11.3.25

Llevo cuatro días en Bucarest y de momento lo único que he visto de esta hermosa y extensa ciudad ha sido un supermercado, dos farmacias y tres tiendas de decoración. El motivo es que el resfriado que ha viajado conmigo desde Sofía ha decidido empeorar aquí en Bucarest, y los Paracetamoles me tienen baldada, con lo que no he tenido más remedio que resignarme a quedar encerrada en el pequeño estudio que he alquilado. Sólo se trata de un fuerte constipado, pero he tenido un poco de fiebre y eso siempre me tumba (literalmente).

Llegué un viernes noche desde Sofía. Mi enfriamiento se ha complicado, tras un vuelo de cincuenta minutos en un avión rumano donde la ventilación no se podía controlar del todo desde cada asiento. El sábado bajé un momento al supermercado y a buscar una farmacia, y compré lo esencial para sudar el constipado en la intimidad. El domingo, al no haber mejorado gran cosa, decidí continuar con el confinamiento y aprovechar que el estudio incluye una lavadora para lavar a conciencia mi ropa más impresentable (los gemidos lastimeros de esta venerable máquina me dieron tanto miedo a que se me rompiera en las manos, que el lavado se quedó sin finalizar del todo... pero eso es otra historia).

Tuve que agradecerle a mi malestar pasajero que me librara de un susto. Resulta que mi alojamiento es muy céntrico, y el gigantesco palacio presidencial de Ceausescu, actual parlamento, está sólo a quince minutos. Unos minutos más allá queda la Junta Electoral Central. 

El domingo por la tarde, desde la cama, empecé a oír sirenas policiales y gritos que sonaban a proclamas. Luego me enteré de que provenían de esa zona. Consulté las noticias online por si se trataba de un choque entre aficionados futboleros, pero pronto ví que la cosa era más grave. 

La junta electoral ha desestimado la candidatura electoral de un tal C. Georgescu, anulando sus posibilidades de presentarse a las próximas elecciones, que tendrán lugar en mayo. Estos son los hechos. Los motivos de tal decisión parecen radicar en que este Georgescu es un extremista de la derecha populista más radical, y según algunas fuentes se trata de un agente de Putin, porque fue favorecido por la inteligencia del Kremlin para quedar primero en la ronda electoral anterior. El argumento de la junta para apartarle de la carrera electoral es que él no respeta las reglas del juego democrático. Esto yo ya no lo puedo corroborar ni desmentir, sólo anoto lo que he leído en los noticiarios (en mi ingenuidad, aún soy de las que consideran la BBC como una fuente de información más o menos solvente en cuestiones de política exterior). El caso es que los partidarios de Georgescu organizaron una protesta, que en un momento dado derivó en enfrentamientos muy violentos con la policía. Varios agitadores fueron detenidos y varios manifestantes y policías resultaron heridos. Todo esto a poca distancia de mi casa, y mientras tanto yo reposando en la camita, dulcemente arropada por mi edredón. Bendito resfriado. 

Esta mañana parece que me encuentro algo mejor, y me aventuro a bajar a la calle. Pero por mala suerte, cuando abro la puerta del estudio para salir, la corriente que se forma con la ventana abierta tira al suelo un marco y un adorno. El marco contiene una foto de Kate Moss, pasando un mal momento (el marco, no ella.... aunque bien pensado, ella también). El adorno me ha dado más rabia, porque era muy bonito: unas letras labradas en madera formando la palabra "dreams", que como decoración en un dormitorio es tanto una muestra de coherencia como de buenos deseos. Pero los sueños en esta ocasión se han hecho añicos. 

He intentado localizar a mi casero, pero con al menos dos plataformas intermediarias de por medio ha sido imposible, y tampoco me cogían el teléfono, de modo que he decidido por mi cuenta y riesgo reponer lo dañado con artículos similares, enviar fotos de la sustitución, y así evitar que me reclamen un sobreprecio por daños en una decoración ya ajada, que no deja de ser del estilo de la archiconocida república independiente de tu casa, o sea, que cuesta cuatro duros y está fusilada en cualquier tienda de los chinos. No estoy en condiciones de disfrutar de una visita turística hasta que me encuentre mejor (mañana por fin, espero)... pero sí me veo con ánimos de hacer un recado. 

Me pongo la gabardina (hace demasiado calor para el plumas) e inicio una investigación de mercado por los alrededores, en la que me siento un detective de serie cutre de los 1980s buscando a un desaparecido, porque poca gente capta el concepto "wooden decorative letters", y tengo que ir enseñando la foto de los sueños truncados a los dependientes. Mi alojamiento está muy céntrico, pero yo estoy aún convaleciente y me noto débil para andar mucho rato seguido, de modo que cojo varios autobuses. Encuentro un marco idéntico al que se ha roto. Las letras de madera, no. No me importa demasiado el trasiego, porque paso de un autobús a otro y resulta ser una forma estupenda de ver la ciudad sin tener que cansarme recorriéndola a pie.

