He decidido alojarme durante siete días en Ljubljana, y desplazarme desde aquí a otros puntos de interés de Eslovenia, porque las líneas férreas están bastante centralizadas y porque de este modo me resulta más cómodo y barato. Este país es tan pequeño que un trayecto de dos horas y media es lo máximo que se tarda en llegar al destino más lejano, con lo cual madrugando un poco se puede volver a pernoctar a la capital sin mayor problema (salvo retrasos).
Una vez llego a mi hostal, compruebo con arrobo que se llama 1830 porque esa fecha figura inscrita en el dintel de piedra de la puerta de entrada principal. Este vetusto edificio de apenas dos plantas tiene un patio posterior con una balconada de madera corrida y un tejado a dos aguas con buhardillas, todo ello combado por el efecto del tiempo y la humedad. Una de esas buhardillas, pero con vistas a la orilla del río y a las torres de la catedral barroca, es mi habitación. Está al lado del puente de los dragones que cruza el río Ljiubljianica (el dragón es el símbolo de la ciudad). Este río, y todos los del país, tiene un llamativo color verde turquesa oscuro muy intenso. Consulto cuál puede ser el motivo, y resulta que se debe a que la piedra caliza de esta región, llamada marga, se disuelve en el agua y les da esa coloración tan especial.
Anecdotario:
Me instalo en mi habitación, y lo primero que hago, ya que esto no es una película sino la vida real, es levantar la tapa del wáter para orinar. En las películas muy pocos actores hacen pipí ante la cámara... bueno, las chicas Almodóvar sí, pero ellas más bien mean. But I digress. Al levantar la tapa, encuentro en el fondo de la taza, sumergido en el agua y como esperándome para darme la bienvenida... un clavo de grandes dimensiones. De todas las cosas que pueden arrojarse ahí dentro, esta no me la había encontrado hasta ahora, pero siempre hay una primera vez. Antes de hacer nada, bajo a comunicarle mi singular hallazgo a la recepcionista, que no se inmuta, como si en este establecimiento desde 1830 aparecieran clavos en el retrete todas las mañanas. En otro país seguramente habríamos intercambiado algún chascarrillo para quitarle hierro (literal) al asunto, pero aquí la norma general es quedarse impasible, lo que como estrategia me parece una postura inteligente, pero poco estimulante y algo tediosa, la verdad.
La recepcionista hace una llamada y me asegura que en breve quedará solucionado. Dicho y hecho, porque tardo pocos segundos en subir la escalera y me encuentro a dos chicas dentro de la habitación, una de ellas secándose la mano, la pobre (no usan guantes?). Les doy las gracias, y cierro la puerta. Al poco, empiezo a oír unos gritos en el pasillo. Varias mujeres hablando a la vez en una conversación muy agitada de la que no entiendo una palabra. Una de las mujeres grita cada vez más fuerte. Mi imaginación se pone a trabajar: la recepcionista, o quien sea, está riñendo a las limpiadoras. Pobres chicas, les deben de pagar cuatro duros y encima les echan la culpa de algo que ellas claramente no han provocado. Y si están amenazando con despedir a la que se defiende a grito pelado? Primero me siento culpable por no haberlas buscado a ellas en vez de bajar directamente a recepción. Más tarde, según los gritos van subiendo de volumen, me empieza a entrar aprensión: y si salgo y me enredan en la bronca, o peor aún, se vengan de mí por haberlas denunciado ante su jefa? Me he comprado un tentempié en la estación de Trieste antes de coger el tren que me ha traído hasta aquí, y cobardemente me lo como dentro de la habitación para ganar tiempo... hasta que, afortunadamente, fuera se oyen unas risas compartidas. Al salir, veo que las chicas de la habitación de al lado han montado una tertulia en el sofá del pasillo. Soy una neurótica sin remedio.
Notas:
- Subo al castillo medieval desde el que se domina casi toda la ciudad. En las dos guerras mundiales se utilizó como prisión, y hay fotos tremendas de los soldados presos y las duras condiciones de su cautiverio, pero también de de sus actividades dentro del recinto, y sorprende verles pintando cuadros, o ensayando obras de teatro, como si estuvieran en un internado escolar.
