Dos días mágicos en Varenna. Llego en un día de sol radiante y el lago Como está resplandeciente. El pueblo es un sueño hecho realidad de caserío multicolor, apiñado en pendiente descendiente hasta la orilla. Por capricho del cambio climático, la temperatura es templada. Es fin de semana y los ferrys llevan y traen hasta aquí jóvenes parejas de novios, muchos de ellos españoles.
La casa de huespedes que he alquilado está frente a la iglesia principal, desde mi ventana veo la torre y el bosque otoñal. Es un hermoso edificio del XVIII con algunos muebles de anticuario. Tiene una amplia terraza con magníficas vistas al lago y las montañas. Estos días no hay más huésped que yo, y no habiendo recepción, me siento dueña y señora del estupendo caserón.
Hago un mágico viaje en ferry a Bellagio, una preciosidad en la orilla de enfrente. Más parejas de novios bajo el sol de las tres de la tarde. Observo que unas disfrutan de su romance, mientras otras discuten. Cuando llego a entender el idioma en que se pelean, compruebo que es que aún no han comido, y se echan mutuamente la culpa de no haber tenido la precaución de almorzar antes de subir al barco, porque al llegar van a encontrar los restaurantes con la cocina ya cerrada etc etc etc. La oficina del estómago, le llamaba Cervantes.
El viaje de vuelta desde Bellagio coincide con la puesta de sol. La terraza más elegante de las que hay abiertas tiene un trío de jazz en vivo con una vocalista que canta muy bien, y me siento en el embarcadero a escucharla. El momento no puede ser más perfecto.
Mi estancia en Varenna incluye un desayuno en un bar de la plaza, a escoger. Los parroquianos de las ocho de la mañana no me parecen en absoluto tipos rústicos. De hecho, este pueblo de 800 habitantes cuenta con varios hoteles de cuatro estrellas y bastantes inmobiliarias. Al salir, desciendo por una de las escalinatas de piedra hacia la orilla, y camino por un espigón que da servicio al embarcadero del Hotel Victoria. Los jardines del antiguo edificio están a mi espalda. Los guijarros de la cala son color gris. Hasta aquí llega el olor a leño de las chimeneas. Me quito el guante para meter la mano en este agua tan transparente. Sólo se oyen los pájaros y las olas. Hace frío, la atmósfera está limpia y aún persiste la luz rosada. Me parece increíble que todo esto me esté pasando a mí.
Notas:
- En estos lagos prealpinos, en temporada baja, creo que la gente se aburre, y bastante. En las pequeñas localidades ribereñas, la orilla les procura distracciones a los turistas, nada más desembarcar y hay algo de ambiente. Pero subiendo la ladera, en el casco urbano del pueblo reinan la limpieza, la urbanidad, el orden y concierto. El caso es que reinan en unas calles prácticamente vacías.
Muchos negocios de hostelería están cerrados, y otros, como las tiendas de comestibles, se turnan. Muchos hoteles y hostales aprovechan para hacer reformas. Y los dueños de las casas de huéspedes se toman un descanso. Los visitantes que llegan en ferry son numerosos, pero están unas pocas horas, algunos de ellos almuerzan o toman un aperitivo vespertino, muy pocos pernoctan. Por tanto, a la salida y caída del sol, los que quedan en el pueblo son sus vecinos, pero... dónde están?
Yo paseo a esas horas, y raramente me encuentro con alguien. Disfruto del privilegio de tener este precioso lugar sólo para mí, pero menos mal que soy una solitaria. Oigo circulación de coches desde mucho antes de que empiece a clarear. Algunas personas sacan a sus perros. Una o dos señoras hacen la compra. Unos operarios hacen reformas. Los repartidores distribuyen mercancías. Algún coche pasa veloz. Al cabo de mucho rato, pasa otro coche. Y eso es todo. Cuando los que se marcharon temprano vuelven, es para meterse en sus casas. Estos lugares, que en los meses cálidos bullen de actividad, ahora que llega el invierno se convierten en un bellísimo decorado que ha quedado en pie al finalizar la función, cuando los actores se están desmaquillando en sus camerinos, con los focos apagados. Pocas ventanas encendidas en la oscuridad. A falta del rumor de conversaciones, las campanas de las iglesias llenan el silencio con largos toques, que llegan a extralimitarse. Como compensación.
- Un letrero a la entrada de la terraza de mi casa de huéspedes en Varenna pide que, si se come allí, se retiren los platos al interior, ya que el viento puede volarlos. Menudo viento debe de hacer por aquí.
- Otro letrero, recurrente en todos los pueblos que visito desde Cinque Terre hasta los lagos, pide que si se pasea al perro no se le quite la correa y que se retiren sus excrementos. Esto último casi se suplica, con esas fórmulas retóricas tan italianas. Pero esta tarde en Torna, el mandato del letrero comenzaba así de exasperado: Tenemos los zapatos ya muy llenos... Mamma mia.