Al volver a casa, me devuelven la llamada los intermediarios y me dicen que no me preocupe por los sueños truncados, que ya he hecho bastante. Pero me da pena quedarme encerrada de nuevo, es sólo media tarde. Para cuando he querido dejar los autobuses y aventurarme a dar un pequeño paseo yo sola, me he encontrado con que aún es pronto para proponerse retos, porque he llegado a la monumental plaza de la Universidad, que está a 17 minutos de donde yo me alojo, jadeando y con las piernas temblonas. Decido que en estas condiciones no voy a disfrutar de Bucarest como merece, y que debo esperar al menos un día más a recuperar mis fuerzas.

Al volver a casa desde la universidad, estoy tentada de acercarme al palacio presidencial de Ceausescu. Lo he visto desde el taxi que me trajo del aeropuerto, y es de un mal gusto espectacular que me resulta fascinante. Yo sabía de la existencia de este edificio porque tengo edad de recordar con detalle la ejecución de Ceausescu y su mujer en 1989, poco después de haber intentado calmar desde sus balcones la furia de los rumanos, que le abucheaban congregados en la plaza. Me intriga muchísimo esta mole, el palacio civil más grande de Europa (el mayor palacio de uso monárquico es nuestro Palacio Real) porque se trata de la expresión más pura de hasta donde puede llegar la megalomanía desmelenada cuando el culto a la personalidad de un tirano se sale completamente de madre, y nadie parece capaz de frenarle. Actualmente, esta cosa tremenda alberga el parlamento, como se encargó de explicarme mi joven taxista el viernes cuando pasamos por delante. A continuación, pasó a ilustrarme en tono didáctico sobre lo que es un parlamento y para qué sirve. Ay, divino tesoro. 

En el último momento decido dejar la contemplación del parlamento para otro día, porque necesito descansar. Y es así como, por segunda vez, mi resfriado me libra de mezclarme con la algarabía de las protestas callejeras, porque nada más subir oigo de nuevo sirenas y proclamas desde mi ventana... Enciendo la tele rumana, y veo en directo como los seguidores de Georgescu se manifiestan frente al parlamento. Son sólo unos cientos y están bien custodiados por la policía, pero claramente se les ve con ganas de armarla de nuevo, a juzgar por las declaraciones sobreactuadas que ofrecen a los reporteros. 

Conclusión:

Dado que no he podido ver casi nada de Bucarest en todo este tiempo, voy a prolongar mi estancia una semana más. Pero en otro alojamiento, un hotelito cuqui que está de oferta. Y, más importante aún, está lejos del parlamento. Parece que los cabecillas de la guerrilla urbana fueron detenidos ayer lunes, pero con los agitadores nunca se sabe. 

7.3.25

En el aeropuerto de Sofía, haciendo tiempo para embarcar rumbo a Bucarest. He pasado una semana estupenda en Bulgaria, disfrutando además de una primavera adelantada, con cielos despejados y temperaturas de hasta 20°C por las tardes (salvo el primer día, en que me empapó la lluvia). Los búlgaros están encantados y algunos hasta se han puesto en manga corta. Me comentan que debería estar nevando todavía, de hecho hay mucha nieve acumulada en las montañas, incluida Vitosha, la más cercana a Sofía. Yo me he enfriado un poco, como resultado de la variación térmica. Nada de importancia, aunque la medicación me provoca un sueño y una desgana invencibles.

Antes de llegar, no sabía que el origen de Bulgaria se remontaba a los antiguos tracios, ni que había sido muy poderosa en la Baja Edad Media. También ignoraba que estuvo bajo dominio otomano quinientos largos años, hasta que fue liberada tras la guerra ruso-turca en el último tercio del XIX. 

Sofía, ciudad de la que lo desconocía absolutamente todo, me ha sorprendido por su vitalidad y su gran variedad de estilos. Tomada en su conjunto, no es un lugar pintoresco precisamente, sino más bien utilitario, sobre todo en sus barriadas de la época soviética. Pero en su zona monumental hay reliquias de la antigua villa tracia de Serdica, y sobre todo preciosos edificios señoriales del estilo que aquí llaman el renacimiento nacional búlgaro (s. XIX). Las principales arterias comerciales y plazas están muy animadas por las tardes, y a mí me ha resultado muy agradable pasear por ellas escuchando a los músicos callejeros, curioseando en los mercadillos y cruzándome con gente que no lleva demasiada prisa. 

Entre los lugares históricos que he visitado, aparte de la capital, se encuentran Veliko Tarnovo, Rila, Plovdiv, Starosel y Koprivshtitsa. Me he dejado otras zonas montañosas y la costa del Mar Negro para mejor ocasión, por los motivos acostumbrados: debo racionar el presupuesto entre las diferentes etapas del viaje si quiero seguir viajando por otros países. Estos paisajes y estás gentes son merecedores de que las descubra en mayor profundidad, así que si no suben mucho los precios me planteo volver en algún momento a rellenar los huecos del itinerario. 

