21.5.25

Resumen de mis días en Bayona, desde donde me he movido por varias ciudades cercanas, en los trenes regionales y también en la excelente red de autobuses urbanos e interurbanos. Los panoramas son toda una paleta de verdes. Las ciudades que he visto me han parecido muy hermosas, de ambiente relajado, y los paisajes son de ensueño. El Atlántico siempre impresiona con su poderío, tanto al sol como en los días lluviosos. Y además cualquier lugar rezuma historia. 

Estos días he aprendido muchas cosas, remediando algunas de mis lagunas en geografía e historia. Por ejemplo, que el departamento de los Pirineos Atlánticos se divide en dos, que la zona oeste corresponde al País Vasco francés y la este a la región de Béarn. Que se habla un poco de euskera en algunos lugares del País Vasco francés, llamado Iparralde en esa lengua , y que en Béarn se habla bearnés de forma muy minoritaria (desde luego todos los carteles son bilingües, para eso son muy mirados).

Bayona está en la confluencia de dos ríos, el Nive y el Adour. Es una preciosa villa con una zona de terrazas junto a los puentes, y con otra más señorial. Los edificios tienen unos entramados de vigas de madera adornando su fachada y dándole consistencia, y la mayor parte están pintados de un rojo de lo más alegre. 

En esta ciudad y en las de los alrededores veo por todas partes escaparates con artículos relacionados con tradiciones vascas: telas rayadas (ligne bayadère), txapelas de boinas Elosegui (marca tradicional vasca), alpargatas (espadrilles), camisetas blanquiazules (txuriurdin) del equipo local, calles, cruces vascas (lauburu),  plazas etc que se llaman "des Basques", pastel vasco (gateau basque), recintos culturales que ahondan en la historia común (Baionako Euskal Museoa). En un frontón de Bayona, me encuentro con pintadas reivindicativas y la frase "Beste bai borroka ere bai", que busco y que parece que se traduce como "Sí a la fiesta, pero también sí a la lucha". Pregunto a un señor de la zona con el que tengo una larga conversación (lo explico más abajo) si se habla mucho el euskera por aquí, y me dice que en su generación no mucho, aunque conoce algunas palabras, así como del español. Ignoro si las ikastolas francesas han conseguido implantar algo más de interés por una lengua ciertamente complicada de aprender. Y el estado francés es férreamente centralista en este aspecto, como en tantos otros. Los hablantes del provenzal y el occitano se quejan amargamente de que sus lenguas podrían entrar en peligro de extinción. Sólo el bretón, lengua celta, parece más robusto al estar más implantado entre los autóctonos de Bretaña. 

But I digress. Volviendo a mis paseos por Bayona y mis escapadas a ciudades cercanas, anoto a continuación lo que me ha pasado.


- Anecdotario (está vez va a ser un poco largo):

La cosa ocurre por casualidad. He llegado hasta el centro de Biarritz en un autobús (el tren me dejaba en las afueras). Me propongo dar un paseo por esta extensa costa urbanizada tan glamourosa, y por la tarde mi intención es acercarme a San Juan de Luz y Hendaya, que están a muy corta distancia, pero soy consciente de que hay previsión de fuertes tormentas. Planes abiertos, pues.


En información y turismo me señalan en un plano lo más esencial de esta villa. Esta oficina está situada en el imponente palacete del Marqués de Javalquinto, ese famoso Duque de Osuna decimonónico apodado El Magnífico por su extravagancia al derrochar toda su fortuna en dispendios desorbitados por toda Europa. Sirva de ejemplo que, durante su etapa de embajador de España en Rusia, tras obsequiar con una comida al zar mandó arrojar su vajilla de oro al helado río Neva, adonde se tiraba de cabeza la gente para rescatarla. Repartía regalos carísimos sin venir a cuento. En todos sus palacios se servía la comida diariamente, aunque él no tuviera previsto acercarse, porque por lo visto una vez se presentó por sorpresa con un invitado y se sintió en ridículo por no estar abiertas las cocinas. A ese ritmo no es extraño que al morir sólo dejara deudas y una legión de acreedores en varios países. Genio y figura. 