- En el centro de Como, me encuentro con una ciudad boutique. Preciosa catedral de alegre fachada, basílica románica, torres medievales, palacios de distintas épocas, franquicias de la alta costura y joyería de primer orden, calles impolutas. Y unos osos de peluche de gran tamaño que están por todas partes: en los escaparates, sentados en las mesas de los restaurantes y de las terrazas, también en los bancos decorativos a la puerta de las tiendas. Les han vestido con gorritos de lana y con jerseys de punto alpino, les han envuelto en mantas porque hace frío, les han servido la bebida. Estos juguetes inanimados están rodeados de lujosos mimos, y no precisamente por parte de los niños. Hay cosas que se califican por sí mismas.
- En cambio, las ciudades que rodean Como y otros famosos puntos turísticos son industriales, y cuentan con polígonos llenos de fábricas que, dada la humedad ambiente, no presentan un aspecto muy lustroso precisamente. La realidad acecha en cualquier esquina.
- El ferry me acerca desde Como a Tavernola, Cernobbio, Torna... Pegadas a la orilla abundan las mansiones, una de ellas la formidable Villa Erba, construida por la adinerada familia del mismo nombre, a la que pertenecía la madre de Lucchino Visconti, y donde él vivió y trabajó. Ahora se celebran allí eventos de postín. Otras mansiones las encuentro menos de mi gusto. En estos ambientes, nunca falta quien quiere construirse un Versallitos y nadie puede impedírselo.
Anecdotario:
- En Como, me paro un momento a consultar el mapa que me han dado en el punto de información. En seguida se acerca una chica con un carrito de bebé para preguntarme si me he perdido. Le digo que no encuentro la casa de Alessandro Volta (que hasta esta mañana desconocía que nació aquí). Se entusiasma. Me advierte que la casa natal no se puede visitar, pero que ella puede pedirle el favor a la secretaria de la Fundación Volta, qué está en otra calle, para que me deje entrar a curiosear, porque es muy antigua y bonita. Me deja asombrada. Me aclara que su marido es socio de esa fundación. Llama al telefonillo, pero sin respuesta. Como me cree desilusionada (cómo decirle que el inventor de la pila tampoco es que sea mi ídolo?) Se ofrece a acompañarme y enseñarme otros varios puntos de interés. Y me aconseja varias visitas a localidades cercanas, en ferry o en funicular. Se nota que es extranjera (esas inconfundibles "l" velarizadas de los eslavos!), pero habla con verdadera pasión y gran conocimiento de Como y su historia. Se lo alabo, y responde que, puesto que vino de fuera para quedarse, ha tenido que hacer suyo el lugar, para transmitírselo a su hija. Coincido con ella, porque eso hizo mi madre conmigo en Barcelona, y yo también me he hecho con Madrid un traje a medida. Me dedica un largo rato de su tiempo, y al despedirnos le agradezco su tremenda amabilidad. Me abraza con cariño. Tiene unos ojos muy verdes y muy pocas ganas de continuar con su rutina.
Entre todas las historias de la tradición local que me narra, me quedo con esta: Bellini, aunque napolitano, pasó mucho tiempo en Como, y aquí compuso varias piezas, entre ellas el aria "Casta Diva" de Norma. La primera mezzo que la cantó fue una tal Giuditta Pasta, porque Bellini la había escrito para ella, que era su musa. Bellini estaba en Como y la Pasta residía en la otra punta del lago. Pues bien, cuenta la leyenda que los gorgoritos de la diva, casta o chi lo sa, le llegaban al compositor por las noches, traídos por la brisa, desde tan lejos... Paréceme a mí que eso debió de acontecer en el momento en que esta señora tuvo el infortunio de que una vaca le pisara con su pezuña en el dedo gordo del pie... (pero qué mala soy.)
Por cierto que Litz también pasó tiempo en el lago de Como, y bien aprovechado, porque en Bellagio nació su hija Cósima, que con el tiempo se casaría con Wagner y crearía el Festival de Bayreuth.
- En la estación de Monza, hago un pipí de fiado. El encargado de los servicios me deja entrar (me debe ver el hombre muy apurada) aunque no llevo el euro suelto. Luego me acerco corriendo a la tienda para comprar cualquier cosa que me permita cambiar un billete. Mi tren está ya anunciado, y lo primero que agarro al vuelo es una bolsa de patatas fritas. Esas mismas patatas fritas que, una hora más tarde, intento comerme al llegar a Como, pero allí recibo muchas miradas dirigidas al envase. Para guardar el debido decoro y no ofender a nadie, meto el envase en mi bolso, de donde voy sacando las patatine una a una, cual Mary Poppins de freiduría. Pero me siguen mirando. Al final, me retiro a un parque y allí, a la sombra de una torre medieval, culmino mi fechoría. I have a criminal mind.
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