Notas de algunas cosas que me han llamado la atención:

- En Sofía hay una impresionante catedral ortodoxa dedicada a San Alexander Nevsky. No tenía ni idea de que era santo, porque de lo único que me sonaba este señor era de la película de Eisenstein. (Hay una estupenda escena de la batalla en la nieve en la que el ejército de Nevsky se enfrenta a los caballeros teutones, y en la que la inspirada música de Prokofiev es un proyectil lanzado contra el espectador. Quién necesita efectos digitales cuando una orquesta y un coro se aplican en ponerte los pelos de punta). 

Pero a mí me gusta más la iglesia rusa de San Nicolás el Milagroso, que no tiene esas enormes cúpulas doradas, sino que son de un tamaño más abarcable, y además está decorada con azulejos Art Nouveau. Hasta aquí vino un miembro de la familia del zar ruso para inaugurarla, y ha sido el templo de la comunidad rusa en Sofía desde entonces, incluso durante la época soviética. 

- También hay una mezquita principal, la de Banyia Bashi, y una sinagoga sefardí muy bonita (de nuevo Art Nouveau). En esta última se permite la entrada a visitantes, y vuelvo a pasar por exhaustivos controles de seguridad, como en la de Estambul. Dentro, entre otras cosas como una maravillosa lámpara colgante, hay mucha información sobre todas las sinagogas sefardíes, muchas ya desaparecidas, en Bulgaria. Me asombra que tengan nombres hispánicos a veces alejados de la religión, como por ejemplo "el cortijo grande". 

- Descubro que hay un gran mercado al aire libre llamado el Mercado de las Mujeres o Zhenski Pazar. Venden artesanía, lácteos de todo tipo, carne, frutas y verduras. Está situado en el triángulo que llaman de la tolerancia, equidistante entre tres templos de las tres religiones monoteístas. 

Los tipos de los vendedores son en general un poco toscos, abundan los rostros de labriegos curtidos por las inclemencias. Muchas de las mujeres me parecen poco femeninas. Hay muchas cartelas con fotos antiguas del mismo mercado en épocas anteriores, donde se pueden ver los campesinos que vendían allí sus mercancías, vestidos a la manera tradicional, con una mezcolanza de prendas eslavas y turcas. Por su apariencia me doy cuenta de que las tradiciones búlgaras son un híbrido. Más tarde, un guía me explica que son el resultado de las influencias de muchas culturas, y que ese es el motivo de que los pueblos eslavos que han estado en contacto con los otomanos conserven muchos recuerdos orientalizantes. 

- En mis paseos, descubro muchas casas preciosas de principios del s. XX, la mayoría muy bien cuidadas. Pero al alejarme me encuentro con barrios más descuidados. Uno de ellos parece un reducto de gente joven alternativa, la eterna vie bohème en su penúltima reencarnación. En las excursiones tengo la ocasión de ver la cara B de esta ciudad desde la ventanilla del autobús. Hay barrios semi chabolistas de gitanos marginales, donde las calles embarradas no tienen acerado y hay muchos solares con una pila de escombros, restos de lo que fue una casa. Pero en el centro hay muchos edificios señoriales magníficos, algunos de estilo parisino o vienés, otros de la época soviética. Esta es una ciudad de contrastes. 

- Lo que no me gusta de Sofía es que hay vallas que recorren el perímetro de avenidas enteras, y muchas veces impiden el poder cruzar a la acera de enfrente, lo que obliga a retroceder un largo camino, desandando lo andado. Para cruzar estas avenidas valladas se utilizan largos pasos subterráneos que a veces tienen locales comerciales abiertos, y otras veces no son más que un lóbrego pasadizo deshabitado. Yo he intentado evitar tener que recurrir a estos pasadizos, pero a veces no he tenido más remedio. Salvo en las estaciones de metro, donde siempre hay mucho gentío, la verdad es que me ha dado miedo tener que ir sola por el subterráneo y he tenido que esperar a que apareciera alguien para seguirle por el túnel. 

- Mi hotelito monoestrella está cerca de la estación de autobuses, y a corta distancia del puente de los leones que conduce al centro histórico. No es caro y está limpio. Pero la ducha es italiana, es decir, que consta de todo lo necesario salvo del plato de ducha. La alcachofa apunta directamente al suelo del cuarto de baño, que está rebajado en desnivel de forma que el desagüe situado en el centro no forme charcos. Pero al ducharte es inevitable que salpiques los sanitarios y, si no tienes cuidado, el toallero y las repisas con todo su contenido. Yo ya tengo experiencia en esta modalidad de ducha desde que pasé una semana en Florencia, donde yo y mi compañera de piso, tras ducharnos, tirábamos una toalla y bailábamos la conga sobre ella, para acá y para allá, hasta secar al menos el suelo. 

- El estado de las carreteras búlgaras es lamentable. Me cuentan los taxistas y el guía que se hicieron obras en algunos tramos con fondos europeos para cubrir el expediente, pero que la corrupción de las autoridades ha impedido una reforma efectiva de la red viaria. Cualquier recorrido es una tortura para los pasajeros, y también para la suspensión de los vehículos. 

