Paso tres noches en Arnhem, cerca ya de la frontera con Alemania, porque he agotado mi tiempo en Amsterdam sin alejarme de la misma zona, y quiero explorar otras ciudades de Países Bajos. Dado que los precios de Amsterdam son de los más caros que he encontrado en todo el viaje, decido buscar un lugar menos turístico que me sirva de base para mis recorridos. Arnhem es ideal para este propósito, porque se puede llegar fácilmente a Utrecht y La Haya desde allí, y luego cruzar la frontera y proseguir camino hacia Hamburgo para continuar con la siguiente etapa, Copenhague.
- En Arnhem me alojo en una urbanización algo alejada del centro, en un chalet particular con su dueño dentro. Pero yo duermo en un pequeño pabellón del jardín, un estudio para invitados que cuenta con todo lo que pueda necesitar, incluida una lavadora a la que casi casi le doy un beso cuando la veo. Además, al lado de mi estudio hay un agradable rincón con suelo de gravilla y muebles de jardín bajo una pérgola, un espacio que ahora todos llamamos chill-out pero que antes era un porche de toda la vida.
Mi anfitrión es muy amable y tiene mucho mundo, se nota que está acostumbrado a tratar con todo tipo de gente. Debe de tener más o menos mi edad. Se aburre un poco, y tenemos largas conversaciones cuando vuelvo a casa y le cuento mis aventuras del día. Me cuenta que siempre ha trabajado en recursos humanos y con el tiempo llegó a tener su propia empresa de empleo, pero anhelaba un cambio de vida y terminó por dejarlo. Ahora vive a caballo entre su país y algunos países asiáticos, y se ha convertido en un nómada digital a tiempo parcial para procurarse libertad de movimientos. Alquila parte de su casa a expatriados desplazados por sus empresas durante varios meses. No le debe ir nada mal, porque la urbanización es de categoría. Está rideada de campo y junto a un río y cuenta con un parque infantil muy cuco con instalaciones de madera, donde un cabra muy aseada convive en aparente paz y armonía con los niños.
Claro que en toda esta zona el nivel de vida es estupendo, y la propia ciudad de Arnhem lo atestigua. Está situada entre dos ríos, y del tráfico fluvial proviene su riqueza desde la Edad Media. Aparte de su próspero pasado, en el s. XIX se convirtió en un lugar de moda como lugar de residencia de ricos plantadores de azúcar venidos de las colonias. Pero la Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. Los nazis construyeron un campo de concentración en las afueras. Y el puente sobre el río Nederrijn, hoy lugar de paseo donde hay dos playas fluviales, fue muy disputado entre el ejército aliado y el del Tercer Reich. Los soldados polacos abandonaron la misión, pero los británicos no cejaron e intentaron defenderlo sin conseguirlo del todo, porque los paracaídas habían caído demasiado lejos del objetivo a cubrir. La hazaña se cuenta en la película "Un puente lejano", y hay un museo sobre la guerra en las afueras, que me paso por alto.
El casco histórico logró conservar algunos bellos edificios originales, entre los que destaca el ayuntamiento, un palacio renacentista llamado "la casa de los demonios", porque estos malignos personajes sujetan las cornisas. También tiene una sala de conciertos llamada Musis Sacrum que es todo un ejemplo del entusiasmo arquitectónico de otras épocas más glamourosas.
- Desde Arnhem voy en tren hasta La Haya, capital administrativa de facto, donde hay una temperatura de 32°C con alta humedad. La ola de calor me impide disfrutar de la ciudad como hubiera querido, porque debo sentarme a descansar casa dos por tres. Pierdo la cuenta de todos los botes de bebidas que consumo, entre cafés, refrescos y bebidas isotónicas. En Holanda venden un agua embotellada con un complejo vitamínico muy completo, y se convierte en mi bebida preferida. Pero no doy mucho de mí, arrastro cuerpo y alma por esas calles, y a pesar del sol radiante, me instalo en la niebla cognitiva. Para empezar, soy incapaz de encontrar la oficina de turismo. Toda la ciudad parece estar en obras, y por algunos tramos no se puede pasar sin arriesgarse a que te enganche una bicicleta. Miss Google y yo no nos entendemos, y repito el mismo recorrido varias veces seguidas. Los parroquianos de las terrazas ya empiezan a reconocerme como una presencia familiar en sus vidas. Llega un momento en que me siento en el bordillo de una acera, en el parque frente al Binnenhof, uno de los centros administrativos de esta ciudad cuajada de ellos. Me voy sentando en los bancos de las plazas, en las cafeterías, en donde pillo. Cuando pasan las horas centrales del día consigo revivir un poco, y hago un recorrido por lo esencial. Lo que más me gusta, como siempre, es el ambientillo, y lo encuentro en la plaza del Plein y en Buitenhof. Veo frente al palacio del Noordeinde, uno de los que usa la familia real, una estatua ecuestre de Guillermo I, primer rey de los Países Bajos. Y en la placita de detrás, se encuentra como por casualidad un monumento a la reina Wilhemina. No ha tenido suerte esta reina con sus estatuas, porque esta es aún peor que la de Amsterdam: la representa como un bulto informe pero muy regordete.
