18.1.25

Tenía una idea preconcebida de Trieste como un lugar de paso muy gris y muy opresivo, del que todo el que puede se marcha. Me he dejado influir por retazos leídos aquí y allá sobre los espías que conspiraban en su puerto franco durante la guerra fría, o sobre su peligrosa cercanía a las zonas más beligerantes de Europa, o sobre la vida infeliz de expatriado miserable que pasó aquí James Joyce. 

Pero no es la impresión que me llevo de esta ciudad mestiza y multicultural, estratégico cruce de caminos entre el centro y el sur de Europa. No se trata de una ciudad provinciana, aquí conviven gentes muy diversas desde siempre y se presume de tolerancia para con la diversidad (su historia nos da otra versión menos halagadora). Se habla italiano, alemán y esloveno. Hay templos de varias religiones, y de varias denominaciones dentro de cada una de ellas (iglesias católicas, ortodoxas griegas y serbias, evangélicas helvéticas y luteranas, sinagogas, mezquitas). Su corazón es italiano, pero aún tiene la cabeza al otro lado de los Alpes, siempre con un pie en los Balcanes. 

Trieste ha cambiado de manos más que la "farsa monea" de la copla. En su etapa más reciente, fue la principal salida al mar del Imperio Austrohúngaro, por lo que los Habsburgo la convirtieron en su gran capital portuaria, elegante y señorial, dotándola de todo tipo de prebendas pero al mismo tiempo llevando a cabo una persecución implacable contra los italianos, que desde Viena percibían como una amenaza porque se mostraban irredentos (así se llamaban los resistentes, "irredenti" y hay muchos monumentos en Trieste que les conmemoran como a héroes y mártires). Para contrarrestar y neutralizar la resistencia italiana, los austríacos fomentaron la presencia eslava en Trieste, que ya era muy numerosa por otra parte.  Hasta que la desaparición de su imperio tras la Primera Guerra Mundial hizo que se cambiaran las tornas, y en esta ocasión fueron los eslavos los hostigados  por los italianos, ahora en el poder. Luego llegó el Tercer Reich y los nuevos resistentes se llamaron partisanos (los de la famosa canción Bella Ciao: más héroes y mártires que sumar a los homenajes). Finalizada la ocupación nazi, los tratados de paz con los aliados crearon una amplia zona estratégica llamada territorio B, que incluía a Trieste. Este territorio terminó pasando a manos de Tito y su Yugoslavia dictatorial. Tras diez años de exilio y penalidades al otro lado del telón de acero, en 1956 Trieste volvió a formar parte de la república italiana, de momento hasta hoy. Y así. 

Estos días he recorrido esta ciudad con fama de triste que a mí me ha parecido más bien seria, que no es lo mismo ni mucho menos. He desafiado a su fortísimo viento predominante, el Bora, he contemplado con emoción el azul intenso del Adriático porque es del color exacto de los ojos de mi padre. He avistado los Alpes Julianos con sus copetes nevados bajo un sol que no calienta. Me he acercado a cotillear el castillo de Miramare al otro lado del paseo marítimo, un capricho del príncipe Maximiliano de Habsburgo, cuñadísimo de Sissí y más tarde emperador de México. Me he pateado la ciudad medieval, con sus encantadoras casitas coloridas, en una de las cuales me he alojado. He recorrido grandes avenidas con imponentes edificios modernistas, en un estilo entre el Liberty italiano y la Secession austriaca. He seguido los pasos de los grandes escritores que aquí han vivido: Joyce, Svevo, Rilke, Saba. He desayunado en sus maravillosos cafés históricos de principios del XIX. He pasado por su teatro y su foro romanos, por su cementerio que conmemora al padre de la arqueología moderna, Winckelmann, asesinado aquí como tantos otros. He admirado su monumental Piazza Unità d'Italia, su principal teatro, su bolsa, su canal, su puerto. Me ha parecido una ciudad preciosadonde todo está limpio (al menos en el centro), donde hay respeto por las normas de cortesía y donde la gente y los coches se ceden el paso mutuamente. This is my kind of place. 

He terminado demasiado agotada estos días como para escribir nada, tras unas jornadas de paseos maratonianos. Estoy en la estación esperando a mi tren hacia Ljubljana. No me da tiempo a más de momento.

