Cómo cambian las cosas desde que las recreamos en nuestra imaginación, hasta que ya forman parte de nuestras vivencias. Yo no podía imaginar que los seis kilómetros que separan mi albergue de montaña de la estación iban a ser un viaje regresivo a la infancia, concretamente al cuento de Heidi.
Al bajarme del tren, veo que he llegado a la alta montaña, nevada para más señas. Nada más subirme al autobús, compruebo con horror que la carretera que lleva de Brixen (Bressanone en italiano) a Tils (Tilse) no es sino una lucha contra la gravedad, una sucesión sin fin aparente de pendientes imposibles y revueltas en vertical. Pasa por muchas aldeas con cabañas de madera deslucida e hinchada por la humedad. La torre de las iglesias termina en afilado tejado de aguja. Subimos y subimos, y seguimos subiendo. Pasamos postes que sujetan pequeños altares de madera, con un tejadillo que no termina de impedir que el santo luzca espolvoreado. Hay bastante nieve y placas de hielo. Si nos cruzamos con un coche, hay que pararse porque la estrechez de la calzada no permite la doble circulación. Cada vez que el conductor se arrima al borde del inexistente arcén, mi vértigo estalla en quejas, lamentos, insultos y maldiciones. Nos resbalamos por este tobogán, nos matamos, me cago en todo, y a mí qué se me ha perdido por aquí, es que no puedo ser más gilipollas, la madre que me parió etc. Por suerte, en estas aldeas son más bien germanohablantes y no pueden reconocer las palabrotas. Paso un miedo atroz cada uno de los seis interminables kilómetros.
Llega un momento en que empiezo a ver el lado cómico de la situación, y dejo de autoflagelarme para pasar a estar poseída por una risilla medio histérica que no puedo controlar. Como estas gentes son muy cumplidas y aquí no se admiten las salidas de tono, me cambio a los asientos que dan la espalda al sentido de la marcha, para que no me vean carcajearme y me crean una loca peligrosa.
Al fin llegamos a Tils, y compruebo con alivio que al menos la parada está contigua a mi posada, mesón o lo que puñetas sea esta casa con esta balconada tan bonita de la que me encapriché, sin sospechar que, horror, estaba rodeada de, horror, campo. El de verdad, de ese que contiene barro y olores poco gratos porque hay establos y corrales con, horror, animales vivos dentro, que además emiten ruidos inquietantes. Y encima hay lugareños que te miran con mal disimulada desconfianza, los viejos con abierta hostilidad. Pero es muy bonito. El campo, sí. En un sentido proverbial. El locus amoenus de las novelas pastoriles. Muy bonito, sí que lo es. Pero es que a mí... esta arcadia, horror, me huele a estiércol.
Todo esto me lo encuentro nada más llegar y dar los primeros pasos. Pero me dura hasta que doy un corto paseo (o más bien dicho, me agarro desesperadamente a las barandillas para no resbalar en el hielo de las cuestas). Alcanzo a ver de lejos las impresionantes vistas panorámicas a las cumbres nevadas, al valle, a las otras aldeas, a las verdes colinas, a la ciudad, que desde esta posición dominante se ve completa, como en un grabado antiguo, con las torres de su catedral barroca sobresaliendo entre los tejados. La paz que se respira parece que no es de este mundo. Oigo el rumor de la corriente del río contra las rocas, y los mugidos de las vacas. De cerca, lo que veo es una iglesita de cuento, y unas casas que no están retocadas para el turismo, sino que respiran autenticidad. Las ajadas cabañas de madera tienen un tractor en la puerta. Hay balas de paja y troncos de leña bien envueltos en plásticos para protegerlos de la humedad. Un gallo canta, en vez de por la mañana, como si no hubiera un mañana (habrá perdido el reloj?).
En la posada, mi anfitrión resulta ser la amabilidad personificada (ya lo sabía de antemano por los comentarios unánimes de la plataforma de reservas). Me pregunta si Madrid está en Inglaterra. El hombre se expresa en italiano con alguna dificultad y fuerte acento alemán. Me da un pase que cubre 48 horas de trayectos de autobús, más la entrada a los museos. El desayuno está incluido. Mi habitación tiene unas vistas gloriosas y una silla tirolesa, en la que sin duda ya se sentaba en tiempos el abuelo de Heidi. Mañana me espera un gesundes Frühstück, un saludable desayuno, aquí en la posada de montaña. No tengo ningún derecho a quejarme, sino que debo saber agradecer lo afortunada que soy. La boñiga es lo que olieron mis antepasados montañeses toda su vida allá en su pueblo cántabro, y de ahí provengo yo. Se acabaron los remilgos, y el horror.
Notas:
- Si Bolzano es una ciudad al pie de la montaña, Bressanone está en la montaña. Las cumbres se perciben cercanas, y el aire que se respira es denso, seco y desprende olor a pino. La ciudad me resulta más genuina, a pesar de recibir tantos turistas, porque no presenta una apariencia recompuesta de parque temático, sino que exhibe su pasado con mayor naturalidad. Toda ella es belleza y pulcritud. El casco histórico cuenta con varios edificios de los siglos XIII, XIV, XV y XVI. El puente sobre el río (el Rienza) tiene una portalada barroca de piedra que me encanta. Sus calles están animadas, pero con mesura. Las conversaciones son mayoritariamente en alemán, lo que se corresponde con el aspecto general de la ciudad. Bressanone es más bien Brixen, una ciudad de carácter y fisomomía netamente germanos.
- Me cruzo con muchas personas que vuelven de darse un paseíto por los alrededores... con los esquíes.