Veo desde la verja el Palacio de la Paz, construido a este efecto tras la Primera Guerra Mundial y donde se aloja, entre otros organismos, el Tribunal de Justicia que tanto sale en los telediarios. Junto a la verja hay una llama eternamente encendida con un letrero que nos insta a pedir por la paz. La Haya casi no tiene canales porque fueron desecados en la expansión de la ciudad.
A la vuelta de La Haya, mi tren tiene que parar en el aeropuerto, porque el intenso calor le ha provocado una avería. Nos desalojan al andén, donde esperamos unos tres cuartos de hora hasta el siguiente tren, informados en todo momento por la pantalla y por megafonía sobre la situación. Las comparaciones son odiosas y me las guardo. Pero no todo es eficiencia en los ferrocarriles holandeses. Me he librado de una huelga del sector que ha habido unas semanas antes de llegar yo, y mi casero me informa de que las magníficas y modernas estaciones provocaron quejas en su día, por ser un dispendio desproporcionado.
- Al día siguiente voy a Utrecht. Pese a que hay 36°C de temperatura, corre el aire y lo soporto mejor. La ciudad me gusta mucho, le encuentro un atractivo que no supe ver en La Haya. En Utrecht se han firmado tratados importantes en la historia, entre ellos el que certificó la unión de los territorios de lo que con el tiempo serían los Países Bajos. También se firmó aquí el tratado que puso fin a la Guerra de Sucesión española y colocó a los Borbones franceses en el trono. Con esa firma perdimos la hegemonía del comercio maritimo, los territorios de la actual Bélgica, y numerosas posesiones en Italia, además de Gibraltar y Menorca. Sólo conseguimos recuperar esta última de manos de los ingleses, pero para entonces ya nos habían tomado la delantera en eso de los imperios, porque dominaban los mares de una forma un poco ejem, ejem.
Utrecht ha sido desde siempre el centro religioso de Holanda, formó parte de la Reforma protestante y aun hoy se encuentran allí templos de todas las denominaciones. Entro en una iglesia luterana, y a dos señores que hay allí acogiendo al que llega les explico que nunca había estado en una, y que es sólo la curiosidad la que me mueve. Se muestran encantadores conmigo, me explican que Utrecht es sede episcopal católica pero que hay muchas iglesias de las diferentes ramas del protestantismo. Me dirigen al templo católico de de Sta Catharinakatedraal, y a otros templos protestantes donde me pueden ofrecer una taza de café o té. Me regalan un plano con un recorrido, pero el intenso calor sólo me permite acercarme a un templo bautista y a otro menonita. Busco las ocho diferencias, como en los pasatiempos de la prensa escrita.
La torre de la catedral de Utrecht es la más alta de Holanda, y a su alrededor bulle toda la vida ciudadana. Los canales aquí tienen una curiosa configuración a dos niveles, el de la calle y otro a la altura de la superficie del agua, que antiguamente servía de muelle. Ahí abajo hay bancos, bares con terraza y hasta pequeñas viviendas. El canal principal se llama Oudegracht, y concentra toda la animación de una ciudad ya de por sí muy dinámica. Hay también una playa urbana montada sobre el margen del canal del antiguo puerto, y en plena ola de calor es una delicia ver y oír los chapuzones y ver a las canoas pasar, con su ocupante en pie haciendo equilibrios y ayudándose de la pala para avanzar.
También me gusta mucho el centro comercial y financiero moderno en torno a la estación central, es un espacio acogedor y alegre con edificios originales, uno de ellos hasta tiene una tetera gigante colocada sobre la azotea. El carácter ahorrativo y el sentido práctico de los holandeses se pone de manifiesto en muchos detalles, y en el principal centro comercial hay varios exponentes. Se venden, en un envase y a menor precio, los trozos rotos de las galletas típicas, las stroopwaffles, para aprovechar los excedentes. Y hay un precioso estanque que refleja el techo translúcido, pero es sólo una ilusión óptica porque se trata de una finísima lámina de agua, que requiere menos mantenimiento. En el WC, según la hora y por tanto la afluencia, se cobra diferente. Es decir, que la meada sale más cara cuando hay más cola, y por tanto el operario tiene más trabajo para limpiar.
Me despido del chalet en Arnhem y de Holanda entera, y atravieso la frontera alemana en un viaje que requiere cuatro trenes distintos. Mi casero ya me había advertido que el sistema ferroviario alemán no funciona bien, y efectivamente tengo algún contratiempo con los retrasos y las horas de espera, pero al fin llego a Hamburgo, que me va a servir de etapa de transición y descanso en mi camino hacia Copenhague.
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