El día está lluvioso, y yo llevo varias horas andando. Me siento a descansar a la altura del casino, frente a la Grande Plage, en un banco de piedra corrido al abrigo del fuerte viento que augura tormenta. Picoteo unos taquitos de queso y unos frutos secos que he comprado en el súper un rato antes, mientras observo tanto el paisaje como el paisanaje. El mar está muy revuelto pero así es como más me gusta contemplarlo, cuando exhibe su poderío con toda sinceridad, sin ocultarlo bajo una falsa calma. Los perros corren felices por la arena y los humanos corren jadeando por el paseo marítimo, salvo algunas personas mayores que van y vienen con sus bastones de marcha nórdica con un trotecillo mecánico (dicho así por no asociarlo con los andares de cierto animal). 


Uno de los mayores se para un momento frente a mí y muy sonriente me desea bon appétit. Yo mascullo un merci con la boca llena. Al cabo de un rato no muy largo, cuando ya el envase del queso va mediado, vuelve a pasar ya de regreso el mismo señor.Tu n'as pas encore fini?, aún no te lo has terminado? Le alargo el envase para que coja unos tacos, pero rechaza el ofrecimiento. Empezamos a charlar. Estoy acostumbrada a estas conversaciones de circunstancias que propicia el viajar sola, y siempre son bienvenidas por mi parte porque me dan la oportunidad de indagar un poco en los modos y maneras de la localidad en cuestión. En un viaje, entrar en contacto con los que están de paso igual que tú puede resultar incierto según la idiosincrasia de cada cual, pero hacerlo con la gente autóctona siempre es una experiencia enriquecedora. A veces la conversación es meramente lo que los ingleses llaman small talk, una charla trivial sobre lugares comunes que se prolonga un ratito por mera cortesía. Otras veces se establece una corriente de simpatía espontánea y entonces se trata de un auténtico intercambio entre personas con inquietudes. 


Este el caso de mi conversación con este buen hombre, al que echo unos 70 años mínimo. Lleva ropa deportiva y porta una larga caña para ayudarse en su marcha. Me dice que si me apetece me puede enseñar algunos rincones de Biarritz. Yo ya he visitado lo más imprescindible, y sospecho que voy a repetir algunos lugares, pero pienso que comentados por alguien que vive allí resultarán todavía más interesantes, así que acepto. 


Me guía hasta un pequeño peñón llamado Rocher du Basta, con un puente sobre la arena y un precioso mirador ajardinado. Más adelante vamos al Rocher de la Vierge, al que se llega por una pasarela sobre el mar, y es un islote que consiste en una gruta horadada, coronada por una Virgen que protege del naufragio a los pescadores. 


Entremedias de estas dos rocas pasamos por la iglesia neogótica de Sta. Eugenia, y por el Puerto de los Pescadores, único vestigio del pasado de Biarritz como pueblo pesquero, antes de que el capricho de la emperatriz Eugenia de Montijo convirtiera a esta villa en el destino por excelencia del veraneo aristocrático de su tiempo. Visto el apego que le tenía la emperatriz al lugar su marido, el detestado Napoleón III, hizo construir para ella el apabullante Hôtel du Palais. En este pintoresco puertito con pequeños bares que sirven pescado, mi acompañante me pregunta si me gustan los mejillones. Le veo las intenciones, y miento respondiendo que no. Claramente va a caer una tormenta de un momento a otro, y la gente que se sienta en las terrazas se va a empapar. 


Llovizna, pero proseguimos el paseo. Alcanzamos a ver la extensa playa llamada Costa de los Vascos y, dándole lustre, la espectacular Villa Belza, que he fotografiado antes, en mi paseo solitario, por ser la evocación perfecta de un castillo neo medieval de cuento, suspendido en una gran roca sobre el mar. Me entero de que hace un siglo, tras cederlo su propietaria a otros usos en unos años 1920s más felices que los nuestros actuales, fue un cabaret nocturno regentado por un familiar de Stravinsky. Parece que las fiestas de los rusos exiliados tras la revolución bolchevique eran legendarias, y que se prolongaban toda la noche. Había fiestas temáticas: la Grecia mitológica, los cosacos rusos, Japón, África con animales sueltos por los jardines… El Tercer Reich terminó con estas extravagancias, requisando el edificio para su uso en la Francia ocupada. 