- Un auténtico trineo antiguo tirado por rubios caballos percherones hace las rondas, transportando turistas bien cubiertos con mantas y sujetando tazas de glühwein. Más felices no pueden ir, en su viaje hacia un pasado ya muy lejano. Al trineo, a falta de nieve en las calles porque la han retirado, le han colocado unas ruedas.
- En el inevitable, y encantador, mercadillo de navidad de la Domplatz, hay un espacio central donde se agrupa la gente en rededor de grandes calderas con un fuego de leña. Me acerco, y veo que sujetan largos palos con unas tiras blanquecinas enrolladas en la punta. No se trata de marshmallows, sino que parece queso, o tocino. Espero pacientemente para poder presenciar esta tradición tirolesa. Pero estas personas, muertas de risa, claramente no se han visto nunca en otra como esta, y torpemente comprueban que el asado no está en su punto. Necesitan que una chica vestida de época les asesore, y finalmente termina ella misma la operación, hasta despegar y entregarles el misterioso bocado, convertido en un rollito sólido. Se trata de una tradición ya perdida que se pretende recuperar, según leo en un cartel. Las familias y amigos se contaban historias en torno a estos fuegos. Lástima que ahora la luz sea la que desprenden las pantallas individuales.
- También hay pequeñas fogatas en las mesas donde se reúnen grupos de amigos a degustar la comida y bebida del mercadillo. Se calientan las manos en el fuego, controlado desde un recipiente de gas propano colocado en una vitrina. Los troncos son de atrezzo, pero el fuego es real, y sus efectos también. Doble calentura, porque la mayoría está bebiendo vino caliente. Así cualquiera se quita los guantes, nevando y a dos grados bajo cero.
- En la parada del autobús, leo con curiosidad una sentida nota de disculpa. Viene a decir lo siguiente: Los italianos del siglo XXI pedimos disculpas a los tiroleses del Südtirol, porque en siglos pasados unos 8.000 pueblos tuvieron que cambiar sus nombres alemanes a un equivalente inventado que sonara más italiano. Queremos conservar las dos identidades y convivir en paz, pero sin realizar cambios inapropiados que hieren y ofenden. Así, también los italianos terminaremos encontrando aquí nuestra Heimat (patria, en alemán).
- Los turistas que andan por las calles de Bressanone son italianos de otras regiones, que andan tan despistados como yo. Pero algunos me confunden con una nativa y me preguntan de todo, en especial cuando el letrerito de turno está sólo en alemán. Y yo qué sé. Mi historia con ese idioma es, tristemente, una de desamor mutuo. Le dediqué muchas horas irrecuperables durante nueve años, y el resultado es que creo que podría entenderme con un bebé de, máximo, tres o cuatro añitos. Palabritas sueltas nada más....
Anecdotario:
- Esperando el autobús de línea en la parada, charlo con una empleada de la posada que, terminada su jornada, también baja a Bressanone. Está sí que sabe que Madrid no es una ciudad inglesa. Me dice que le encanta el calor, y se asombra de que yo le diga que en agosto llega a hacerse pesado. Nunca hay demasiado calor, sentencia mirando los neveros. Le pregunto si aquí nieva como antes, y cambia el gesto. La temporada de esquí se va acortando poco a poco, y tendrán suerte si alguna gran nevada coincide con la Navidad, porque hay años en que la echan de menos y los niños se desilusionan.
- El tren que me trae aquí tiene, como todos, un espacio reservado a las bicicletas. Pero en este hay además un artilugio abatible que no consigo descifrar para qué sirve, hasta que por el dibujo caigo en la cuenta de que es para sujetar los esquís verticalmente durante el trayecto. Aquí deben de nacer con los patines y los esquís puestos.
- Para formalizar la reserva en la posada, previamente me han solicitado que les envíe una foto de mi DNI por ambas caras. Como es habitual, y en cumplimiento de la normativa. Pero en esta ocasión, además, me han pedido una foto mía sujetando el DNI... he estado a punto de incluir el importe del rescate, porque no soy nada fotogénica y en la imagen aparezco muy cansada y hasta malhumorada, de tanto esperar a que me liberen mis secuestradores.
- En la posada hay lecturas a disposición de los clientes. Curioseo entre los libros, muchos de ellos religiosos, otros sobre la comarca, y otros de pura evasión. Qué gran oportunidad para repasar mi alemán y para informarme sobre la historia y las tradiciones locales... Pues nada, que lo que escojo es un número atrasado de Bunte, el equivalente a nuestro Hola! en la prensa germana. En la página 8, encuentro un reportaje en el que cantan las alabanzas de nuestros royals patrios, sus rostros sonrientes fotografiados con mimo. Sin perder la elegancia, una familia sencilla y natural, opinan en la revista. En la página 28, reconozco al Ecce Homo de Borja en la portada de un libro de arte. Perdonaaa?? Resulta que una experta en arte de Colonia ha documentado cómo grandes obras de arte sufrieron todo tipo de tropelías por olvido, descuido o restauración negligente. Las dos caras de España, vistas desde fuera.
- La pequeña iglesia de la aldea es barroca por dentro. Su esbelto campanario toca todas las horas, replicado en seguida por otros idénticos por todo el valle. En su cementerio, encuentro la tumba de unos novios jóvenes, guapísimos, que fallecieron treintañeros aún. La foto les muestra equipados como montañeros. En los riscos de estas cumbres quedan interrumpidas muchas vidas antes de tiempo.
- La posada también es el domicilio de la familia que la regente. Está repleta de fotos familiares de ellos y sus hijos vestidos de tiroleses. Muy rubios y muy sanos, con sus queridas montañas de fondo. Me doy cuenta de que no sé visten así para atraer turistas, sino porque realmente sienten los colores.
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