- Voy por mi cuenta en autobús de línea hasta Veliko Tarnovo, la antigua capital histórica en tiempos de los zares búlgaros medievales. Es un lugar bellísimo que me deja maravillada. No tengo tiempo de visitar la enorme fortaleza porque debo ajustarme a los horarios del transporte público (son tres horas de carretera, más los atascos). Pero no me importa, porque prefiero caminar por la ciudad alta y luego bajar hasta la pedanía que se asienta al nivel del río Yantra, y cruzar su puente de piedra. Me enamoro de la pintoresca calle Gurko, que se ha conservado tal cual se la encontró este general ruso, de quien lleva el nombre, cuando la liberó de los otomanos en el s. XIX. Qué preciosidad de ciudad. 

- Dado que las distancias hasta los lugares de interés se alargan más de la cuenta por el mal estado de las carreteras, decido contratar un circuito de dos días con guía y noche de hotel intermedia. Pero cuando llega la hora de recogerme en mi hotel, me encuentro con la sorpresa de que voy a viajar en el coche del guía porque soy la única viajera. Todavía es temporada baja, y la mayoría de turistas llegan con el paquete contratado desde su país de origen. 

Ya he estado en un circuito privado en Capadocia y este chico se ve muy formal, así que me embarco en el viaje como quien se prueba un traje hecho a medida. Y resulta ser una experiencia muy agradable. El guía es un aficionado a la historia y me beneficio de sus conocimientos. Me enseña muchos rincones de las ciudades, los yacimientos y las aldeas que visitamos, y me explica el origen de las tradiciones, me relata como se dio lugar al renacimiento búlgaro, me habla de los tiempos de la dominación otomana, de la soviética y de como los búlgaros han adoptado una nueva mentalidad y otra forma de vida desde la caída del muro para acá. 

- Este guía me lleva al monasterio de Rila, a la ciudad de Plovdiv, donde hacemos noche, al templo de los antiguos tracios en Starosel, y a la villa de Koprivshtitsa. Según avanza el recorrido, cada lugar que visitamos me gusta más que el anterior. 

Del monasterio de Rila lo que más me impresiona son los frescos de su templo, y la torre donde vivía el destacamento militar que protegía el valioso patrimonio allí atesorado de los ladrones comunes. 

De los templos tracios me gustan las montañas donde se erigieron, pero a estas alturas de mi viaje he visto tantos yacimientos de todo tipo y condición que sufro un empacho de ruinas ilustres, y si soy sincera los pueblos remotos no consiguen atrapar mi interés tanto como las épocas más recientes, con las que puedo empatizar mejor. Sé que es una barbaridad por mi parte, pero es así.

En cambio, la ciudad de Plovdiv me entusiasma. No sólo es la capital cultural de Bulgaria (ha sido elegida capital europea de la cultura en dos ocasiones), sino que goza de una vida en sus calles que da gusto verla. Es una ciudad universitaria (cuatro universidades) y los estudiantes le aportan mucha alegría, pero además tiene unas ruinas romanas integradas en el casco urbano (un teatro, un estadio) más mezquitas recuerdo de los otomanos, más muchos edificios bellísimos del renacimiento búlgaro (s. XIX). 

En Plovdiv, me alojo en un hotel que regenta un amigo del guía, en la zona más antigua, donde las calles están adoquinadas y las casas salvan los desniveles de las empinadas cuestas. En esta zona, las casas lucen llamativos colores, y están decoradas en la fachada y el interior con primorosos frescos de motivos florales tradicionales. Mi hotel es un buen ejemplo, y aunque se trata de una casa restaurada hace pocos años, han tenido el buen gusto de recrear el estilo típico, y según me informa el dueño, los artesanos que pintaron las flores y las molduras en las paredes y el techo de las habitaciones son los últimos en activo que se dedican a este arte. Cada vez que subo o bajo por la escalera de madera, me creo en una película de época. Qué placer comprobar que hay gente que aún cuida las tradiciones con mimo, intentando preservarlas contra viento y marea. 

Más adelante, el guía me cuenta que su amigo es todo un personaje en el mundillo cultural de Plovdiv, que emigró a América y allí ahorró durante años para poder volver y montar este hotel. 

Plovdiv tiene un distrito céntrico llamado Kapana, que significa "la trampa". La razón de este nombre tan intrigante es que está repleto de bares y restaurantes con terrazas a la calle, donde acuden propios y extraños no sólo el fin de semana, sino también los días de diario. Y como se trata de un dédalo de calles un poco intrincado y a los búlgaros les gusta beber, me cuentan que llega un momento de la noche en que cuesta trabajo orientarse para salir del laberinto. A mí no me hace falta beber para experimentar problemas de orientación, la verdad. Acudo a cenar allí y me encuentro con un ambiente que me recuerda mucho al del centro de Madrid, donde si no has reservado de antemano a veces no encuentras fácilmente una mesa libre. 

