Voy a pasar tres días en Marsella. Tenía previstos sólo dos, pero un despiste muy propio de mí hace que haya reservado habitación en el albergue en días alternos, y para cuando he caído en la cuenta, la hora de la cancelación gratuita ya había pasado. Cabecita loca! No me importa gran cosa, me va a servir de descanso y el día de propina lo invertiré en alguna excursión por los alrededores. Además, las instalaciones son modernas y tengo acceso a la cocina y a la lavandería. Llegó la hora de la colada.
Hasta ahora, en ciudades más pequeñas, me procuraba un alojamiento muy céntrico, para ahorrar tiempo y dinero en transporte, y con la comodidad añadida de que, en caso de necesidad física, podía subir en un momento a hacer pipí chez moi. Marsella es enorme y eso aquí no es posible, pero en cambio estoy en La Joliette, antigua zona industrial reconvertida, a sólo 15 minutos andando de la antigua estación de Saint Charles (con una escalinata de entrada imponente).
Yo prefiero alojarme en edificios antiguos con personalidad y encanto en calles pintorescas del casco histórico, pero nunca tienen ascensor y en cambio incluyen impepinablemente una escalera temeraria. Hace dos días, en Aix, alquilé una habitación a tres minutos del Hôtel de Ville, y como la placa con el número de la calle estaba entre dos portales en plan "ni para ti ni para mí", terminé cargando la maleta hasta un tercer piso por la escalera de la muerte equivocada. Desde donde tuve que bajarla para repetir la misma operación en el edificio contiguo. En mi mundo interior de ensoñaciones peliculeras, pernoctando en estos vetustos caserones desvencijados me llego a convencer de que estoy viviendo la vie bohème. En el mundo real, me estoy dando una paliza de padre y muy señor mío subiendo y bajando mi equipaje.
Están haciendo días muy ventosos, aunque soleados (soleá, según el dialecto marsellés, que yo no comprendo, porque hablan rápido y se comen la sílaba final, aparte de que el peculiar léxico mezcla palabras italianas y árabes). Ayer deambulé por el encantador Puerto Viejo, y siguiendo a la masa de paseantes llegué a contemplar una preciosa puesta de sol en la Playa de los Catalanes, que es muy pequeña y no puede rivalizar con las hermosas calas más alejadas. Paero está céntrica y un domingo al atardecer rebosa de la característica ansia de vivir de los marselleses. Se llama así porque unos pescadores catalanes se instalaron allí aprovechando que la zona había quedado vacía tras una epidemia de peste. En El Conde de Montecristo, la enamorada del protagonista se llama Mercedes porque es descendiente de estos emprendedores paisanos.
Hoy he hecho una excursión en ferry hasta las preciosas islas Frioul, siendo una de ellas precisamente la que alberga el castillo de If, la fortaleza penitenciaria donde Edmundo Dantés es encarcelado injustamente y desde donde trama punto por punto su terrible venganza. El mar estaba bastante picado y el imponente castillo resultaba sobrecogedor, no sé cómo he retenido el almuerzo con tanto vaivén y con tanta emoción. En las islas, he triscado alegremente cual cabrita, loca perdida, por cuestas pedregosas y a dos palmos de las gaviotas, suspendidas sobre mi cabeza en pleno vendaval. Disfrutando de una doble vista panorámica, con Marsella entera a un lado y el mar abierto al otro. Para mí, que estoy acostumbrada a pisar sobre el asfalto, ha sido toda una proeza. El toque urbano añadido lo proporciona la bolsa del Monoprix que llevo al hombro, que los excursionistas equipados estilo montañero miran de reojo. No aprendo.
He aprovechado para saludar al mar del que llevo el nombre, de tú a tú. Y el mar por toda respuesta me ha salpicado con una risotada de espuma y salitre. "Qué es esa gota en el viento que le grita al mar: Soy el mar?" Ay Antonio Machado, tú sí que eres el oráculo de los dioses.
He completado el día ascendiendo en un trenecito por pendientes vertiginosas hasta la basílica de Notre Dame de la Garde, que domina la ciudad entera. Es de ese estilo neo bizantino que tan de moda estuvo a finales del XIX, y forma un conjunto con la imponente catedral, junto al puerto nuevo, que también exhibe las mismas trazas. Nunca me ha gustado ese estilo, pero reconozco que el interior de ambos templos es apabullante, con sus teselas de colorines.
En la basílica, me enternecen los exvotos de los marinos: llenan las paredes multitud de cuadros de barcos salvados de un naufragio, hay lápidas agradeciendo a la virgen su protección, y lo mejor son los cordeles suspendidos del techo con maquetas de barcos, hasta de un helicóptero y un avión. Comprendo muy bien que el miedo necesita un asidero en tiempos de incertidumbre, pero hasta ahí llega mi capacidad de comprensión.
También me conmueve, y no sé por qué porque no soy creyente, el respeto y el cuidado ceremonial con el que una pareja de japoneses enciende una vela dentro del templo y medita, bajando la cabeza, frente a la imagen de un santo que en teoría debería serles ajeno. Los sentimientos son universales, y la religión desde luego es un sentimiento.
Las vistas de Marsella al atardecer desde lo alto son impresionantes. La gran masa compacta de edificaciones casi se me antoja tan inmensa como el ancho mar al que se enfrenta y del que subsiste. Se va descendiendo hasta el centro por La Corniche, el barrio más elegante, donde aún lucen las mansiones de los ricos navieros de otros tiempos, muchas de ellas rematadas por una torre acristalada desde donde poder divisar el tráfico de sus buques en el puerto. Como en Cádiz.
