Bolzano me agrada de tal modo que decido quedarme aquí más tiempo del previsto, y retrasar mi visita a Bressanone. Así esquivo en lo posible las cancelaciones de los trenes hasta Verona, justo este fin de semana, por obras de mejora en la línea férrera.
El día de hoy ha resultado muy soleado y también muy frío, con temperaturas bajo cero. Desde el tren voy viendo los Dolomitas (o Alpes del sur), que hemos ido bordeando todo el camino. Cuando hace días otro tren me llevó desde la llanura padana a los lagos, atravesamos los Apeninos, pero fue un túnel muy largo y al poco rato ya estábamos al otro lado. Hoy en cambio, esta cadena de macizos montañosos nos han hecho compañía todo el viaje. A sus pies he visto muchos viñedos (parece que el vino de Trentino es famoso, yo no lo sabía). Las cepas están cubiertas con redes, imagino que para protegerlas de las inclemencias del invierno. No soy capaz de identificar los manzanos y eso que los busco, porque de las famosas manzanas del Alto Adige sí que tengo noticia, ya que mi súper de confianza las vende. A partir de Trento, las casitas de campo ya son plenamente aplinas. Y al llegar a Bolzano...
Lo primero que destaca, sobre un cielo azulísimo, son los Alpes ya nevados. Éxtais. Lo segundo, que todo alrededor de la estación está impracticable por culpa de las obras. Desesperación.
A Miss Google sus jefes, allá en Silicon Valley, no la han avisado de esta pequeña gran contrariedad, y me lanza instrucciones alegremente para que cruce por allí, y tuerza por allá... qué atrevida es la ignorancia. La mando a la mierda para desahogarme, pero comprendo que tampoco es culpa suya en realidad, más bien cabezonería por mi parte. Avanzo y retrocedo en círculos. Llega un momento en que yo y mi maleta nos encontramos subidas a una isla de tráfico con un bordillo altísimo, rodeadas por vallas y camiones que cargan escombros... No hay un taxi a la vista. Deshago penosamente cada paso dado, y me vuelvo al punto de partida, la estación. Allí hay un par de taxis sin conductor... Forse é l'hora del pranzo? Es que se han ido a almorzar? Al fin veo un taxi con una taxista al volante. En el asiento del copiloto ha colocado la bolsa de la compra. Me acerco a la ventanilla y recibo una mirada aviesa. Me abre el maletero de mala gana, y cuando le anuncio mi destino resopla (sé por Miss Google que en realidad está a 17 minutos andando). Llegamos al albergue, y le pregunto si puedo pagar con tarjeta. Reacciona como si le hubiera mentado a su madre. Assolutamente no, per 9 euro! Me despide con asco y desdén, y yo me hago la tonta para cabrearla aún más. Espero que se le pegue el guiso que tanta prisa parece que tiene por preparar.
A pesar de haberme topado con la tipa más borde de todo Bolzano, se me pasa el mal humor cuando entro en el albergue, porque allí vuelvo a sumergirme en el maravilloso mundo de las sonrisas felices. No serán del todo sinceras, pero me resultan más cómodas.
Le llamo albergue, pero en realidad es un colegio mayor privado de nueva construcción, para los universitarios extranjeros (muchos, Erasmus españoles) que no encuentran alquiler. Lo he conseguido a través de la oferta del programa de fidelización de una plataforma, pero una larga estancia aquí sale carísima, y eso que lo gestiona una fundación. No le falta de nada a estos mini estudios territorio IKEA, con todas las comodidades, pensados para jóvenes (ay, divino tesoro). Soy la primera inquilina de mi habitación en la planta décima, y todos los electrodomésticos, la vajilla y la ropa de cama y de baño están sin usar. No hay toiletries, pero sí productos de limpieza porque, me recalcan, se supone que cada estudiante es responsable de su habitación. Yo hace años que no estudio y podría ejercer de abuela de todos ellos, pero acato las órdenes. Es como estrenar piso propio, y con vistas a los montes nevados y al río!
Mantengo una charla muy agradable en recepción, y la chica me pregunta si he venido por el Mercatini di Natale. Pues no, no tenía ni idea, cuéntame. Me recomienda que no me lo pierda porque viene gente de toda Europa para verlo... me da vergüenza confesarle que soy una de esas personalidades cenizo-sieso que odia la Navidad. La odio porque me parece que se ha convertido en una horterada insufrible. Porque me ponen triste las ausencias de mis padres. Y porque se ha desvirtuado completamente el sentido de la festividad, relegando al Niño Jesús a un papel secundario en su propia película. Los ateos, a veces, también salimos en defensa de las tradiciones religiosas. Las respetamos como algo ajeno a nosotros, pero importante para mucha gente y que hay que preservar como herencia cultural.