Empieza a llover con fuerza, y nos alejamos de las playas para adentrarnos por el centro. Mi guía improvisado me lleva a Les Halles, el mercado, que es todo un disfrute para los sentidos. Aparte de los alimentos frescos se venden delicias como el pot-au-feu, la ratatouille, le coq-au-vin, la croque monsieur, las crêpes suzette, los macarons… y por supuesto comida típicamente vasca. 


Las calles que rodean este mercado concentran muchas boutiques de alto nivel que venden todo tipo de cosas carísimas, desde chalets con vistas a artesanías artísticas, pasando por alpargatas de diseño. Los parroquianos de los restaurantes están exquisitamente vestidos, y en este tipo de ambiente digamos que la espontaneidad brilla por su ausencia. Pero mi acompañante me asegura que conoce una casa de comidas normal y corriente un poco más allá. Lo que cae del cielo a estas alturas es ya un aguacero, y la parada del autobús que me ha traído a Biarritz desde Bayona queda a más de media hora de distancia. No me queda otra que aceptar para resguardarme, pero le pongo la condición de que paguemos a escote, porque me incomoda sentirme invitada por un desconocido. Ocurre lo de siempre: yo propongo, y la vida dispone. 


En el pequeño restaurante familiar, todos le conocen y le saludan con cariño por ser un parroquiano habitual, confirmando así mi impresión de que este señor es inofensivo y lo único que busca es entretener un mediodía lluvioso con un rato de charla. Cinco años como voluntaria de Cruz Roja en un programa de acompañamiento de mayores me han dado un cierto sexto sentido con la tercera edad y su soledad no deseada. 


Como es un poco tarde para el horario francés, el plato del día se les ha terminado. Compartimos una pizza al horno, y se empeña en pagar él. Le propongo devolverle el favor con el café de la sobremesa, pero me repite que hoy soy su invitada porque es un admirador de España. Y olé, pienso yo. 


Me cuenta su vida. Su familia procede de una localidad pirenaica, pero hace unos años decidió mudarse a la costa. Es un osteópata retirado. Ya jubilado, sigue prestando sus servicios a personas que no se pueden permitir pagar un masaje, o a mascotas que también lo necesitan. Sus hijas, farmacéuticas, ya no viven en Biarritz (no me nombra para nada a la madre, y mi norma es no ahondar en lo que no me quieren contar). Sus nietos también están cursando estudios como sanitarios. Ha viajado por todo el mundo en sus vacaciones, pero tiene preferencia por España porque es un gran aficionado a los toros. Me cuenta que tuvo una novia de juventud española que le introdujo en la tauromaquia.


Yo contraataco sacando a relucir a Miguel, mi novio imaginario, que utilizo como escudo anti-intimidad, un elemento disuasorio ante cualquier insinuación no deseada. A Miguel, por cierto, le he construido toda una biografía: es muy aficionado a la fotografía y me acompaña en mi viaje porque le debían unos días libres… no está conmigo justo en este momento, pero siempre está cerca… en la localidad de al lado / o en esta misma pero en otra zona… haciendo fotos del paisaje / visitando una expo fotográfica, y se reunirá conmigo esta tarde / noche… es bombero de profesión, uséase, musculoso y dispuesto a sacarte las muelas de un puñetazo si te metes con su “novia”... etc etc


Fuera diluvia, y las olas sobre el asfalto empiezan a competir con las del mismísimo Atlántico. Cuando la tormenta cesa y volvemos a los chaparrones ocasionales aprovecho para empezar a despedirme, pero las balsas de agua son como lagunas que te empapan a la altura del tobillo. Para mí no resulta ninguna sorpresa cuando el anciano caballero me ofrece galantemente su coche, puesto que vive a dos pasos, para seguir enseñándome las localidades vecinas que yo tenía previsto visitar. Le pregunto si no tenía otra cosa que hacer esta tarde, pero es una pregunta retórica. Me repite varias veces que no quiere presionarme, pero que es una pena que me quede sin al menos ver esos lugares desde el coche si es que llueve fuerte, y si deja de hacerlo podemos dar una vuelta. 


