas de exclusión social y de violencia doméstica, y  

- Tengo la suerte de coincidir con un festival de jazz en Copenhague, que aparte de conciertos en todo tipo de salas y locales, tiene música en vivo en las plazas más concurridas de la ciudad. En estos días he pasado muy buenos ratos escuchando buena música de varios estilos, hay hasta una Big band que casi no cabe en el escenario. Veo, en la placita en torno al ancla al principio del canal Nyhvan, a varias parejas de jóvenes y mayores bailar swim a los sones de un conjunto que toca al estilo bee bop. Llovizna a ratos desde hace horas, pero esta gente está acostumbrada, no les importa mojarse y casi no usan el paraguas. Se van uniendo más y más bailarines hasta que parecen las fiestas de cualquier pueblo. La mayoría sabe lo que se hace y no da un paso en falso, de lo que deduzco que por aquí debe de haber mucha afición a los bailes de salón. 

- En Christiania ya no se crían niños en régimen de comuna, como hace 50 años. Pero hay algunos, correteando o pedaleando por todas partes. Una de estas criaturas comete un error de cálculo, se me acerca demasiado por detrás y estampa su bici contra mí cuando voy caminando por el filo de una calle de terrizo. No me hace daño porque no llevaba velocidad. La peor parte en realidad se la lleva él, porque el movimiento de mis piernas al andar le hace perder el equilibrio, y cae al suelo bajo el peso de la bici. Le recojo, es un niño oriental muy endeblito que no creo que llegue a los siete años. No llora, pero se duele de una rodilla. El pobre me pide perdón apretando los dientes. Le pregunto si se ha hecho daño (pregunta retórica donde las haya) aunque a simple vista creo que se ha rozado un poco la rodilla y eso es todo. Donde están tus padres? Por allí, señala. Tienes que hacer sonar el timbre para avisar a la gente de que vienes por detrás, así aunque no te veamos, nos hacemos a un lado para dejarte pasar. Me mira un poco desconcertado. Le enseño donde está el timbre, y por su expresión me parece que acaba de descubrir lo que es y para qué sirve. Aparece un hermanito más pequeño, y se van los dos rodando la bici para buscar a su madre. Mi mente neurótica empieza a imaginarse que en breve aparecerá una mujer desmelenada en modo mamma italiana, aunque tenga los ojos rasgados. Y que me va a acusar de haberle roto el niño y lesionado la bici, o al revés. Me imagino al corrillo de hippies de la tercera edad a nuestro alrededor. Los posibles testigos del incidente son unos puretas totalmente fumados que no sé si habrán visto algo, pero que dudo que se pongan de mi parte ante el tribunal rastafari, que en mi imaginación me condena a comprarles, en desagravio, las artesanías horrorosas que venden. Siento espanto ante este panorama desolador, así que huyo cobardemente para hacer desaparecer mi presencia de la escena del crimen antes de que la criatura dé la voz de alarma.

- En Odense me paro a leer las cartelas que me informan de anécdotas sobre los lugares donde están colocadas. Me tomo la molestia de traducirlas del danés al español con la ayuda de Miss Google Lens, porque soy una cotilla retomada y porque no tengo otra cosa que hacer. Encuentro una bajo un enorme árbol y junto a una lápida muy gastada y fracturada. El texto se titula "La tumba del soldado español", y el contenido me deja un poco perpleja. 