La villa histórica de Koprivshtitsa me deja impresionada con su belleza, y también me impresiona la ídem de Todor Kableshkov, el héroe nacional búlgaro que allí organizó una revuelta contra los otomanos, prendió la mecha de la revolución contra la opresión, y murió por la causa, suicidándose antes de tener que delatar a los correligionarios que habían conspirado junto con él. Es que el hombre era bastante guapo, y no hay nada como un héroe romántico bien parecido para encender la imaginación. Visitamos su casa, que es de madera con base de piedra, y allí hay muchos objetos y muebles que dan una idea de cómo vivían las familias búlgaras de clase acomodada a finales del XIX. Las vestimentas que allí se muestran tiene un aire turco, en varias estancias hay largos sofás pegados a lo largo de las paredes, y en el comedor hay una mesa baja con cojines alrededor para sentarse en el suelo. Me dice el guía que estas costumbres traídas por los otomanos ya se van perdiendo, pero que en su familia, por Nochebuena, hacen una cena muy tradicional, y conmemoran esa ocasión especial sentándose sobre cojines para comer. Son reminiscencias de un pasado no tan lejano en realidad. 

- Pruebo algunos platos búlgaros que me gustan mucho, pero no me resulta fácil retener sus nombres. En Rila comemos a base de banitsas, que son como unas tortitas de masa frita que se untan con queso fresco y mermelada de fresas. Aceitoso, pero gustoso. En un restaurante típico encantador de Koprivshtitsa tomo también pogacha, como una torta de pan caliente que me resulta demasiado contundente, pero que está muy buena. También nos sirven kavarmá, que es un estofado de carne con verduras servido en una cazuela de barro con diseños tradicionales. Muy bueno. El sírene o queso frito también me gusta. Me entusiasma mucho menos una bebida típica de color marrón a base de cereales y cuyo nombre he olvidado. Me resulta empalagosa hasta lo imposible. Las famosas ensaladas búlgaras la verdad es que no llego a probarlas. 

Anecdotario:

- En la recepción de mi hotel en Sofía me dan la bienvenida colocándome una martenitsa, o pulsera hecha con un cordel de hilos blancos y rojos entrelazados, del que penden unos colgantes con esos dos colores. Es el primero de marzo, y me entero de que a partir de esta fecha es tradición que se lleve este adorno en la muñeca durante unos días, para darle así la bienvenida a la cercana primavera. Parece que martenitsa se puede traducir como "abuela marzo". La señora detrás del mostrador de recepción desde luego hace juego con la festividad, porque parece una abuela de cuento, con su larga melena canosa espaventada y una cotorra enjaulada que se hace eco de cada palabra que dice. Casi espero encontrarme con Hansel y Grettel por los pasillos, pero a pesar de tener colgado el cartel de completo, durante mi estancia no me cruzo con nadie. 

- Me cuenta el guía que su hija de trece años está estudiando español como primer idioma extranjero, y que si da la nota requerida, para la nueva etapa de sus estudios intentará entrar en la escuela privada Reina Sofía de España, que según dice es muy exigente. Me alegra que haya una institución de enseñanza en español aparte del consabido Instituto Cervantes. La verdad es que en Sofía me he cruzado con muchísimos turistas españoles, y según he oído también muchos trabajadores cualificados vienen desde España a cubrir algunos puestos, ya que la población búlgara es escasa y no puede por sí misma cubrir todas las necesidades de una economía que está despegando. En la televisión del hotel se sintonizan canales españoles, y algunos comercios tienen carteles en nuestra lengua. Ignoro qué tipo de relaciones comerciales tenemos con Bulgaria, pero deben de estar en un buen momento a juzgar por el interés que muestran aquí por agradarnos. 

- El taxista que me lleva al aeropuerto es muy charlatán, y aprovechando que evitamos un tremendo atasco cortando camino por una barriada gitana, se entretiene un buen rato echando pestes de la etnia caló. Cuando se entera de que vuelo con destino a Rumanía, me advierte que me vaya preparando. Al cabo de un rato el tópico ya está agotado, y entonces la emprende con los ciudadanos de Sofía, que en su opinión son antipáticos y maleducados. Él es de un pueblo cercano a Plovdiv, y eso es otra cosa... Está aquí cubriendo la baja de un compañero, pero no ve el momento de regresar a su terruño. Al despedirnos, le deseo que sus sufrimientos acaben lo antes posible, pero no pilla la ironía. 

- Mi último día en Bulgaria lo paso en buena parte en el aeropuerto, porque con el resfriado tengo unas décimas, y temo congestionarme bajo el sol de castigo con que me despide Sofía. En el aeropuerto, la calefacción no está acorde con los 22°C del exterior, de modo que me congestiono igual.

