En la estación de Toulouse, esperando la salida del tren que me lleva hasta Bayona (la francesa, no la gallega). Resumo el día de ayer:
Me despido de Toulouse tras haber conseguido ayer por fin completar el crucero por un tramo del Canal del Midi. Disfruto mucho del recorrido, porque aunque no incluye exclusas, en cambio nos llevan lejos del centro urbano en dirección al mar. Y aunque en las riberas hay industrias (como la sede de Airbus, que es gigantesca) también hay unos árboles maravillosos que forman un túnel vegetal, que nos cubre mientras avanzamos saludando a los otros péniches que están atracados. En algunos de ellos, familias o grupos de amigos pasan la tarde soleada del domingo en cubierta, unos cerveceando con musiquita y otros simplemente tumbados en hamacas. Bajo sus pies, el habitáculo donde tienen de todo, como en un apartamento.
Uno de mis sueños es pasar unos días viviendo en uno de estos barcos, no me importa en qué canal de qué ciudad de qué país... Los alquilan sin requerir ninguna formación en navegación, no siquiera es necesario tener el carnet de conducir, simplemente te dan algunas nociones básicas y te explican cómo accionar las esclusas. Creo que verse al timón navegando por los canales debe de ser como un viaje atrás en el tiempo...
Mis ensoñaciones contrastan con los comentarios de la pareja de españoles que tengo sentados detrás, que se quejan de todo, todo el rato. Sobre todo ella. Que sólo se ve agua y árboles, dice. Cuando le da por criticar las maniobras del piloto de la barcaza ya no sé si tirarla al agua o tirarme yo. Pero al rato parece que sus plegarias son escuchadas, porque lo que para mí es un dulce deslizarse viendo como el sol y la brisa juguetean con las hojas... y para ella un aburrimiento mortal, de pronto se anima muchísimo. Hay unas gabarras atracadas en doble fila, lo que provoca un atasco fenomenal en el estrecho cauce. Pasamos como podemos, y casi arrollamos a una tortuga enorme que estaba flotando tan tranquila cerca de la orilla. Gran emoción en la cubierta al aire libre, porque muchos turistas se apresuran a grabar el incidente, móvil en ristre. Ni en el Titanic se vivieron momentos tan tensos.
Por la tarde, me empleo a fondo en aprovechar que la casualidad me brinda muchas actividades en la Noche Europea de los Museos. Los he evitado desde que llegué, por preferir el bullicio callejero a la perspectiva de pasar unas cuantas horas en interiores. Pero este domingo he purgado todos mis pecados culturetas, y en una sola tarde-noche he visto cuatro museos y un jardín botánico (el truco consiste en que no son museos demasiado extensos, las colas avanzan muy rápido, y yo no me paro a leer todas y cada una de las cartelas como es mi costumbre). Hice la primera cola a las siete y me recojo a las once y media de la noche, agotada pero feliz. Momentos que destaco en la memoria: La magia de los primitivos ingenios precursores del cinematógrafo en el Paul Dupuy, los colores y las texturas de los minerales en el Muséum del Jardin des Plantes; también la simulación de un temblor de tierra, y los animales disecados en el mismo lugar; la danza aérea de una acróbata a los sones de un acordeón en el Botánico; las momias y los sarcófagos egipcios en el Raymond; y la bóveda de los carmelitas especialmente iluminada para la ocasión. Lo mejor, la actitud festiva pero cortés de la gente, el interés y la ilusión de los niños, y ver el Capitole iluminado a franjas de colores. Me lo he pasado en grande, pero mis pies aún me lo recriminan 24 horas después.
Volviendo a la estación de Toulouse, una hora antes de la salida de mi tren, oigo desde la cafetería que alguien toca muy bien el piano, y me acerco para disfrutar de todo un concierto inesperado. En las principales estaciones francesas e italianas suelen haber un piano para que lo pueda tocar todo el que se atreva. [Más tarde me entero de que hay un concurso en el que se sortean algunos de estos magníficos pianos Yamaha entre los que envíen un vídeo de su "concierto"]. Lo habitual es que algún espontáneo se arranque por La La Land con más ilusión que acierto. Pero en esta ocasión quien toca es un verdadero intérprete, un joven que según me comentan otros pasajeros es alemán. Debe de ser que le conocen porque va allí a practicar a menudo. El chico es muy joven y muy tímido, al finalizar cada pieza le aplaudimos y nos lo agradece cabeceando ligeramente sin apartar la vista del suelo. Pero ante el teclado se transforma, como todo artista, y toca no sólo con gran sensibilidad, sino con mucha autoridad y precisión. Interpreta movimientos completos sin partitura y sin dar una nota en falso: Brahms, Rachmaninoff, Chaikovski. Todo va bien hasta que se le acercan dos señoras a hacerle fotos, y una de ellas se coloca justo detrás de su hombro derecho, como vigilándole. Lo peor es que no se conforma con eso, y le empieza a preguntar. El muchacho interrumpe la música para responderle. Menos mal que llegan otras amigas y se la llevan. Yo la hubiera mandado un poquito a la mierda por desconcentrarme, y luego me habría marchado por ahí hasta que se me pasara el berrinche... pero el pianista, pese a sus pocos años, con gran aplomo continúa tocando justo en el punto en que lo había dejado. Superbe.