Anecdotario:

- Aterrizo en Trieste más o o menos sobre el horario previsto. Tenía un tren reservado por Interrail para llegar al centro, pero para cogerlo tengo que esperar casi una hora y según Miss Google además la estación dista 20 minutos del alojamiento. Se me echa encima el cierre del check-in en mi hotelito monoestrella, donde no hay turno nocturno en recepción. Ante el temor de no llegar a tiempo, cojo un taxi sin saber que hay 40 kms de distancia que incluyen un peaje. La broma me sale cara, pero eso es lo de menos. 

El problemino se presenta cuando el taxista me pregunta dónde voy, y no puedo contestarle porque no lo sé. He pasado los dos últimos días haciendo reservas, comprando billetes y planificando horarios, todo ello con el mismo destino. He pasado tres horas y media en Fiumicino pendiente de que apareciera en las pantallas la puerta de embarque de mi vuelo. Pero la palabra mágica no acude a mis labios. No sé cómo se llama la ciudad donde acabo de aterrizar. Peor aún, cuando hago una búsqueda en la plataforma de reservas para encontrar la dirección del hotel, mi niebla cognitiva me confunde y le doy el nombre de otro hotel donde dormí hace unas semanas. Y claro, así nada le cuadra a Miss Google. Qué apuros me hace pasar mi memoria, o mejor dicho mi falta de.

Menos mal que el taxista resulta ser un yayo muy benevolente (sin barba canosa ni pijama rojo) y me dice que me tome mi tiempo.... Al final doy con el nombre del hotel correcto, en una calle peatonal del centro histórico de Trieste. (Tri-es-te. Ay, de verdad.) El hombre no se queda tranquilo, visto lo poquito que mi cerebro da de sí, y se empeña en acompañarme con la maleta a la misma puerta del hotel, porque ya es de noche. 

Nos despedimos con cordialidad, porque durante el largo trayecto hemos charlado y me ha hecho un monográfico sobre Trieste: ?Me informa de que el aeropuerto da servicio a varias ciudades de Friulia-Venezia Giulia y por ello no está cercano, y por eso me preguntaba a qué ciudad iba. De que la gente tiene una mentalidad abierta porque es una ciudad portuaria. De que haber sido puerto franco ha marcado el destino de la ciudad, que llegó a ser ciudad estado tras la guerra. De que el clima en verano es muy húmedo y en invierno sopla el bora. 

Entre extraños siempre se recurre al lugar común del tiempo, pero en este caso el tema tiene mucho interés. Al principio pienso que este hombre es un exagerado, pero da detalles tremendos: que el bora sopla a veces a 120 Kms/hora durante diez días seguidos, lo que obliga a colocar cadenas en las calles para que la gente pueda andar agarrándose a ellas. Una delicia, que experimento en mis carnes pecadoras durante tres días, pero sólo a 30 kms/hora. Un boracito de nada. 

Notas:

- Mi hotelito está en el centro histórico medieval, y hace semi esquina con el arco de Ricardo, una reliquia romana que, con el correr de los siglos, quedó incrustada dentro de una casa que aprovechó una de sus columnas para reforzar su fachada. Todas las callejuelas que me rodean son un entramado de cuestas con casitas pintadas de colores, con ventanas a la francesa y puertas redondeadas. 

- Trieste cuenta con unos cuantos cafés históricos de la década de 1830s, o sea que van a cumplir doscientos años. Desayuno en uno de ellos, el llamado degli Specchi o de los espejos, en la impresionante Piazza Unità. Tiene la ambientación vienesa que se espera de este tipo de establecimientos, pero aliviada con el ambientillo propio de Italia. Es decir, que hay ventanales con cortinajes y salones con frescos en el techo y camareros de uniforme a la antigua, pero no reina un perfecto silencio como en Viena, sino que hay un gori-gori de conversaciones en alta voz. En Viena recuerdo haber oído solamente el tintineo de las cucharillas removiendo en las tazas. En Trieste, puedo cotillear perfectamente la charla incesante de todas las mesas que me rodean. Desde mi mesa puedo contemplar, en la plaza, un espectáculo para mí reconfortante: la retirada de los árboles de Navidad. Por fin. 

- Subo hasta el castillo, el foro romano y la catedral. Desde allí arriba hay unas vistas estupendas del puerto y los montes. Y justo al lado del foro, un jardín funerario lleno de restos arqueológicos conmemora al alemán Winckelmann, quien sentó las bases de la arqueología moderna viajando a los lugares donde había más ruinas. En uno de ellos encontró la muerte en Trieste, donde le asesinaron para robarle unas joyas que había recibido de la emperatriz austriaca María Teresa como premio a sus servicios. Pobret.