Y para colmo, el avión hasta Bucarest resulta ser una nave más bien pequeña de dos hélices, algo añosa ya, que tiene un sistema de refrigeración de esos que no puedes controlar desde tu asiento. Me abrigo bien, pero el daño ya está hecho. La febrícula me pone de muy mal humor, y menos mal que el viaje dura sólo una hora, porque la señora mayor con muleta que se sienta a mi lado es de lo más desagradable. Los auxiliares de vuelo no están por la labor de ayudarla, y yo me presto a ello, pero aparentemente lo único que consigo es molestarla con mi mera presencia. Me entra un impulso perverso de fastidiarla, y a las azafatas, y al taxista que me recoge, y al dependiente que me cobra en la caja del supermercado en mi primer día en Bucarest y que me persigue por la tienda como un comisario político. Sin duda mi malestar pasajero me ha agriado el carácter más de la cuenta, pero la primera impresión que me llevo de los pocos rumanos con quienes entro en contacto no es muy estimulante. Visito una farmacia, me venden Paracetamol, y tras un día de descanso y sintiéndome ya curada, me dispongo a cambiar de opinión y patearme esta extensa y hermosa ciudad que es Bucarest.  



1.3.25

Antes de despedirme de Turquía, paso tres días en Capadocia, en Göreme concretamente, adonde llego en un vuelo de 50 minutos desde Estambul. En este paisaje irreal, polvoriento, semi desértico, rodeada de gigantescos pedruscos fálicos, me siento como si hubiera alunizado en vez de aterrizado. 

Leo que este terreno tan particular es producto de la erupción de un volcán, cuya lava, al solidificarse primero y erosionarse después, terminó moldeada con estas formas fantásticas. La piedra es relativamente blanda, lo que permitió a los habitantes de la zona que se pudiera excavar, y los huecos resultantes fueron habitados.  

Mi hotel es uno de tantos en la zona que están excavados en la roca, y por tanto mi habitación es una cueva, un habitáculo de techo y paredes horadadas, situado bajo un enorme peñasco. Cuando me acuesto, no puedo evitar alguna ideación neurótica pensando en todas las toneladas que penden sobre mi cabeza, pero lo original de la experiencia me compensa la aprensión, y hasta consigo conciliar el sueño.

Göreme es una población muy pequeña, y son contadas las calles donde viven los vecinos. En las tres arterias principales se concentran, puerta con puerta, todas las atracciones que esta gente ha inventado para diversión y regocijo de los turistas, o sea, para su propio sustento. Como resultado, cada vez que salgo es como si caminara por un parque temático, un híbrido entre decorado de western y documental de la ruta de la seda. Pero comprendo que los habitantes de Göreme tienen que ganarse el bollo, como diría mi madre. 

El encanto de toda esta región es obra del paisaje, y los añadidos son en realidad superfluos (globos, parapentes, rutas en camello y a caballo, paseos en coches modelo retro 1950s, talleres de alfarería y de tejido de alfombras, derviches, baños turcos, noches folklóricas ...). Las poblaciones no están muy alejadas unas de otras, pero lo desértico del paisaje hace que parezcan aisladas en el tiempo y en el espacio. Los secarrales áridos se alternan con las montañas y con formaciones rocosas de formas fantásticas. Se distinguen perfectamente las capas de distintos minerales por el colorido de las franjas: amarillento, verdoso, rosado. Todo está cubierto por una generosa capa de polvo terroso, que se respira y hasta se mastica cuando sopla el viento. Los maniáticos de la limpieza no podrían vivir aquí. Ni los asmáticos, entre los que me cuento. 

Las enormes formaciones rocosas, producto de la erosión, a mí se me antojan pedruscos fálicos que salpican estos campos yermos. En realidad llevan el casto nombre de chimeneas de las hadas (pero no es en ellas precisamente en quien pienso al verlos). Están horadados a varias alturas, y contienen todo tipo de habitáculos. En algunas zonas, estos espacios dentro de la roca se dedicaron al culto cristiano clandestino desde los tiempos de la persecución de los romanos.

Mire donde mire, me parece que estoy en el Planeta de los Simios, pero con caballos y camellos en vez de monos. O a lo mejor somos los turistas los que hacemos monerías?

Notas:

- Contrato un paso a caballo al atardecer. Mi vértigo no me permite subirme a un globo, pero sí que puedo montar a caballo. Rectifico: no puedo, me cuesta un triunfo encaramarme en la silla de montar, y tras varios intentos tienen que ayudarme primero y empujarme después. Qué útil sería una grúa para estos casos! Paso mucho miedo cuando subimos y bajamos las cuestas, sobre todo porque aunque es un día soleado,la nieve no se ha derretido y temo que mi montura se resbale por el tobogán. Pero no ocurre nada de eso, y disfruto de la belleza del paseo al atardecer. El animal no disfruta, sino que simplemente nos tolera, a mí y a mi miedo, con resignación equina. Hacemos un alto en el camino para tomar un té en una especie de campamento con chiringuitos decorados con alfombras persas. (Los persas han pasado por Capadocia, antes que los griegos, romanos, bizantinos, turcos... y turistas). Me da pena del chaval que nos guía, porque aprovecha para montar el caballo blanco, el más bello, y se nota que ha nacido para ser jinete. Tiene la misma edad que los chicos del grupo de turistas holandeses con el que he coincidido, y sin embargo se le niegan todas las oportunidades que ellos dan por sentadas.