Se explica que, tras bombardear Copenhague la flota de Nelson, Dinamarca no tuvo otro remedio que aliarse con Napoleón, y este envió sus tropas para luchar contra los ingleses. Hasta Odense llegó la soldadesca francesa y española (estábamos bajo dominio napoleónico) y se acantonaron allí, repartiéndose por distintos edificios de la población y hasta en casas de vecinos. Los lugareños andaban revolucionados con la presencia de tantos forasteros, y hasta el mismísimo Hans Christian Andersen, que era poco más que un bebé, decía recordar a "los extranjeros de piel oscura que hacían ruido en las calles" (los del ruido eran los españoles, seguro). Los posaderos parece que hicieron buenas ganancias en las tabernas, y hasta un espabilado empezó a vender un vocabulario con léxico básico en francés y en español, para que la gente de Odense se pudiera comunicar con los soldados. Pero esta cordialidad forzada y esta convivencia in vino veritas se truncó cuando un hombre, dueño de una destilería, quiso demostrarle a un soldado español el manejo de un fusil, pensando que estaba descargado. Lo que ocurrió puede imaginarse fácilmente: si bebes, no dispares. El destilero fue multado por su error fatal, y al español lo enterraron sus compañeros antes de marcharse. El infortunado se llamaba Don Agustín Mollón, y tanto su enterramiento como la lápida que lo cubre se han conservado hasta nuestros días, tras mover la tumba de sitio durante la expansión de la ciudad. Y a mí lo que me causa asombro de todo esto es el mimo con que se exhibe el objeto de estas largas y prolijas explicaciones. Odense no es ninguna aldea donde nunca haya ocurrido gran cosa, es la tercera ciudad de Dinamarca, con una gran historia y un valioso patrimonio. Cómo es que no ha pasado al olvido esta pequeña historia sin final feliz? Quizá es que después de 200 años aún les sigue remordiendo la conciencia?

- Mientras estoy leyendo la historia de la tumba se me acercan dos mozalbetes, y utilizo este término porque les aplica mucho mejor que la palabra jóvenes, dado lo atildado y acartonado de su aspecto. Son mormones, y ya se sabe lo rancias que resultan sus camisas blancas planchadas, con todos los botones abrochados y una plaquita negra con su nombre en la pechera. Me interpelan en danés, y les digo que soy extranjera. Nosotros también, me señalan en inglés, venimos de EE UU. A continuación se embarcan en la perorata habitual en estos casos, pero yo les saco unos treinta años largos y tengo el manejo de la situación. Muy sonriente les digo que no soy creyente, y que se lo hago saber nada más empezar porque así ahorran su tiempo y de paso el mío. Este discurso lo tengo muy ensayado porque se lo suelto en España a los testigos de Jehová, que me persiguen con cierta frecuencia por la calle. Con ellos funciona a medias, porque algunos  no cejan en su empeño de convertirme y salvar mi alma. Pero estos dos mormones vienen de los USA, donde prima el sentido práctico y el tiempo es oro. Me agradecen la sinceridad y me invitan a visitar su iglesia si es que siento curiosidad. Les respondo que sí que tengo curiosidad, pero por otra cosa: aparte de lo que están haciendo ahora, están aprovechando su estancia en Dinamarca para estudiar, o hacer algo más? Niegan con la cabeza. 

Nos despedimos tan amigos, pero me quedo con una sensación de lástima. Estos chicos me han comentado que llevan dos años en Dinamarca, y están todavía en edad universitaria. Los mormones les han traído hasta el otro lado del océano, pero les niegan la oportunidad de aprovechar la experiencia en su propio provecho como hacen otros jóvenes, ya sea estudiando, trabajando, viajando, conociendo gente diversa, divirtiéndose... En fin, que les han robado su juventud esos santos de los últimos días que nunca aparecen para tocar la trompeta del juicio final, que por cierto en sus templos es de oro macizo.

- En la pequeña isla de Slotsholmen, donde está el complejo palaciego de Christianborg, hay una serie de paneles con fotografías, frente a la maravillosa Biblioteca Real. Cuentan la historia del antes, durante y después de la ocupación nazi, que se produjo cuando  Dinamarca firmó un pacto de no agresión con el Tercer Reich que los nazis no respetaron. Yo había oído que el rey Christian X se había negado a ser el títere de Hitler y que hasta se enfrentó a este, diciéndole que si los judíos debían llevar una estrella de David en la manga, entonces todos los daneses, incluida la familia real, debían portarla también, porque los judíos de su país eran tan ciudadanos como cualquiera. Pero en estos paneles me entero de muchas más cosas: Christian X se paseaba a diario a caballo por Copenhague portando una bandera danesa, paseos que se convirtieron en un símbolo de la resistencia y la desobediencia contra el invasor, y que dieron mucha moral a los ciudadanos. Los nazis represaliaron a la población cortando el agua y la luz, y encarcelando y fusilando personas. 