- Ljubljana ha sufrido dos grandes terremotos, y por tanto dos grandes reconstrucciones. La primera en la época en que predominaba el barroco. Y a resultas de la segunda, hay un barrio modernista situado frente al original puente triple, en torno a la plaza con un monumento dedicado al escritor romántico Preseren. Muchos de sus maravillosos edificios son obra del arquitecto local Plecnik. Son de estilo secession, la variante austriaca del modernismo, y se construyeron bajo la influencia del imperio austrohúngaro. A lo largo de la calle Miklosic están los más destacados. Me gustan todos, pero hay uno en concreto que me entusiasma, y desvío mi camino para pasar por delante siempre que puedo: el actual Banco Popular de Préstamo, obra de Josif Vancas. Se distingue por sus azulejos azules. Preciosidad.
- Para tratarse de una ciudad tan pequeña, tiene bastantes parques, pero uno de ellos es directamente un bosque sobre un montículo, el parque Tívoli. Qué maravilla de pinedas.
- Frente al Museo Nacional y al coqueto teatro lírico, hay todo un barrio de antiguas mansiones de comerciantes enriquecidos, que hoy día se destinan a sedes de instituciones o a embajadas. La de Estado Unidos está en una casa fantástica que originariamente fue la residencia familiar de un afamado pintor totalmente desconocido para mí, Alfred Wettach, y luce algunos de sus dibujos en la fachada.
- Por varios puntos de Ljubljana se encuentran referencias al escritor esloveno Iván Cankar, que yo nunca había oído hasta ahora y que parece que se considera el Kafka de aquí. Hay también muchas fotografías de eslovenos ilustres, pero me sonroja decir que no conozco a ninguno de ellos.
- La universidad de Ljubljana, cuando acaban las clases, esparce sus estudiantes por las calles y con ellos todo cobra vida. También hay muchas parejas jóvenes que pasean perros y niños pequeños, todos bien vestidos y equipados pero discretamente, sin aparentar. Esta es una ciudad que mira al futuro y a la que no le va nada mal en el presente. En mis paseos por las afueras observo que también en las zonas no turísticas todo está bastante pulcro, que hay muchas obras en curso y que parece que se invierte mucho en infraestructuras, de hecho están ampliando el aeropuerto porque su capacidad actual no puede absorber los visitantes que van llegando. Sin grandes alaracas, hay comercios de gran categoría y modernísimas sedes de empresas. Tan evidente es la prosperidad que se respira en esta capital, que curioseo un poco por encima los datos en internet, y parece que el PIB de Eslovenia hace diez años llegó a estar por encima de la media europea. Su tasa de paro es muy baja. Tienen reservas de petróleo. Son líderes en complementos para deportes de invierno. Sus farmacéuticas son muy potentes porque venden genéricos por el mundo entero. Etc.
- Hoy me he acercado en tren hasta Lesce, y de ahí al cercano lago Bled. El tren a Lesce se ha retrasado mucho, la megafonía nos va dando las malas noticias poco a poco, hasta que al final nos revela la verdad en toda su crudeza: casi una hora de espera. No me atrevo a abandonar el andén porque no abundan las pantallas y la información más actualizada es por altavoz, de vez en cuando en inglés. Al menos no estamos a -3°C ó -4°C, sino a 0°C (qué bien, ni frío ni calor, como dijo aquel), pero con una niebla muy espesa que acrecienta la sensación de frío. En estos días pasados he tenido anestesiada las extremidades y la cara, hasta el punto de no ser consciente de que se me caían los mocos (congelados). Pero la farmacopea eslovena es estupenda, y en la farmacia me han vendido unas pastillitas milagrosas que me han cortado el resfriado de raíz.
En el andén, una alemana que viste un abrigo modelo Tercer Reich (no la señala, es la moda de este invierno) se me acerca y entre las dos nos ayudamos, porque ser guiri y estar más perdida que un pulpo en un garaje une mucho. Ella calcula que va a perder su transbordo a Berlín, y al final decide marcharse en autobús de línea. Yo espero porque no tengo una prisa especial, el mayor lujo que me puedo permitir en este viaje.
Desde la ventanilla del tren contemplo un paisaje llano y fértil. Vamos atravesando bosques y bordeando un precioso río turquesa, que luego averiguo que se llama Sava y es afluente del Danubio. No tiene un cauce muy profundo en este tramo de su curso, y veo algunos pescadores plantados sobre sus altas botas, esperando pacientemente y, supongo, congelándose en el intento, porque hay placas de hielo y neveros en muchos rincones umbríos. Los campanarios de las iglesias se alternan entre la cúpula de cebolla típica de Centroeuropa y el al gudo tejado de aguja alpino. Las casitas de campo, muchas de madera, tienen los tejados achatados en los extremos, y son granjas muy bien mantenidas. Hay picaderos para montar a caballo. El paisaje es idílico.