- La temperatura en las cuevas es constante, pero en el exterior hace un frío espectacular por las noches. Escojo cenar en un restaurante familiar de Göreme donde veo que hay una estufa con forma de cocina de hierro, de esas donde te puedes calentar tú y tu desayuno. Pido testi kebab de cordero, guisado sobre unas brasas de carbón en una vasija de barro cerrada con papel de aluminio. Es el plato más tradicional de Capadocia. 

A la hora de servirlo, llega el paterfamilias en persona con un largo cuchillo, y de un golpe certero rompe el cuello de la vasija. La carne se ha hecho en su jugo y está deliciosa, al igual que las verduras. Le pregunto si tienen algún modo de reutilizar las vasijas quebradas, y me dice que sí, porque las hacen añicos hasta convertirlas en un polvillo con el que abonan las vides, para darle al vino un sabor ligado al terreno. Me confiesa que en pleno verano es un sacrificio prepararlo, pero es el plato más demandado. El resto de comensales son jóvenes asiáticos, y todos graban en vídeo la hazaña culinaria. El hombre pasa de una mesa a otra con su cuchillo, como un cirujano en un hospital de campaña tras una batalla cuerpo a cuerpo de las de antes. El local tiene un ambiente muy agradable, y las hijas del dueño son muy bellas. Una de ellas en concreto tiene un perfil de bajorrelieve babilónico. 

A través del cristal veo como los gatos callejeros rondan la puerta, como hacen por todo Göreme, esperando recoger algo de calorcito, y algunas sobras. Teniendo en cuenta que en los restaurantes se aprovechan las sobras, y que somos los comensales los que las consumimos, entonces estos animalitos sólo reciben las sobras sobrantes de las sobras primigenias. No me extraña que maúllen tan lastimeramente. Hasta a mí, que no me intereso demasiado por el mundo animal, me mueven a compasión. Nunca había visto tantos perros y gatos callejeros sueltos por las calles. Los turistas les dan mimos y algo de comer, pero claramente no es suficiente. 

- Intento combinar todas las cosas que quiero ver por lo alrededores en un sólo recorrido, pero las agencias son tan inteligentes que han dividido los principales  focos de interés en cuatro recorridos distintos, y en cada uno de ellos hay cosas que no me interesan. La opción de los autobuses públicos no es demasiado ágil, y no puedo alquilar un coche porque no conduzco. Contrato pues un tour individual en mini van que me lleva por los alrededores durante un día entero, y visito:

• Las iglesias-cueva del museo a cielo abierto de Göreme. En realidad están a sólo media hora de camino, pero ya he respirando demasiado polvo en el paseo a caballo del día anterior, y mis pulmones asmáticos lo van notando, de modo que voy hasta allí en coche. En este recinto al aire libre hay cientos de iglesias excavadas en la roca, con frescos muy bien preservados, donde en los primeros siglos del cristianismo los creyentes podían ejercer su fe a escondidas, huyendo así de las persecuciones. Más tarde, en la Edad Medía, cumplieron la misma función como refugio durante las oleadas de invasiones que sufrió la zona. Esas iglesias son un prodigio de tesón y de lo que ahora llamamos resiliencia. Y de fe, claro. 

• El castillo de Ushisar es en realidad una formación rocosa gigantesca, la más alta de Capadocia. Se utilizó como fortaleza, y en su parte superior fue un baluarte de vigilancia y defensa. Las vistas desde lo alto son más que impresionantes, y tengo que desafiar a mi vértigo un vez más, porque la ascensión por los casi trescientos escalones merece la pena. Mi llegada a la cumbre coincide con la oración del muecín de la mezquita que hay justo al pie, y atesoro otro momentazo memorable en mi memoria. Arriba me toca hacerles fotos a una pareja de novios turcos, a un grupo de amigos chinos y a un chico que me parece japonés. My pleasure. Me dicen que si quiero una foto mía, y declino. I don't care for pictures, thank you. 

Hay otro castillo en Ostahisar, y a este no subo, pero en cambio me tomo un café (turco, por supuesto) en un mirador con unas vistas espectaculares de toda la ciudad. Estoy encantada con el panorama, pero pienso en como será vivir en este lugar tan especial alternando las cuatro estaciones una y otra vez, respirando polvo y viendo pasar los rebaños de cabras y de turistas. Yo creo que no aguantaría ni quince días seguidos, pero durante milenios estas rocas han estado habitadas por gentes con un amor por el terruño del que yo sin duda carezco.

• El Valle de las Palomas deriva su nombre de los palomares que construyeron los habitantes de la zona, excavando las paredes rocosas, para que anidaran estas aves, que no sólo utilizaban como mensajeras, sino también como cagonas, porque sus excrementos eran muy apreciados como abono para el campo.

Confieso que a mí estos animales me dan asco-miedo, de modo que me fijo más en los agujeros que se aprecian en las paredes del valle que en las palomas mismas, que revolotean en bandadas cuando acuden a picotear las semillas que les lanzan los turistas. A mí también me persiguen, pero yo a todos los animales que se me arriman les digo lo mismo: No tengo comidita para ti, así que adiós. Y lo captan a la primera, no porque entiendan español, sino porque creo que descifran el mensaje plasmado en mi cara de pocos amigos. 

