Llego a Perugia y muy pronto percibo un cambio en el carácter de la gente. Son más serios, bastante reservados. Impasibles ante los extraños, y eso que están acostumbrados a los turistas, porque no sólo reciben muchos peregrinos por su cercanía a Asís, sino que su universidad es sede de la enseñanza del italiano para extranjeros. Pero creo detectar aquí una ausencia de sentido del humor que resulta muy llamativa en Italia, donde precisamente el humorismo cotidiano es un rasgo distintivo del carácter nacional. Toscana y Umbría son el antiguo territorio de los etruscos. Y aunque José Luis Sampedro nos hablaba de la sonrisa etrusca como una forma serena y positiva de afrontar la mortalidad, yo por estas calles de Perugia veo poca gente risueña, la verdad, aunque estén vivitos y coleando.
Mi viaje resulta bastante azaroso. La huelga de trenes había terminado el día anterior, pero casualmente casi todos acumulaban mucho retraso por "problemas técnicos", ese eufemismo tan manido. Resultado: una hora de espera en el andén de Bolonia, más otra hora de espera en el de Terontola (lógicamente, había perdido el transbordo). Con bastante frío, tras las nieblas matinales.
Ya desde el tren veo pasar, entre túnel y túnel, las mullidas colinas de Toscana salpicadas de hileras de cipreses, y sus pueblos y caseríos color ocre. Cruzamos el Arno. Paramos un momento en mi amada, adorada Florencia, y casi cedo a la tentación de bajarme y cambiar de planes sobre la marcha. Pero me he propuesto, en este viaje, explorar territorios donde nunca antes haya estado. Y tuve la inmensa fortuna, hace muchos años, de pasar diez días en Florencia, en el mes de octubre. Por las mañanas iba a clase de italiano, y por las tardes hacía excursiones por toda la región. Me enamoró la Toscana, pero ya tuve tiempo de explorarla con detalle. En cambio, hasta ahora Umbría ha sido Terra Incognita para mí... su paisaje es melancólico, más escarpado, pero también con colinas, y muy verde. El otoño aún se resiste aquí a soplar las hojas, y las arboledas conservan casi completa su variada gama de colores. Entre brumas veo grandes olivares y un gran lago con embarcaciones (el Trasimeno).
Cuando por fin llegamos a la estación de Perugia, espero largo rato en la parada de taxi (inútil llamarles desde ahí). Con más frío todavía, estamos a casi 500 metros de altitud y las cumbres de los Apeninos umbrios están nevadas. Al fin puedo dejar el equipaje en el alojamiento, y me apresuro a dar una vuelta por la ciudad antes de que se vaya la luz natural (la puesta de sol es sobre las 16,30). Pero a los pocos minutos, cae una tormenta que descarga durante largo rato con gran machaconería, acumulando balsas de agua en las baldosas del pavimento, que son medievales, como todo en Perugia, y en la calle principal presentan hoyos por estar muy horadadas. Me doy por vencida, y me retiro a mi habitación para intentar al menos entrar en calor. Algunos días, no hay manera.
Mi alojamiento es pintoresco. Se trata de una casa centenaria. Por estos terruños, los caseros no se manifiestan a través de una plataforma digital, sino que te reciben en carne mortal. Mi anfitrión perugino es educadísimo, y me acoge con un respeto casi reverencial. Dice sentirse muy honrado por mi visita, con toda la retórica de la lengua italiana formal. 48 horas despuésla despedida es igual de ceremoniosa. Ha sido un verdadero honor conocerme, etc. (Al mirarme al espejo para lavarme los dientes y verme ese pelado canoso que gasto, llego a la conclusión de que me ha confundido con una ex monja). A su casa se accede por escalones a varios niveles, guardados por portones de grosor considerable. Me entrega dos copias del contrato de alquiler, y una llave que parece la del matarile-rile-rile, y que yo sólo había visto en películas de época, pero nunca había pensado que en pleno siglo XXI llevaría una de esas dimensiones en mi bolso.
La casa está en el Coso Giuseppe Garibaldi, cercana a la Porta Sant'Angelo (la única almenada, pero una de muchas que se conservan sobre la muralla). Y a dos pasos del convento donde, según la tradición, tuvieron un coloquio el umbrio San Francisco de Asís y el castellano Santo Domingo de Guzmán. (Hablarían de sus cosas de la santidad, digo yo, no iban a hablar del tiempo como hacemos los pecadores...). Cuesta abajo, llego en cinco minutos a la espectacular puerta Etrusca, y a la panorámica vía Cesare Battisti, uno de tantos puntos de esta ciudad con una vista dominante. Observo el caserío, que cae en en cascada por el considerable desnivel del terreno sobre un precioso paisaje circundante. La particularidad de esta zona es que se puede acceder a pasar entre las casas por un acueducto medieval en altura, o por las escalinatas que hay por debajo. Ambos caminos son un disfrute para la vista.
El centro del casco histórico acumula una maravilla tras otra. En la Piazza IV Novembre (en Italia se conmemora medio calendario en el callejero) hay preciosidades en mármol: la fontana Maggiore, la catedral y sobre todo el Palazzo dei Priori, que me ha encantado, por dentro y por fuera. El edificio es enorme y allí comparten uso desde antiguo varias instituciones:
En lo alto de una escalinata impresionante está el Collegio Della Mercanzia y su sala de audiencias con unos frescos divinos, y allí hasta te puedes casar si así se te antoja y el padrino tiene posibles. En su otra fachada, a través de una portada flanqueada por leones se accede a la Galería Nacional de Umbría, donde he visto entre otras obras de Bernini, Piero Della Francesca, Fra Angelico y del Perugino, que sí fue profeta en su tierra, y donde me han encantado los elementos audiovisuales que ayudan a comprender y apreciar mejor las pinturas a los profanos como yo. También Rafael pasó aquí temporadas como aprendiz en el taller del Perugino, y se exhibe un fresco suyo en San Severo.