Pero reconozco que me gusta ver cosas bonitas, y este mercadillo navideño de la Piazza Walther es una preciosidad. Allí me topo con el mismísimo Saint Niklaus (con k), el santo fetén, no el hortera de Santa, que todos sabemos que en realidad vende Coca-Cola. El tradicional Saint Niklaus, celebrado en Centro Europa, fue un obispo que desembarcó en Holanda, y lo que les traía a los niños como regalo eran naranjas y mandarinas de España, ahí queda eso! Este Niklaus en concreto se baja de un coche, acompañado de una secretaria con alas angélicas y un pastorcillo. Trastean en el maletero, y sacan de allí todo su ajuar de santidad: la mitra y un bastón alto dorado que caracolea y que leo que se llama cayado. La secre le recoloca a su jefe la capa roja y la larga barba blanca rizada, y los tres llaman al timbre de un piso particular. Echándole imaginación, debe de haber allí un niño impedido y encamado al que sus papás le han preparado esta sorpresa...
El mercadillo lo amenizan unos trombones que tocan en vivo villancicos germánicos. Suenan auténticos, nada que ver con el hilo musical de tonadas hollywoodienses. Está muy concurrido, pero sin aglomeraciones. Grupos de amigos degustan glühwein en tazas, solo o acompañado de pretezel, strudel, zelten y otras delicias que no sé cómo se llaman, en unas mesas dispuestas a modo de biergarten. Los puestos despliegan un muestrario de artículos de muy buen gusto. No puedo resistirme a tomar un vasito de glühwein, y el vino caliente especiado me quita el frío instantáneamente. Durante un rato, la catedral me parece lo más bonito que he visto en mi vida y soy muy, muy feliz. Cuando bajan un poco los vapores alcohólicos, veo un presepio, un belén, y echo algo a faltar... qué será... resulta que las figuras de tamaño natural adoran, con total arrobo y gran ternura... a un fardo de paja, pero vamos a ver, qué ha pasado aquí! Le pregunto a unos abuelos, que están allí con sus nietos, que por qué falta el Niño Jesús. El abuelo, asombrado de mi ignorancia, me informa de que nacerá el 25 de diciembre, y que por tanto no puede estar ahí todavía. Me parece muy coherente este razonamiento tan germánico.
No he mencionado la catedral. Es hermosísima. La torre tiene una filigrana gótica que la rodea como un collar. Y el tejado me recuerda a la catedral de Viena, con sus tejas cerámicas policromadas. A su alrededor, la parte vieja de la ciudad es un sueño. Los edificios están pintados con mimo y son típicamente tiroleses, pero urbanos. En la piazza delle Erbe hay un mercado de frutas y verduras que ha estado allí desde tiempos medievales, y que le haría sentir hambre al más inapetente. El género que se exhibe es de lo mejor. Las tiendas y las tabernas son todo un espectáculo, por lo que ofrecen y por como lo tienen dispuesto. La iluminación navideña es armónica con el entorno. Las bicicletas reinan supremas en las calles. Hay un ambiente increíble.
Oigo indistintamente los dos idiomas de esta tierra bilingüe, las familias van charlando tanto en italiano como en alemán. Hay un tercero, el ladino (nada que ver con los sefardíes), que es una variedad románica local y se enseña, para que no se pierda, en un centro cultural junto a la plaza del Rathaus o ayuntamiento.
Luce una media luna como en los cuentos de hadas, y algo de eso tiene este Bolzano que tanto ha cambiado de manos a lo largo de la historia, pieza disputada por su situación estratégica en el paso entre el norte y el sur de Europa. Según leo, los condes del Tirol, los Médici, los Habsburgo, los austriacos, los italianos, todos le metieron mano a su ruta comercial y contribuyeron a su prosperidad de una forma u otra.
Aún me duran los efectos del glühwein, y me está entrando sueño. Decido volver al albergue, pero ya es noche cerrada y cojo un autobús. El conductor me informa de que no puedo pagar al contado y tampoco con tarjeta de crédito, porque la canceladora está averiada. La única opción posible es a través de la web de transportes local, pero se les ha caído el sistema. Total, que Saint Niklaus no me ha traído naranjas, que sabe que a mi colon no le convienem y me dan diarrea, y en cambio me ha regalado un trayecto gratis de bus. Kerido Klaus, te kiero.... pero qué peligro tiene el vino este!
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