Yo no sabía que Dinamarca fue el único país donde no se formaron guetos ni se deportó a los judíos, sino que la mayoría de daneses les escondieron, y en muchos casos se les intentó proteger llevándoles a la vecina Suecia, que era neutral. Cuando el Tercer Reich perdió la guerra, por un tiempo los británicos seguían bombardeando el territorio ocupado, y para salvaguardar la seguridad de los judíos evacuados, los pilotos aliados pidieron que se pintaran los autobuses de la Cruz Roja sueca de color blanco con una cruz roja bien visible, y así evitar hacer fuego amigo y dispararles por error. 

Dinamarca, al haber evitado ser bombardeada, no tuvo que reconstruirse, y eso le permitió una recuperación más rápida en la posguerra. He podido ver algunos barrios de los años cincuenta y desde luego son estupendos, mucho mejores que los de la misma época en España. 

- Hablando de bombas, saco a relucir que los efectos de algo que comí en Amsterdam y no me sentó bien se han venido conmigo, como compañeros fieles de viaje, por territorio holandés, alemán y danés. No es nada serio ni mucho menos, pero digamos que mi tripa es la caja de los truenos, y dejemos el resto a la imaginación. Menos mal que en todos estos lugares encuentro fácilmente WCs (de pago) que me solucionan el conflicto y me permiten dosificar a conveniencia el reparto de mi huella biológica por toda Europa. Estoy mayor.

- Los niños no me gustan. Son muy pesados, no se están quietos y no se cansan jamás de llamar la atención y de hacer ruido todo el tiempo. Y si son niños consentidos, me pongo en modo Herodes. Me topo con niños españoles en la catedral luterana de Roskilde, primer gótico escandinavo y patrimonio de la UNESCO, además de ser un monumento importante para los daneses porque ahí están enterrados 40 reyes y reinas. Se cobra la entrada porque es un real sitio, y se sobreentiende que hay que permanecer allí en actitud respetuosa, pero de todos modos un cartel te recuerda que estás en un lugar de culto y ruega silencio. En total hay unas mil tumbas en el recinto, muchas de ellas en el suelo que pisamos. Pues bien, la niña de una familia española, a la que calculo unos diez años, decide jugar a la rayuela saltando de tumba en tumba, y gritando a voz en cuello: Este se muriooó! Y este también se muriooó!! Los papás, que son treintañeros, la miran con total indiferencia, como si no fuera suya y no la conocieran de nada. Por supuesto ni se les pasa por la cabeza decirle que pare. El hermanito es el único que parece algo agobiado, y no me extraña, porque su hermana tiene una coloratura digna de una soprano, y su cántico lúdico-fúnebre resuena en la nave central con la potencia de los mejores coros de Haendel. Yo con los años me he convertido en una reñidora de niños casi profesional, una Señorita Rottenmeier con gafas redondas aunque sin moño. Me entran tentaciones de encararme con la sopranito esta, pero ay...  esos papás que tiene parece que son sordos, pero mudos desde luego no se iban a quedar ante mis protestas, y entre todos íbamos a montar en este recinto sagrado un griterío hispánico aún peor. Así que me muerdo la lengua, y menos mal, porque luego coincido con esta misma familia en el tren de vuelta. Divino tesorito. 