Pero lo mejor de Perugia en mi opinión son las estrechas bocacalles o vicolos que, puesto que la ciudad está aupada sobre el terreno, son siempre empinadas y tienen escalinatas. Muchas de estas callejas son rincones con encanto, pero otras desembocan en rincones oscuros que chorrean humedad y en lugar de evocar la Edad Media, sugieren historias más sórdidas, dignas del Dickens más pesimista en el Londres victoriano.
Notas:
- En Perugia la verdad es que cualquier recorrido supone ir de sorpresa en sorpresa, y a cual mejor. Pero la más original de todas es, sin duda, la Rocca Paolina. Se accede desde una plaza, la de Italia, por unas escaleras mecánicas. Una vez en el subsuelo, te encuentras con los restos, muy bien preservados, de todo un barrio medieval, que quedó sepultado bajo una fortaleza que construyó el papa Pablo III para humillar a los nobles peruginos.
Los detalles son apasionantes. Las familias nobles de la villa estaban en un momento de debilidad nada más comenzar el siglo XVI por los enfrentamientos, rivalidades y guerras intestinas, hasta el punto de que hubo unas bodas de sangre entre dos de los linajes más destacados. Momento que aprovechó el papado para hacerse con la señoría y someter el territorio. Cuando, años después, el papa subió el impuesto sobre la sal, el barrio de Perugia donde vivían los nobles se rebeló y guerreó contra los Estados Pontificios. Y ahí llegó Pablo III a someterlos, arrasando con la zona, segando literalmente sus torres medievales, sus iglesias y demás edificios, para hacerse construir justo encima una enorme fortaleza, desde donde el papado gobernó la ciudad sin respeto ni miramientos durante trescientos años. Tanto tiempo después, Perugia sigue llevando muy mal las consecuencias de aquella invasión, y aún se acuerdan del papa... la mama, los abus, los titos y toda la familia de aquellos pontífices tan déspotas y brutales.
Yo vi en Edimburgo algo muy parecido (los malos, en el caso escocés, fueron los reyes ingleses). Resulta increíble como, bajando unos pocos metros, se puede viajar tantos siglos atrás. Pero en Edimburgo el edificio opresor seguía en pie, mientras que en Perugia, terminaron derribando la fortaleza papal, y en su lugar hoy en día cabe una plaza muy grande con varios edificios gubernamentales y dos jardines. Se sale de la Rocca Paolina, bajando la pendiente, por otra puerta maravillosa con elementos etruscos, la Porta Marzia.
- Los oratorios, las basílicas y las capillas, como es habitual en este país, son valiosísimos, pero la fachada del de San Francisco es la que más me ha gustado. Me he acercado ya con la oscurecida, y justo al lado estaban representando West Side Story en dependencias municipales. Escuchar cantar eso de "María, María, Maríaaaa" a voz en cuello en la puerta de un templo iluminado parece de lo más apropiado.
- Otra curiosidad de Perugia es que, en su catedral, se guarda nada menos que el anillo de los desposorios de la Virgen con San José. Bajo 14 llaves, distribuidas entre los notables y las fuerzas vivas. Esta reliquia, al menos, no consiste en exhibir bien a la vista fragmentos polvorientos de un cuerpo humano disecado, costumbre ancestral que me da mucho, mucho asquete. Esta manía católica de convertir los templos en un anatómico forense por entregas no la puedo soportar. Lo siento, pero mi respeto por las ideas y creencias que no comparto tiene sus límites cuando la higiene y salud públicas entran en juego. En un museo arqueológico, por ejemplo, tanto las momias como los visitantes están protegidos por una normativa en ese sentido. No cuesta tanto, digo yo.
- Ni he podido resistirme a probar el chocolate local, siendo Perugia la capital chocolatera por excelencia de Italia (los bombones Baci son de aquí). En la tienda estrella de la marca, me han dado una degustación y con eso ya me tenía que haber marchado... pero la carne es débil, y me he llevado 100 gramos de chocolate con canela. Mmm.
Anécdotas:
- Ninguna. Esta gente es muy de sus cosas y en general rehúyen una conversación un poco larga con extraños. Al menos, conmigo. No pasa nada. Yo también prefiero el silencio al small talk por obligación, que me parece agotador.
- Si mi teoría es correcta y, en esta tierra de peregrinaje franciscano me toman por monja, va a resultar que añado una capa más a mi personaje de señora madura despistada que rula por el ancho mundo. Hasta ahora, muchas miradas cómplices me han tomado por lesbiana. No tengo ningún problema con ello, al contrario, creo que aportaría algo de glamour a mi existencia gris. Únicamente resulta que no lo soy. Pero en Madrid, días antes de partir, me hice un pelado radical, con el único propósito de retrasar lo más posible el momento peluquería, que calculo que me va a pillar en los países del este, donde la estética capilar se quedó varada en algún lugar de los años ochenta, cuando la caída del muro (aquellos peinados, para mi gusto, hubiera sería mejor olvidarlos para siempre).
Las consecuencias de mi pelado, o más bien esquilado, que estéticamente a mi cráneo y mis orejas salientes no les puede caer peor, me están resultando de lo más curioso. Pero comprendo las reacciones. Yo también tiendo a etiquetar a las personas según su estilo de vestir etc. Así que, hasta que me crezca un poco más el pelo, puedo confraternizar con toda una diversidad de colectivos, que por cierto no son incompatibles entre sí ni mucho menos. Eso también es cultura, y me encanta.
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