Marsella, de hecho, me recuerda en por momentos a Barcelona, a Málaga, a Nápoles, a Estambul. Y a cualquier puerto mediterráneo que pueda ofrecer al visitante los mayores contrastes entre la belleza y el espanto, las riquezas y la miseria, la corrupción y la devoción. Son ciudades vivas, llenas de contrates, con una personalidad arrolladora y desafiante. Con un patrimonio histórico de gran valía. Con unas zonas elegantísimas y otras sucias y degradadas que, si no se es muy impresionable, hay que abrazar con cariño y comprensión para paladearlas en toda su esencia. Porque en ellas se práctica el feísmo, y eso es un gusto adquirido.
La milenaria Marsella es todo esto y más. La vibrante segunda metrópoli de Francia, construida a retazos desde la antigüedad a nuestros días, compuesta de lo mejor y lo peor, con un pasado glorioso echado a perder pero que nunca se hunde, que reflota una y otra vez, como recientemente, cuando fue Capital Europea de la Cultura y aprovecharon para remodelar grandes áreas de su puerto nuevo y otras barriadas anejas con edificios modernísimos y equipamientos a la última. Aquí mucha gente se come la vida a mordiscos. Yo me marcharé en 48 horas y no recibiré ninguna dentellada, por eso estoy encantada de estar aquí. Es impagable el espectáculo de esta gente vitalista, venida de todas partes y amalgamada como una riada que desemboca en el mar, con todo tipo de restos flotando en su cauce, arrasando con todo a su paso.
Notas:
- Mi maleta puede rodar sin obstáculos por la superficie pulida de las aceras en las calles principales. No quepo en mí de gozo.
- Abundan las tiendas de comida armenia y corsa. A simple vista me recuerda la turca o la griega. Todo está emparentado en este mediterráneo nuestro.
- También aquí abundan los habituales santos, vírgenes y Cristos que adornan las esquinas subidos a unas pechinas. Muchas están vacías, y la creatividad local las rellena con soluciones imaginativas. Las plantas me parecen las más adecuadas. Ay, el horror vacui de los pueblos meridionales!
- Cruzar la calle en Marsella es todo una arte. Aparentemente es un deporte de riesgo, pero con un poco de práctica se llega a intuir que existe un pacto de no agresión oculto bajo el caos. Sólo basta con ignorar la mayoría de semáforos y seguir a los locales en sus derroteros.
- Hay recuerdos por todas partes del poeta Mistral, pero también del escritor y cineasta marsellés Émile Paignol, cuyos recuerdos de infancia retratan de forma amable los tipos y ambientes característicos de estas tierras.
- En toda esta región se juega a la petanca en los parques, hay tiendas especializadas en las boules, y hasta boulodromes donde se práctica este juego tan querido por los franceses.
Anecdotario:
- Antes de cumplir con esos recorridos de rigor, por la mañana quise salirme del camino trillado y explorar un poco por mi cuenta, ignorando el plano. Por pura casualidad, mi paseo desnortado y sin rumbo me llevó hasta la puerta de Aix. Quise acercarme a ese monumental arco para observar de cerca los bajorrelieves, pero el fuerte olor a orines me lo impidió. Lo interpreté como una señal de que al otro lado del arco me esperaba un barrio interesante y una realidad alternativa. De modo que seguí subiendo por las callejas, y mi curiosidad fue rápidamente recompensada con lo siguiente: la visión de una gran rata despanzurrada sobre la calzada, aceras mugrientas, fachadas desconchadas, casas apuntaladas, los escaparates con los trajes de novia y de fiesta más horripilantes que he visto en toda mi vida, una mezquita cochambrosa, algunos hombres árabes pendientes de cada paso que yo daba, y mucho trapicheo de papelinas y de pastillas sin el mas mínimo disimulo. Uno chico incluso hizo ademán de querer ofrecerme su mercancía. Imagino que para él esa era la única explicación de mi presencia allí. Me di cuenta un poco tarde de que mi gorrito de punto a juego con mi bufanda y mis guantes de El Corte Inglés me delataban, de modo que decidí retornar a mi hábitat natural y dejé atrás el ecosistema de los desclasados que se buscan la vida como pueden en un entorno hostil. Pero sé que en esas calles se aprende lo que ninguna universidad puede enseñarte sobre la condición humana. Y me considero una ignorante.
- La vida siempre te ofrece contrastes, y yo lo he tenido al final del día paseando por el peculiar barrio de Le Panier, con sus callejas estrechas y empinadas, sus descoloridas fachadas de tonos pastel, sus características escalinatas y sus talleres de artistas y artesanos bohemios. Aquí se considera que subsiste la esencia de la antigua Marsella, ya que es, dentro del casco histórico, de lo poco que respetaron los bombardeos nazis. El barrio resulta encantador, con un pintoresquismo un poco forzado pero rebosante de simpatía. Los vecinos han decorado muchas travesías con grandes macetones y con todo tipo de muebles y objetos viejos que han bajado de su casa y que gozan de una segunda oportunidad sobre la calzada. Porque las mesas, las sillas, los sillones y los butacones desvencijados son utilizados para reunirse allí a conversar al atardecer, antes de retirarse. Me ha recordado varias escenas de la película Borsalino, de mis admirados Delon y Belmondo. En ella las prostitutas, sentadas en estos mismos escalones, intercambian cotilleos sobre la rivalidad de las bandas de gangsters locales durante los años 30s. La ficción emulando a la realidad, pero en tono amable. Similar diferencia de tono entre el barrio del arco triunfal de la plaza de Jules-Guesde que que visité esta mañana, con toda la degradación que trae consigo el tráfico de drogas, y este otro barrio convertido en un agradable pasatiempo apto pata todos los públicos. Los dos retienen su esencia, pero con matices.
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