Llegó a Toulouse tras un trayecto de tres horas y pico en tren, y por el camino lucho contra la modorra, porque no me perdonaría perderme este paisaje tan verde. De fondo asoman los Pirineos, como un recordatorio azulado, aún con abundantes neveros en sus picos más altos. Las llanuras se alternan con algunos suaves valles. Veo muchas lagunas, muchas vacas rubias que creo que se llaman limusinas, bastantes caballos castaños y bastantes aves solitarias que mi ignorancia me impide nombrar (aguiluchos?).
Paramos brevemente en las estaciones de Lourdes, Pau y Orthez. Estás Dos últimas me prometo visitarlas unos días más tarde (he escogido Bayonne como base de mis recorridos por estar más cerca de la costa y a tiro de piedra de Biarritz , S. Juan de Luz y Hendaya).
Anecdotario:
- Ya en Bayona, la pequeña familia que formamos Doña Resilia, Resilita y yo nos ponemos en manos de Miss Google para que nos dirija sanas y salvas hasta mi alojamiento. En esta ocasión no se trata de una casa antigua con encanto, sino de un hotel barato y funcional en las afueras, porque los precios en esta región son muy cuquis, y eso que no ha comenzado aún la temporada. El caso es que yo he reservado allí tras comprobar que, aunque está en un parque empresarial (más bien tirando a olígono industrial), hay una colonia de casas al lado, y además sólo dista media hora andando del centro. Al día siguiente compruebo que se puede llegar cruzando una serie de glorietas con sus pasos de peatones, andando por aceras normales y bordeando los edificios de los vecinos. Pero en ese primer momento Miss Google, la muy hija de... Google, decide llevarnos, a mí y mis Resilias, por unos caminos no aptos la pisada humana, hasta que desembocamos en el arcén de una carretera. En ese punto ya le envío a gritos mis más expresivos recuerdos a los jefes de Miss Google, allá en Silicon Valley. Hace un sol de castigo que me está cociendo la nuca, y saco el sombrero tipo australiano que me compré en un mercadillo de Toulouse.
Veo que el arcén tiene un caminito terroso y lleno de guijarros para los peatones, así que me resigno y sigo por ahí, llevando a Doña Resilia a pulso, porque la pobre en esas condiciones no puede rodar. En estas estamos cuando para un vehículo a mi altura y una voz me pregunta si voy muy lejos. Al volante, una chica joven que mira mi sombrero y mi maleta y repite la pregunta en varios idiomas. Según Miss Google, quedan 5 minutos, y de hecho estoy viendo de lejos el letrero del hotel. Le agradezco el ofrecimiento a la chica, y ella insiste en que, aunque sean 5 minutos, bajo el sol y con peso duran mucho más. Estoy tentada de aceptar, pero un exagerado instinto de conservación me lo impide. Una de mis medidas de seguridad es no subirme a coches que no sean de conocidos o no sean taxis. Nunca se sabe dónde te llevan en realidad etc etc. Así que le agradezco mucho el ofrecimiento pero lo rechazo. Cuando el coche arranca, veo un perro instalado en la luna trasera que me observa alejándose. Y en ese momento me doy cuenta de que la chica no era una secuestradora de la trata de blancas, sino simplemente una chica normal y corriente con ganas de ayudar.
Tomo nota mentalmente para no ser tan desconfiada, porque ya he percibido que la gente en estas pequeñas ciudades del sur es muy cercana, charlatana y hospitalaria, y se prestan a echarte una mano cuando ven que vienes de fuera. Al menos es mi experiencia, claro que yo me muevo por las proximidades de lugares turísticos donde están acostumbrados a que los extranjeros se despisten y anden perdidos.
- Cuando por fin llego al hotel compruebo in situ que es un motel de carretera como en las películas, y que efectivamente es muy básico. Pero al menos parece limpio, o esa ilusión me hago hasta que más tarde encuentro un pelo en el lavabo que no reconozco como propio...
Pero antes de eso, quedo perpleja porque, una vez obtenida de una máquina expendedora la tarjeta magnética que da acceso a mi habitación, me encuentro con que en la puerta no hay lector, sino una cerradura, por cierto oxidada. Otros residentes (jubilados, transportistas de furgoneta muy tatuados) se asoman y se ponen a querer ayudarme. Veo a una limpiadora y la movilizo también. Ninguno de nosotros nos explicamos el misterio de la cerradura, aunque hay tantas teorías como personas he ido convocando. Hasta que, ante el barullo, asoma la cabeza el encargado y me pide que le muestre el ticket que, junto con la llave, me ha entregado la máquina... Para mi sonrojo, resulta que es la número 61. Y mi cerebro ha registrado ese 1 como una i, por tanto he buscado la puerta número 6... no tengo arreglo! Pero al menos les he distraído un ratito a los residentes, sobre todo a los mayores, que estaban muy aburridos los pobres...
Una tontería siempre es susceptible de empeorar, y he aquí que durante los dos días siguientes, en la sala del desayuno, me preguntan el número de habitación y doy siempre uno incorrecto. No el 6, sino el 60... que mi cerebro ha debido escoger al azar. Para el tercer día ya no hace falta, porque soy famosa en el hotel y todos se han aprendido el número de mi habitación menos yo.
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