6.2.25

Me subo al ferry que realiza un recorrido regular por los puertos de las islas cercanas a Zadar. Es el equivalente a un autobús para los isleños, su medio de transporte para llegar a la ciudad, pero también para moverse de una isla a otra y para recibir visitas, paquetes y mercancías. 

Hace un sol espléndido y la temperatura es suave para principios de febrero, así que me instalo en cubierta. Entretengo la espera viendo al barkaroli del puerto en acción: en acción: transporta una familia entera, con dos carritos de bebé incluidos, de un extremo al otro del puerto en su barca de remos. 

En el ferry hay una familia alemana, otra que no sé de dónde es porque no despega los labios, y vecinos de la isla o familiares de los mismos. Algunas señoras llevan carritos de la compra. 

La mar está en calma y la travesía es muy tranquila. Pasamos por entre el manojo de islas, algunas unidas por un puente, del archipiélago frente a Zadar hasta llegar a la pequeña localidad de Sali, en la isla de Dugi Otok, donde atracamos en su puerto de pescadores. En esta misma isla hay dos parques naturales que he mencionado en entradas anteriores, pero ni tengo medio de transporte ni me da tiempo a visitarlos. 

Al desembarcar en Sali, espero encontrarme un bar abierto, pero no. Hemos llegado a las 11:30, y eso significa que el bar y la panadería ya lo tienen todo vendido por hoy, y están cerrados por ser temporada baja. (Faltan cuatro horas para que descubra que hay un gran supermercado en el extremo opuesto del puerto). Hay un grupo de amiguetes tomando cerveza, pero a la puertas de un local comunal que está semi-vacío por dentro. Yo me he traído comida de picnic, pero no se me ha ocurrido añadir a la bolsa un WC portátil, mira qué tonta. 

La oficina de información turística también está cerrada, pero hay una agencia inmobiliaria y otra de viajes (?) abierta, y les pido un plano de los senderos. Me recomiendan uno de parece que ofrece unas vistas panorámicas espectaculares, pero en sólo cuatro horas tendría que ir, echar una ojeada rápida y volver deprisa. No se lo confieso, pero no estoy dispuesta. Yo he venido a oler los pinos, a caminar entre los olivos centenarios y  a contemplar el mar azul, pero saboreándolo con calma, no a la carrera. De todos modos, inicio la ruta porque quiero ver el paisaje desde un punto elevado. 

La ruta sigue la carretera hasta que se adentra por un sendero, y allá que me aventuro yo para poder ver de cerca los famosos olivos centenarios de la isla, que tienen 700 cumpleaños a sus espaldas y que siguen una tradición que data de tiempos de los romanos. Caminando entre olivares pienso en todas las generaciones que los han contemplado desde tiempos remotos, y en cuantas ocasiones esos antepasados, aparte de varear la aceituna y ponerla en salmuera, también habrán hecho pipí, como yo me dispongo a hacer, resguardados de miradas indiscretas entre los arbustos y los muros de piedra que circundan los campos. Esos mismos campos en los que dejo una muestra de mi huella biológica por duplicado, en la subida y en la bajada, porque la naturaleza sigue su curso y no podemos dejar de atender su llamada. La culpa la tiene el bar del puerto por estar cerrado a la hora del aperitivo. 

Sigo subiendo, y alcanzo las ansiadas vistas panorámicas del mar y de las otras islas e islotes frente a Sali. No deja de maravillarme el azul intenso del Adriático, y lo transparentes que son sus aguas en la orilla. Me creo en el paraíso, hasta que Miss Google enmudece de repente. Me he quedado sin cobertura una vez más (en Croacia es frecuente) y estoy en un camino rural, que quién sabe si desemboca en una cañada o termina en un barranco. La única persona que me he cruzado desde que tomé el desvío fue una señora con un capacho y un rastrillo al hombro. Me entra aprensión y decido volver. El resto del paseo lo dedico a vagar por las afueras de Sali, admirando sus almendros en flor y sus calas rocosas. Qué maravilla de sitio, aunque yo no podría pasar mucho tiempo aquí sin enloquecer, con 700 vecinos, dos ferries al día y unas cuestas de cuidado. 

Al día siguiente hago un viaje de tres horas hasta Split. He tenido que madrugar mucho, y durante el trayecto lucho por no quedarme dormida porque el paisaje es de tal belleza que no quiero perderme nada. La carretera va costeando por pueblos grandes y pequeños, pero todos prósperos. La costa dálmata, al menos en sus zonas más turísticas, parece pertenecer a otro país muy diferente a la Croacia que he visto en el interior días atrás. Cuanto más al sur avanzamos, más abundantes son las casas de veraneo y de retiro de jubilados, y los puertos deportivos están repletos de veleros y yates de recreo, y eso que por ser invierno algunos tienen la embarcación retirada del atraque y aparcada frente a su casa. 