• Una ciudad subterránea. Han pasado varios días y he olvidado el nombre de este lugar, porque hay varias ciudades bajo tierra en esta región. Está cerca de Avanos. En estas cavidades bajo tierra no faltaba de nada: establos, despensas, bodegas, cocinas, dormitorios, cisternas y orificios de ventilación. Eran lugares diseñados para hacer vida mientras hubiera que esconderse de los invasores de turno. Parece ser que ahí abajo llegaron a vivir miles de personas. Me da lástima sólo de pensarlo, pero por otra parte creo que al menos tenían esa opción para escapar a la masacre. 

• La ciudad de Avanos. No la visito como quisiera, porque ya ha pasado la hora de comer y estoy desfallecida. El conductor de la mini van me pregunta qué tipo de comida prefiero, y le digo que quiero probar los platos locales. Me lleva a una especie de casa de comidas donde me sirven una plato de carne de caza sobre una salsa base de yogurt. Y para que la flora bacteriana se entere de lo que vale un peine, pido una bebida típica a base de... yogurt aguado y salado. Se llama ayran, y hace muchos años la probé por primera vez en un restaurante iraní de Madrid. Me encanta.   

Anecdotario:

- Lo malo es que hago la digestión en un taller de alfarería tradicional. Este tipo de visitas (a comercios, a talleres, a bodegas etc) son parte obligada de cualquier circuito turístico, y esta en concreto no he podido evitarla porque la agencia me lo ha impuesto. 

Sé de antemano lo que va a ocurrir adentrándome allí en solitario, sin poder camuflarme entre un grupo de turistas. Los acontecimientos me dan la razón. Entro allí con las manos vacías, y salgo de allí con las manos pringadas de arcilla, con el bolsillo menos abultado y con tres platos de cerámica típica que por lo visto necesitaba, de hecho no me explico cómo he podido vivir todos estos años sin ellos. Los artesanos me dicen que son varias generaciones de alfareros. Yo me digo que parece haber recaído sobre mis hombros el sustento de todo el clan familiar. Doña Resilia no me dice nada porque es un objeto inanimado, pero si pudiera hablar me mandaría a la playa, porque todo el peso de la tradición alfarera recae sobre sus cuatro rueditas. 

- El salón del desayuno de mi hotel-cueva es un pabellón acristalado en la azotea, y tiene unas vistas magníficas sobre prácticamente toda la ciudad de Göreme. Madrugo mucho, como buena insomne que soy, y entro allí a las 8,30 en punto todas las mañanas. A esa hora las limpiadoras y los chicos de mantenimiento, todos campesinos, están terminando de desayunar. Responden a mi saludo con la garganta más que con los labios. Las chicas en concreto están enfrascadas en el móvil de una de ellas. En mi primer desayuno, creo que están hablando con alguna conocida por vídeo llamada. Pero al rato me doy cuenta de que no puede ser, porque del móvil salen lloros y suspiros desesperados, y ellas en cambio sonríen mirando la pantalla con arrobo. Me doy cuenta de que están viendo un culebrón, de esos que han dado a Turquía fama televisiva. De modo que todos mis desayunos capadocios están amenizados por lo que en las novelas rosas de la época de nuestras abuelas se llaman protestas de amor. 

- El último día, entra a desayunar un grupo de chicos y chicas, nuevos huéspedes. Les doy el Good morning y contestan con murmullos. No les entiendo. Afino el oído, pero no puedo adivinar qué idioma hablan. La filóloga que aún habita en mí empieza a elucubrar. A ver, no me suena ni a idioma eslavo, ni a nórdico. Será griego? O uno de esos dialectos isleños italianos? Al rato, entra un chico que por lo visto se ha quedado rezagado, y saluda a sus amigos con un Buenos días con acento sureño peninsular... Quiero meterme debajo de la mesa. O la juventud española ya no vocaliza, o yo ya empiezo a ser dura de oído. Va a ser lo segundo, me temo. 

- También desayuna, en la mesa de detrás de la mía, un hombre oriental que encuentro bastante atractivo. Charlamos, y me cuenta que es fotógrafo. Me enseña las fotos que ha tomado al amanecer de los globos aerostáticos que han soltado para los turistas. También está viajando solo, y me muestra los reportajes gráficos de su reciente viaje por España. Los rincones de Barcelona, Madrid, Valencia y Granada que ha escogido denotan buen criterio, y buen gusto también. Me relata su peripecia durante la reciente DANA para poder ser evacuado de Valencia en autobús, junto con otros turistas. Se queja de que no puede viajar por Europa más de tres meses seguidos, y de que para poder renovar el visado de turista debe esperar otros noventa días. Meto la pata hasta las orejas, porque le pregunto irreflexivamente si es japonés, y resulta que es chino, aunque vive en Los Ángeles. Tenía que haberme fijado en su deje californiano, pero se me ha escapado el detalle. (Confirmado: ya no oigo bien...) Su siguiente destino es Ankara, y luego Sofía. Quizá nos crucemos en Bulgaria, quién sabe. 

Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina...