25.11.24

 Al final llegué a mi destino, Riomaggiore, con una hora de retraso. Me preocupaba no poder contactar desde el tren con el dueño de la habitación que he alquilado. Pero me inquieté mucho más cuando vi la ruta a pie de cinco minutos que me proponía Miss Google para llegar hasta allí. El itinerario estaba superpuesto a unas barranqueras y pasaba por encima de los tejados de las casas... Luego, sobre el terreno, me di cuenta de que se trataba de un túnel peatonal excavado en la roca. 

El pueblo es básicamente una cuesta abajo hacia el diminuto puerto, flanqueada por  paredes escarpadas, con bancales donde se ven viñedos, chumberas y cañas. Por la pendiente baja (o sube) una única calle propiamente dicha, porque el resto son cuestas a las que se accede por escalones de piedra. Las paredes de la garganta, que se abren como una hendidura en el acantilado, están horadadas con las cicatrices del desgaste de siglos, y también del ingente trabajo de ingeniería para poder construir los puentes, los túneles y las vías férreas que dan acceso a este pueblo perdido en el tiempo y casi en el espacio. El conjunto es impresionante, con las coloridas casas  colgantes superpuestas, aupadas desordenadamente unas sobre los hombros de las otras, y como derramadas por las laderas. No sé sabe qué impresiona más, si el núcleo urbano resbalando cuesta abajo para mojarse los pies en el mar, o el mar alzándose sobre las rocas para lamer los pies de las casas. 

Visito tras la puesta de sol el pueblo contiguo, Manarola, y es similar. Solo que en la oscuridad, sus casas recuerdan a un belén de los que tenían lucecitas en las ventanas para aumentar la ilusión de los niños por la noche. Su puerto no es que sea pequeño, es que es inexistente, y a falta de playa, los dueños de las barcas de remo las suben por la pendiente hasta la mismísima puerta de su casa. Imagino el valor y la destreza de estos pescadores para afrontar un mar embravecido, que lleva toda la vida intentando lanzar sus frágiles barcas a despedazarse contra las rocas. 

Notas:

- He intentado cenar en la mesita de la maravillosa terraza, aprovechando las temperatura templadas al abrigo de los montes.  Pero al tercer bocado, ha empezado a llover. Mansamente, eso sí. Por aquí, hasta ahora, la lluvia cae con cortesía y buenas maneras. No sé cuándo empezará a tomarse más confianza según se nos eche encima el invierno, y empiece a descargar con toda su furia. Esta lluvia de hoy me regala un olor delicioso a higueras y a tierra mojada, así que la perdono de todo corazón. 

- Mañana a la luz del día veré el resto de pueblos, a cual más hermoso. También he visto desde el tren unas villas preciosas y elegantísimas antes de entrar en Cinque Terre, y me gustaría poder acercarme. El trayecto en tren no es largo. .

- Si no me curo en estos pueblos de mi vértigo y de mi fobia a bajar escalones... entonces ya no hay esperanza para mí. De momento, el tratamiento de choque marcha bien. Pero agarrándome a todo como una posesa. Tengo más agujetas en las manos que en las piernas.

Anecdotario:

- El dueño de la habitación que he alquilado me ha tenido que venir a buscar a medio camino, porque al llegar  a Riomaggiore he tenido el desacierto de perderme por la única calle del pueblo. Era incapaz de encontrar su casa y además me costaba mucho rodar la maleta pendiente arriba. Yo estaba muy agobiada, y él muerto de risa. Que por qué no había cogido el ascensor desde la estación, que así me habría ahorrado ir empujando el equipaje... Qué rabia me da que, para una vez que mis plegarias son escuchadas y me ponen un ascensor en plena madre naturaleza... voy yo y ni lo veo! Menos mal que mi huésped carga con mi maleta, (mientras habla por lo codos, para mayor mérito).

El chico es un tipo encantador. Expansivo, amigable. Y su casa es como un dúplex invertido, con una de las paredes perteneciente a la roca, y con un balcón que no da al mar, sino a los bancales, a los tejados y a la torre de la iglesia. Es un pequeño paraíso alejado de todo, un Brigadoon italiano.

- Fuera de temporada, en los meses fríos, bajo la lluvia y a merced del viento, el turista que sigue inasequible al desaliento, fiel a la causa y dispuesto a cumplir el objetivo marcado, con todo entusiasmo y sin cansancio aparente, ese es el turista oriental. Y rodeada de varios grupos de orientales me he pasado la tarde (no me han parecido japoneses, pero tampoco es que yo los distinga del todo). 

Una de entre ellos, joven y guapa, estaba en lo alto de un mirador haciéndose selfies. No parecía quedar satisfecha con el resultado, y posaba y posaba. La magnífica perspectiva me tenía embelesada y por eso me detuve demasiado rato a su lado, hasta que caí en la cuenta y quise alejarme, pero ya era tarde... ocurrió lo inevitable, y es que tuve que negarme a hacerle una foto. Porque sabía que no iba a ser sólo una. Aún me acuerdo de la señora del claustro de Avignon, hay lecciones que se aprenden para toda la vida. La pobre chica no podía concebir que mi maldad de corazón le negara algo tan sencillo, que para ella era tan natural como el respirar. Miró el helado que yo me estaba tomando y me dijo Ah, you're busy! Tuve la hipocresía de asentir, como si el tener una mano ocupada fuera suficiente excusa. El caso es que luego, de lejos, vi que había convencido a una chica árabe para que le hiciera fotos durante largo rato, en multitud de posturas y desde todos los ángulos posibles. Y más tarde, desde otro mirador más lejano, alcancé a verlas despedirse con un abrazo que me pareció sincero. Es más, aún abrazadas por la cintura, le pidieron a una señora que pasaba que les hiciera otra foto juntas ... no sé si es contagioso, o qué.


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