Desde la costa se ven el resto de islas del archipiélago de Zadar a las que ayer no llegó el ferry. Al menos dos de ellas son islotes  unidos a la costa por un puente, y totalmente ocupadas por un caserío en descenso desde la torre de la iglesia. Otros islotes están deshabitados y son santuario de aves. Algunas islas son bastante grandes, y tienen varios puertos de pescadores. Otras exhiben un bosque mediterráneo muy tupido. Todas son bellísimas. 

Pasamos por varias ciudades muy hermosas. Me llaman especialmente la atención Sibenic, Primevak, Najbilja Mesnica, More y Trogir, cada una de ellas con una personalidad bien definida. 

En Split, Miss Google me va guiando desde la estación de autobuses a mi alojamiento, a lo largo de un paseo marítimo ajardinado y un bulevar con palmeras. Por el camino me maravillo porque veo una enorme edificación de mármol blanco con añadidos de todas las épocas posibles, y nuchas casas adosadas a su muro. Luego me entero de que es el palacio de descanso del emperador Diocleciano, del siglo V. La historia de Split se diferencia de sus vecinas en puede añadir este capricho de Diocleciano como impresionante rasgo diferencial que añadir al listado de recuerdos de las invasiones y colonizaciones habituales en la zona, .

Subo hasta la casita que he alquilado, en el histórico barrio obrero de Veli Varios, donde la fama es que sus habitantes se construyeron ellos mismos sus casas, y tiemblo al comprobar que la mía tiene el balcón sobre la entrada apuntalado con puntales de metal. Pero la casa por dentro está muy bien acondicionada. La chica que la alquila es un verdadero encanto, trabaja como personal de apoyo en un colegio pero es socióloga. Me habla de Split y de su historia, y dice que aunque toda la fama se la lleva el cercano Dubrovnik, Split le gana en antigüedad y en importancia. Y apunta que además allí cobran por entrar en todas partes, cuando aquí se puede hacer gratis. Me relata cómo durante la guerra y posguerra sufrieron un embargo y les faltaba de todo, por lo que tuvieron que aguzar su ingenio para procurarse lo necesario para el día a día, y que eso les ha fortalecido el carácter. Pero lamenta que la situación económica no hace más que empeorar, que el poder adquisitivo de los croatas es muy limitado y que los precios de cara al turismo son altos, por lo que su nivel de vida se resiente. Me indica con toda amabilidad muchas posibilidades para  aprovechar mi tiempo en Split. 

Paso el día recorriendo todo lo que puedo abarcar en una jornada. Subo al parque de Marjan, cercano a mi alojamiento, donde hay un mirador que domina la ciudad entera. Una vez abajo, la ciudad antigua no es muy grande y creo que doblo cada esquina, me meto en cada recoveco y husmeo en cada patio. La mayoría del fachadas son de piedra caliza vista. Las callejas son estrechísimas, pero al ser todo de color blanco no resultan opresivas. La ciudad vieja está pagada de colonias de gatos callejeros que reciben mimos y comida de los vecinos, lo que siendo malpensada debe de significar que hay ratas y quieren así mantenerlas a raya. 

Recorro las cuatro puertas del palacio de Diocleciano: de oro, plata, hierro y madera. Dentro del recinto lo primero que asoma es la exquisita torre románica de la Catedral de San Diomo. En el peristilo romano, que de por sí ya es impresionante, sorprende encontrar una esfinge egipcia de cuando Tutmosis. Un souvenir del que al parecer se encaprichó el emperador para adornar su mausoleo en Split. El templo de Júpiter ha sido profanado y ahora es una iglesia preciosa. Muy cerca de él está el Hotel Slavija, que desde hace un siglo acoge a sus huéspedes en un antiguo palacio quebalberga en su sótano nada menos que las termas de Diocleciano. En la zona de herencia veneciana, la plaza del ayuntamiento muestra un palacio medieval y otro renacentista reconstruidos, y cerca está la Torre Veneciana, en la Plaza de la Fruta, que es otra belleza. Me asomo al puerto para añadir otro atardecer a mi colección. Las terrazas del paseo marítimo están animadísimas, y la gente pasea a ancianos, niños y perros con la misma parsimonia que en un pequeño pueblo. El ambiente es muy relajado, se oyen muchas risas. Estos croatas del sur son más alegres que sus compatriotas más norteñosy me encanta este ambiente distendido. Treinta años después, no se aprecian cicatrices visibles de la guerra en esta ciudad. Las ocultas a la vista ya serán otra cosa.