Al llegar a la estación de Lesce-Bled, debo coger un autobús para recorrer los cinco kilómetros que me separan de la orilla del lago. La frecuencia es limitada en temporada baja y me estoy congelando en la parada, por lo que llamo un taxi. El taxista resulta ser un muy buen conversador, y me informa de que mejor temporada para visitar estos bosques es en otoño, por la belleza de los colores de los árboles y porque en verano está masificado, ya que es cuando más se practica el remo y cuando llegan todos los turistas propios y extraños. Lamento haber escogido el día de hoy, que es el único de la semana sin lluvias en la zona, pero en cambio hay bancos de niebla que sólo me permiten ver el paisaje más inmediato pero no el que queda en la lejanía. Le cito ese dicho español que dice "mañana de niebla, tarde de paseo". Pero esto no es España y aquí el dicho no aplica.
Recorro a pie los seis kilómetros de la orilla del lago, y también subo al castillo medieval que lo corona. Desde arriba todo lo que veo es una pantalla blanca. Pero desde abajo, la verdad es que el paisaje sugiere una leyenda protagonizada por hadas, duendes y brujas. La pequeña isla que hay en el centro del lago, la única de origen natural de Eslovenia, tiene una iglesia con un alto campanario y otros edificios. Avistarla desde la orilla, flotando entre brumas y reflejándose en las aguas como un espejismo fantasmagórico, es un espectáculo lleno de magia. Los bosques de pinos enredados en los bancos de niebla también parecen salidos de un cuento de los hermanos Grimm. Oigo un ligero chapoteo, y veo cómo un ave acuática pesca con su pico y luego engulle un pez de mediano tamaño. Me cruzo con muy pocos paseantes, por lo que en tramos tengo el lago entero para mí sola. El paseo no puede resulta más delicioso ni más evocador.
Para navegar por el lago hay unas barcas tradicionales llamadas pletnas. Son de madera tallada artesanalmente, similares a las trajineras mexicanas pero no tan coloridas, que pilota un remero desde la popa. Me planteo coger alguna para ir a la isla, pero temo empeorar mi resfriado y desisto. Una cosa es caminar enérgicamente por la orilla para entrar en calor y otra muy distinta estar sentada en un barquito de madera que va recibiendo toda la humedad medio congelada del lago y va cortando al pasar los jirones de niebla.
Anecdotario #2:
- Antes de que la luz comience a retirarse, espero el autobús que me devuelva a la estación de tren. Antes tengo la necesidad imperiosa de responder a la llamada de la naturaleza, que con tanto frío ya me llama a gritos... Pienso en pedir un café en un hotelito monísimo tipo alemán que fue inaugurado en 1928, y así de paso me caliento un poco antes de pasar al servicio. Entro, y aunque hay algunos parroquianos en las mesas la barra está sin atender. Temo que se me eche encima la hora del autobús, y me meto primero tras la barra y luego llego a asomarme a la puerta de la cocina... sin reparar en que hay un escalón de bajada, y caigo de rodillas hincada en el suelo. Vaya cura de humildad! Por suerte hay una alfombra y lo único que se magulla es mi amor propio. Pese a lo aparatoso del asunto, nadie parece percatarse y me levanto muerta de risa agarrándome a lo que puedo. La cara de sorpresa de los clientes, alertados por mis carcajadas, viéndome aparecer tras la barra como una marioneta en un guiñol no se puede describir.
Pero no es el único faux pas del día, aún hay más. Me pongo a esperar el autobús en la orilla del lago. Me habían advertido en el hotel que por obras en la carretera los horarios están modificados, de modo que me toca esperar un buen rato. Cuando estoy a punto de llamar al taxi y resignarme a pagarle otra barbaridad, aparece un autobús bastante pequeño. Lo paro, pensando que a lo mejor en temporada baja no les compensa usar los autocares de más plazas. El conductor para y abre, yo subo muy decidida y sigue a esto una conversación que avanza en círculos un buen rato, hasta que me entero de que es un autobús escolar. Por qué ha parado entonces? Por si me podía acercar a algún sitio con el frío que hace, pero toma una dirección diferente a la mía. Qué majo el hombre.
Al fin pasa minautobús y regreso a Ljubljana sin novedad. A veces no sé ni como he conseguido salir de Madrid sin perderme por el camino.
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