23.11.24

El trayecto en tren ayer hasta Génova fue menos complicado de lo que había previsto. Al cruzar la frontera todo me resulta mucho más familiar, en cuanto le restamos el glamour a la ecuación y lo sustituimos por una mayor naturalidad . Desde las villas y los paseos marítimos de las localidades costeras,  hasta las estaciones y el propio tren, todo está gastado y a falta de mantenimiento. Las cautelosas fórmulas de cortesía se relajan, y algunos detalles incívicos me hacen sentir como en casa.

Atravesamos una ristra interminable de túneles, una obra de ingeniería impresionante que en tiempos pasados costó mucho, pero salvó la orografía para conectar toda esta costa de Liguria por vía férrea, en las estribaciones de los Apeninos. El mar luce de un azul intensísimo, con un horizonte claro. En otoño la humedad se reduce y por eso no hay calima. En algunos tramos, las cercanía de las olas  hace creer que casi llegan a salpicar las vías. La playa en los meses fríos se reencuentra consigo misma, hasta la siguiente invasión que traen consigo los calores. 

Llego a Génova en un día soleado pero muy frío y ventoso. Mi alojamiento (en España le llamaríamos pensión a estos hotelitos monoestrella)  está situado sobre un promontorio justo encima de las vías de la preciosa estación de Piazza del Príncipe. Desde mi ventana veo parte del puerto, un estilizado faro medieval, que llaman la Linterna, y un caserío multicolor aupado asimétricamente sobre un terreno muy escarpado. Es la imagen de marca de esta ciudad, y resulta una panorámica extraordinaria, que es un disfrute para la vista y un esfuerzo extra para las piernas, porque todas esas  empinadas cuestas hay que subirlas trepando por los omnipresentes escalones.

Doy mi primer paseo sin rumbo, guiándome por mi intuición y mi capricho. En Génova esto no tiene gran mérito, dado que la ciudad antigua se asienta sobre una estrecha franja de terreno, y yo parto de un extremo, por lo que todas las calles me dirigen hacia el otro. En la Vía Balbi me topo con los primeros palazzos, todos bellísimos y en diverso grado de decadencia, lo que les aporta un toque de gran señoría trasnochada. Accedo a los patios, subo las escalinatas y alzo la vista para observar las fachadas. Un grupo de estudiantes se ríe de mí porque miro hacia arriba con la boca abierta. Pero es que no es para menos. Más adelante, en la Vía Garibaldi, veo a muchos observar también con la boca abierta los imponentes palazzos, y me sonrío yo también. La estrechez de las calles y la falta de perspectiva obliga a doblar la nuca para poder contemplar los edificios. 

Esta Vía Garibaldi o Strada Nuova contiene más de una docena de mansiones de las grandes familias de la aristocracia genovesa en la época entre el renacimiento tardío y el primer barroco (en total los Palazzi del Rolli son unas cien mansiones repartidas por todo el caso histórico). Ante tanto poderío artístico, económico y monumental no cabe sino detenerse humildemente y lanzar algún suspiro de admiración. En realidad en todo el centro abundan los edificios históricos, con sus galerías altas, sus frontispicios y artesonados, sus bajorelieves y sus ventanales de diversos tonos, a veces decorados con frescos y trampantojos en sus fachadas. Por no hablar de los patios, que invariablemente contienen valiosas obras de arte, fuentes, columnatas, esculturas, frescos... Ante tal abundancia no sé sabe cuál tiene más mérito o mejor gusto. Abruma un poco.

El contraste con el largo paseo que bordea el puerto no podía ser más llamativo. Es una zona degradada, poblada en la oscuridad por inmigrantes del sudeste asiático, y sobre todo latinos se reúnen allí para beber, y los restos de esas reuniones están bien visibles por el suelo. También veo muchas prostitutas africanas, y sobre todo caribeñas por las callejas anejas, a las que se accede por unos escalones mugrientos. Qué vida más dura deben de llevar unos y otras.

Al caer la tarde, las calles del casco histórico, y luego de la zona comercial, bullen con la actividad propia del inicio del fin de semana. Esa jovialidad propia de estas tierras, y eso que al ser norteños no son tan expresivos como cuando se desciende por la bota hasta el tacón. En un mercado tradicional por detrás de la Vía XX Setembre escucho con placer las conversaciones. El acento local es suave y melodioso, delicadísimo. La lengua italiana es la más bella que existe. 

La catedral medieval de San Lorenzo, que por fuera es magnífica y luce las franjas grises y blancas típicas de Liguria y Toscana, tiene un interior que, lamento decir, no me gusta nada. Quisieron comenzar cosas nuevas en distintas épocas y en todas ellas se quedaron a la mitad. En cambio, la cercana iglesia jesuítica de Gesú, cercana al Palazzo Ducal, me ha gustado mucho, con sus marmoles, sus suelos de petre dure y sobre todo sus dos Rubens. Parece que pasó aquí largas temporadas como pintor de la corte del Duque de Mantua. 

Notas:

- De camino a la frontera desde Niza, el tren se detiene en la estación de Montecarlo unos momentos. Pienso en cómo los habitantes más privilegiados de esta rocalla de tres metros cuadrados tienen el reto diario de inventar algo nuevo para no aburrirse, que es el gran drama vital de los multimillonarios. Claro que aquí los únicos que, literalmente, pueden decir con total propiedad que se aburren soberanamente son Sus Altezas Serenísimas. En la lejanía, Montecarlo me parece un Benidorm con el gallo alzado pero encogido de tamaño. No disimulo mi falta de empatía con este lugar del mundo. Queda claro una vez más que estoy llena de prejuicios. 

- Al llegar a Génova me siento como en casa, cosa que me ocurre siempre que visito algún lugar de Italia. Hay algo en el cálido carácter italiano que rezuma una familiaridad muy estrecha con el español, una especie de forma espontánea de saltarse las normas, salvo las de las tradiciones establecidas. 

En mi caso hay un matiz: aquí me siento "como" en casa. Pero cuando voy a Irlanda sé, de una forma inexplicablemente atávica, que estoy "en" mi casa. Es un instinto que a mí, que me gusta razonarlo todo, me asombra y al que no encuentro ninguna explicación lógica. Mi familia paterna es montañesa, y según parece hay algún regusto celta por allí arriba... 

- En mi opinión, Francia es la chica guapa y lista de Europa, preocupada por lucir siempre bien arreglada. Pero Italia, por contraste, es esa gran belleza eterna incontestable, que no necesita siquiera peinarse ni vestirse ni calzarse. Y luego está el temperamento. Creo que fue Jean Cocteau quien dijo que los italianos son franceses de buen humor. 

- En el puerto está atracado un galeón barroco. En el mascarón de proa destaca un Neptuno despatarrado que más bien me parece un ninot de las fallas (mi humilde opinión, por supuesto). Ignoro si es el original o una creación. 

- En Italia me reencuentro, con gran emoción, con el bidé en el cuarto de baño. Qué gran ironía que este invento francés brille por su ausencia en Francia. 

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