Me retiro antes de lo acostumbrado porque mañana mi autobús hacia Dubrovnik sale a las ocho de la mañana, y debo arrastrar a Doña Resilia por alguna calle sin asfaltar que otra por mi barrio, antes de bajar la cuesta hasta el puerto. Split tiene un encanto muy especial, y lamento no poder saborearlo con más calma, pero también, al igual que Zadar, su casco histórico es pequeño y se abarca en poco tiempo (aunque sin profundizar, claro está).

Anecdotario:

- Buscando mi alojamiento esta mañana llego sin novedad a la calle, pero no encuentro el número de la casa. En vano subo y bajo la cuesta contando y recontando pares e impares. Una señora muy mayor con los ojos muy claros sale de su casa para preguntar qué me pasa. Sólo habla croata. Nos entendemos por gestos. Le digo el número que busco, pero no comprende. Le enseño la pantalla del móvil, pero no ve bien. Yo señalo con el dedo hacia arriba, y ella con la mano abierta hacia abajo. Su afán por ayudarme me va pareciendo heroico por momentos, y también por momentos voy perdiendo la paciencia. Hasta que se mete en su casa y saca una libretita y un lápiz. Le pinto unos numeracos a todo lo que da la página et voilà, resulta que mi casera es su vecina de enfrente. Y que la casa que busco está oculta dentro de un patio, a su vez oculto al fondo de un callejón. Misterio resuelto. Me vuelvo para agradecer a la señora toda su paciente ayuda, pero ha desaparecido. Luego me aclara mi casera que la pobre mujer está sorda como una tapia. 

- A la mañana siguiente salimos rodando cuesta abajo Doña Resilia, Resilita (la familia crece, porque he comprado una bolsa de viaje para repartir el peso) y servidora. La estación de autobuses está aledaña al puerto, y para llegar debo recorrer todo esa preciosidad que es el paseo marítimo, más los muelles. Veo el final del amanecer sobre las aguas, cómo el sol dora la cabellera de las palmeras y lame las casas y pinta de oro la torre de la catedral.... como se puede comprobar, vuelvo a sufrir uno de mis ataques de cursilería. 

Pero los síntomas se me curan pronto, porque la realidad es una diosa tozuda y cruel que gobierna nuestras vidas despóticamente. En la estación de autobuses, decido hacer el último pipí antes del largo viaje de casi cuatro horas. Las instalaciones parecen carcelarias, incluida la canceladora, que consiste en unos gruesos barrotes giratorios que en franjas paralelas alcanzan unos dos metros desde el suelo. Meto las moneditas, avanzo y... Resilia, Resilita y yo quedamos atrapadas en el espacio reservado para una persona muy, muy delgadita. Resilita en concreto está trabada por una de sus cinchas a este mecanismo infernal. Por mucho que empujo, la celda giratoria no avanza ni hacia adelante ni hacia atrás. Mi imaginación neurótica visualiza una escena dantesca: la de los bomberos rescatándome ante un coro de curiosos que se sienten agraviados y que reivindican sus derechos, porque tienen ganas de orinar y pierden el autobús. En estas, una chica que da vueltas por la sala de espera se asoma, me ve y al parecer le da un ataque de vergüenza ajena, porque sale huyendo. Al cabo, recuerdo que más vale maña que fuerza y voy maniobrando hasta poder liberarme, a mí y a mi equipaje. Doña Resilia queda magullada, pero sus heridas no son de consideración. A la salida no tengo problemas, porque al no tener que pagar cada giro, la canceladora se mueve todas las veces necesarias, la muy... Ay, de verdad.

- Ya que el leitmotiv de esta entrada, y algunas otras, parece ser todo lo relacionado con mi agüita amarilla (cómo se va notando la edad, el suelo pélvico no tiene compasión de mí), diré que Split une, a sus muchas virtudes, una red de WC públicos estratégicamente colocados para que los viandantes no queden desamparados en semejante trance. Y cada uno de ellos, la persona encargada lo decora según el gusto correspondiente a su edad. Entro en uno que es todo un jardín de flores de tela, y la encargada es cincuentona, pero en otro que lleva una chica veinteañera, las flores están pintadas como graffittis en los azulejos, y la música ambiente es muy popera. El colectivo de meadores frecuentes, al que pertenezco, agradece este tipo de iniciativas de toda vejiga. Fin del tema. 

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