- Me acerco en autobús ocho kms hasta el castillo de Miramare, palacete de veraneo de Maximiliano Habsburgo, cuyo parque me encuentro cerrado a temprana hora por rachas fuertes de viento. No importa, recorro el trayecto de vuelta a Trieste  andando desde el punto donde el autobús me deja en el lungomare o paseo marítimo, a la sombra de los pinos pero sin sevillana rociera, porque la banda sonora la pone el viento en las ramas. El bora sopla en contra, pero lucho para caminar con todas mis fuerzas (literal). Como premio a mi esfuerzo, recibo una puesta de sol espectacular sobre este Adriático azulísimo, y voy pasando revista a todas las villas de veraneo que los ricos de la época se hacían construir en la orilla, al retortero del príncipe austriaco. 

Me encantan los edificios antiguos, no sólo porque suelen ser más bellos que los actuales, sino porque tienen el poder de evocar las vidas que transcurrieron entre sus paredes. A mí me gusta imaginar cómo sería habitar en ellos en épocas pasadas, y rastrear los restos de esas vivencias que aún parece que flotan entre sus paredes. Cursi que es una. En este caso, algunos de estos edificios son muy hermosos, pero uno en concreto es un delirio orientalizante muy propio de nuevos ricos. Me encanta, porque imagino a las malas lenguas de la buena sociedad de la época despachándose a gusto contra los dueños.  

- Las grandes avenidas de Trieste se dan un aire a las vienesas, no en vano los Habsburgo reinaron aquí durante siglos. Hay edificios maravillosos que lo atestiguan, sobre todo del siglo XIX y principios del XX. También algunas zonas conservan un levísimo regusto soviético, cortesía del mariscal Tito. Pero todo está muy cuidado, al menos en el centro. Hay hermosos parques.

- Visito las dos iglesias ortodoxas, la griega y la serbia (creo haber leído que ambas comunidades separaron sus cultos hace trescientos años). Me impresionan los iconos repujados en plata, y los frescos bizantinos. Me acerco también a la espectacular sinagoga, la más grande que he visto hasta ahora. Fue construida en estilo liberty para sustituir a la medieval. Hay visitas guiadas, pero no puedo entrar porque está cerrada al público durante la celebración del sabbath. La custodia un pequeño contingente del ejército de tierra. También el museo de la comunidad hebraica está cerrado y custodiado por militares, metralleta en ristre. 

- Trieste es una ciudad literaria, escogida por muchos autores como lugar de residencia. Hay varios itinerarios que siguen sus andanzas, y muy bonitas estatuas que les muestran en sus recorridos cotidianos para tenerles todavía muy presentes. Por ejemplo, frente a la biblioteca municipal hay una estatua de Italo Svevo a punto de entrar en ella, o hay otra estatua de James Joyce cruzando el puente sobre el canal, frente a su domicilio (Joyce escribió el Ulises en Trieste, mientras malvivía impartiendo clases de inglés en la academia Berlitz). 

Muchas cartelas explican la vinculación de Joyce con la ciudad. Una de ellas está justo en la esquina de mi hotelito. Según leo, por estas mismas calles era donde acudía a las tabernas y luego se iba a las casas de tolerancia, curioso nombre para referirse a los burdeles de la época. Me lo imagino dando tumbos, tímido y embriagado, un hombre espigado y desgarbado con problemas de visión, de pocas palabras y con un fuerte acento pero sabiendo muy bien lo que decía (siempre hablaba con sus hijos, nacidos en Trieste, en italiano). Vaya con el amigo Joyce. Yo me propuse, como tantos, leer el Ulises y nunca pasé del tercer capítulo, me fui directamente al monólogo picantón de la gibraltareña Molly Bloom al final de la novela, y cerré el libro me temo que para siempre. En cambio, Retrato del artista adolescente me gustó mucho, entre otras cosas porque se entiende todo. En mi querido Dublín hay todo tipo de recorridos y remembranzas del hombre al que ignoraron en vida y al que se lo deben todo póstumamente. Algún año me gustaría ir allí para el Bloomsday y ponerme un sombrero belle époque para desayunar, como Leopold Bloom, riñones fritos y sandwich de gorgonzola. Pero eso es otra historia.  








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