Me acerco al pueblo costero de Cassis, sólo a 20 minutos por ferrocarril desde Marsella. En el camino a la estación St Charles a primera hora, veo muchos cafetines árabes con sus terrazas llenas de hombres. A mi llegada hace dos días, ya avanzada la tarde, estaban exactamente igual. Se diría que han acampado ahí.
El pueblo costero de Cassis dista 3,5 kilómetros de la estación. Decido caminar esa distancia en vez de coger el autobús, ya que el camino hasta el mar es cuesta abajo y va bordeando unas pequeñas explotaciones vinícolas familiares, que se llaman Clos, con sus casonas tradicionales en tonos ocres, rosados y anaranjados, con sus contraventanas azul claro y sus hileras de cipreses. El colorido cambiante del paisaje es delicioso bajo el radiante sol del otoño sureño. El sendero junto a la carretera está bordeado de pinares y olivos, y se va pasando justo al borde de estas viñas que, al parecer, dan una uva negra fuerte muy característica. También elaboran aquí el famoso licor de cassis, a base de grosella, que yo probé ayer pero en forma de sorbete.
Llegando al pueblo, el caserío se compone de alegres villas de veraneo, la mayoría tradicionales, con sus jardines aún florecidos por la benignidad del clima. En el casco histórico me reencuentro con las bellas fachadas de tonos pastel que dejé atrás en Arles y Aix, con el añadido de que en el puerto de Cassis la luz restallante del mar las hermosea aún más. Algunos pescadores venden su mercancía a pie de barco, en unos puestecitos bajo unas sombrillas, y ahí mismo, con el traje de neopreno aún puesto, limpian los pulpos y demás pescado ante los clientes y los dueños de las terrazas contiguas, desde donde el público que se está tomando el aperitivo puede calibrar de un vistazo qué le van a servir en un rato para el almuerzo.
El resto del pueblo es tan bonito y está tan pulcramente cuidado que resulta imposible no enamorarse del lugar, aunque parezca un bello decorado. Creo que este debe de ser el sitio perfecto para pasar un invierno al abrigo de la realidad, siempre tan fría y tozuda ella.
Anecdotario:
- Me voy acercando a los pequeños pesqueros, y en esa zona del puerto veo una pareja asomándose al borde del agua y observando algo con mucha atención. Cuando me acerco, compruebo que se trata de un pez de mediano tamaño que evoluciona con torpeza sin conseguir avanzar para alejarse. El hombre me explica que se lo ha encontrado en el suelo, seguramente habrá caído de la carga recién desembarcada de algún pesquero, y lo ha tirado al agua. Su mujer está preocupada por si el animal conseguirá sobrevivir. Al poco rato parece que el animalito consigue sobreponerse, hecho que celebramos los tres con aplausos. Les digo que han realizado su buena acción del día, pero que ahora sería una lástima que, tras este salvamento tan emocionante, lo volvieran a pescar al día siguiente. La señora me responde, entre risas, que un día más de vida siempre merece la pena.
Notas:
- Llego a la playa, dominada por un acantilado de enorme altura, el Cap Canaille, con una fortaleza en lo alto. Las calas aquí se llaman calanques, y esta es preciosa. El mar no podría lucir más azul.
- Callejeando, encuentro una boulangerie donde compro una tartaleta de la que he olvidado el nombre. A base de cebolla confitada, olivas y anchoa. Riquísima. Me resisto en cambio a probar la bullabesa local por cuestiones de presupuesto y también de tiempo, y eso que últimamente me he aficionado al pescado. Tampoco sé cómo le va a sentar a mi colon, que se irrita con facilidad, igual que su propietaria.
- De regreso a Marsella por la tarde, decido cambiar de opinión y probar el tan aclamado pastis. En el museo donde de muestra la elaboración del pastis, como parte integrante de la Maison Yellow que la tradicional marca Ricard ha abierto en el complejo Le Docks, en la modernísima zona junto al puerto nuevo. El pastis está muy bueno, pero mi paladar está desafinado y no encuentra las ocho diferencias con una palomita de toda la vida. Gente muy sofisticada puebla este bar de diseño, y me temo que doy la nota discordante, pero me da igual porque de pronto me siento muy contenta y feliz.
- Un tranvía me acerca a la monumental fuente del parque Longchamp, en una zona muy elegante de la ciudad, con sus anchos bulevares y sus edificios haussmanianos, como los de París. El parque es maravilloso y la fuente que le da acceso es sin duda impresionante. Pero tiene mucho de todo. Es decir, que para mi gusto le sobran cosas. Cuáles, no lo sabría decir. Pero creo que son demasiadas. Quizá pararon cuando comprobaron que no le cabía nada más. Estoy en plena digestión del pastis. Será eso más bien, y a la fuente no le pasa nada.
Hoy salgo para Niza, para echarle una ojeada a la Costa Azul más lujosa y afamada. Antes de la salida de mi tren, me da tiempo a explorar La Cannabiere y La Blancarde, bonitos barrios. Estoy tentada de acercarme a Castellane en tranvía,aunque he leído que tiene mala prensa. Al final voy, pero sin bajarme.
Cojo el tranvía junto al puerto nuevo. Me gustan mucho los esificios modernos de esa zona recuperada, me parece que recrean con mucha elegancia a los del centro. En el puerto están atracados varios cruceros de tamaño monstruoso. Justo ahora comienzan a esparcir su cargo de turistas por estas calles, bien organizados en grupos. Uno de ellos está guiado por un chico que sostiene un cartel que reza Viking Star, y yo al principio he pensado que, con tan curioso nombre, se trataba de una secta esotérica de esas que veneran a las deidades de la mitología nórdica.
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