- En Odense me acerco al Museo de Arte Brandts, un edificio que, como es habitual en Dinamarca, ha sabido combinar de forma innovadora una parte más antigua con otra contemporánea. Frente a la entrada veo un monumento que consiste en una figura tocada con una gorra de visera que sostiene un disco en su mano alzada. Leo en el pie de la escultura la inscripción "La guerra termina si tú lo quieres". De la columna sobresale una paloma de la paz a punto de alzar el vuelo. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando alzo la vista para verle la cara a la estatua... me encuentro con Yoko Ono! WTF? Su presencia aquí me resulta de lo más desconcertante, hasta que recuerdo que lleva media vida ejerciendo de viuda de John Lennon, y lucrándose con ello de una forma que me parece profundamente cínica. Pregunto a Miss Google si es que este monumento a mayor gloria se lo ha costeado ella misma. Google me responde que se supone que la estatua es un homenaje a John Lennon, y que se diseñó un año después de su asesinato, que ha estado cambiando de emplazamiento y que últimamente viene siendo criticada porque hay quien opina que la figura de Yoko hace el saludo nazi. Esta mujer va sembrando la controversia por donde pasa, en carne mortal y también en su versión metalizada. 

- En el tren que me trae hasta Aarhus, se sienta frente a mí una familia danesa con tres niños pequeños. Todos ellos son muy rubios, incluyendo las cejas y las pestañas. Los niños tienen el pelo casi blanco, de puro rubio. Las criaturas están algo cohibidas al principio, pero luego toman confianza y como es natural dan bastante la lata, sobre todo el menor (de unos cuatro años), al que los padres casi gastan el nombre de tanto llamarle la atención para que se calle y se esté quieto. 

Ya he explicado la poca paciencia y el escaso tacto que tengo para con estos alevines de adulto. Sé que me deja en muy mal lugar, pero mi táctica para evitar tener que jugar largo rato con los peques es no tomar la iniciativa, sino esperar a que intenten aproximarse. Entonces les miro un momento y les digo "Holaaa!" con una leve sonrisa. Y eso es todo por mi parte. Los niños son más inteligentes que los adultos porque se mueven por instinto, y entienden perfectamente que no voy a hacerles ningún caso y que no vale la pena insistir. Si los padres están cerca y noto que la etiqueta social me obliga a esforzarme un poco más, a veces añado un "Qué mono/a!" Con un poco de suerte, eso basta. A veces las circunstancias no me son propicias, la familia exige más, y entonces intento cumplir lo mejor que puedo, con más voluntad que acierto... pero me bato en retirada en cuanto encuentro un resquicio. Los niños normalmente son un encanto y si les das cariño te lo devuelven multiplicado, pero digamos que no son mi compañía preferida. Aunque sí encuentro muy refrescante que aún no han aprendido a ser hipócritas, y por tanto dicen lo que piensan, tal cual. Es un rasgo que les redime a mis ojos. Soy un monstruo, lo sé.

Con la familia del tren mi método da resultado, porque los nórdicos son corteses y amables pero distantes, y con los desconocidos no requieren más atención que la justa y necesaria para un momento preciso con una funcionalidad concreta (un saludo, una pregunta). No son dados a eso que los ingleses llaman "small talk", o sea una charleta sin importancia tipo conversación de ascensor. Los papás me ignoran, y al cabo los niños también. Con lo cual, me dedico a mi pasatiempo preferido a bordo de un tren, que es observar tanto el paisaje del exterior como el paisanaje del interior. Pero al rato, empiezo a oír que la niña, la mayor, discute con los hermanitos y suelta un "Hala, qué morro" en perfecto español coloquial. Habré oído mal... pero no, lo acaba de repetir. Luego: "Ese no, que es mío". Al rato comienzan un juego, en el que ella les enseña palabras con la jota, como Alejandra, naranja... Los niños le piden el móvil a su madre, y se ponen a ver alguna película infantil doblada al español peninsular. Me mata la curiosidad, y termino preguntándole al padre, sentado frente a mí y que por cierto cumple con el tópico del nórdico guapérrimo, porque es un vikingo de muy buen ver. Me contesta que sus hijos saben español porque en la escuela de ocio donde acuden las actividades se dan en ese idioma, y por tanto los niños tienen asociados los juegos y los periodos de vacaciones a la lengua española. También me dice que los padres acuden cuando pueden a talleres en familia donde los monitores les ponen a jugar con sus hijos, y han terminado aprendiendo también algunas palabras y frases. 








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