Recuerdo que, durante mi voluntariado en Cruz Roja, la parte más complicada de mis visitas a los mayores era la despedida, porque estaban muy necesitados de compañía y rápidamente me adoptaban como una especie de nieta postiza. Los había incluso dispuestos a prepararme la merienda con tal de que no me marchara y les dejara solos de nuevo. Pienso también en la chica que me ofreció ayuda para llegar a mi hotel en Bayona porque me vio cargando a pulso con una pesada maleta, y yo la rechacé por prudencia. Por último, me llega una ráfaga desde las profundidades de la despensa donde mi cerebro atesora recuerdos lejanos: una vez en Bournville, al sur de Birmingham, donde estaba pasando un mes para practicar mi inglés, me equivoqué de dirección y llamé al timbre de una casa donde había un señor viendo un partido por televisión. También llovía a mares, con el verano inglés ya se sabe. Este buen samaritano dejó a medias su partido para acercarme en su coche hasta la dirección correcta, porque yo con quince años era aún una niña mimada bastante infantil, y notó que andaba desamparada por aquellas calles tipo crescent, en semicírculo y de aspecto idéntico. 


Decido un poco temerariamente fiarme de este señor, o más bien la lluvia decide por mí. Me lleva hasta un aparcamiento al aire libre en un edificio privado, y nos subimos a su coche. La carretera bordea un maravilloso paisaje de un verde arrebatador, que brilla incluso en un día encapotado como hoy. 


Llegamos a S. Juan de Luz y paseamos bajo los paraguas por la calle principal. Mi acompañante me muestra la iglesia de S. Juan Bautista, donde se casaron Luis XIV, el celebérrimo Rey Sol, con la infanta de España María Teresa, hija de Felipe IV. Los Austrias españoles pretendían así firmar la paz con los Borbones franceses tras la guerra de los Treinta Años (cuyo tratado de paz se firmó en la Isla de los Faisanes del cercano río Bidasoa, frontera natural entre Irún y Hendaya). Hago aquí un inciso porque no me resisto a contar uno de mis cotilleos históricos preferidos: 


[ El rey Sol, en cuanto terminó de construirse su palacio de Versalles, se instaló allí con su esposa. La infanta española era al parecer muy devota y también algo pacata, y no aprobaba la vida licenciosa de la corte versallesca, prefiriendo retirarse a sus aposentos a rezar el rosario. Evitaba así contaminarse de malas costumbres ajenas al estricto protocolo de la corte española, y de paso tener que cruzarse con las amantes de su esposo. Este, pese a tratarse de un matrimonio de conveniencia, parece que le tenía afecto a su esposa, pero le venía de fábula que esta se quitara de enmedio para continuar con sus correrías sin estorbos. Lástima que la reputación intachable de esta señora quedara en entredicho…porque dio a luz a una bebé de raza negra. Casualmente, entre su séquito había llegado de Madrid un enano de la misma raza encargado de distraerla, y este hombre debía de ser un gran profesional en lo suyo porque parece que entre rezo y rezo se aplicó a fondo para que la infanta no se aburriera. Tampoco se aburrieron en la corte, porque el escándalo se convirtió en el cotilleo preferido de Versalles. La niña que había nacido pasó su vida recluida en un convento, donde recibía el tratamiento propio de una princesa. Y el enano desapareció misteriosamente. El caso es que el rey, cuando años más tarde falleció su esposa, la lloró con lágrimas que según las crónicas fueron sinceras… ]. 


Tras este paréntesis para tratar de darle un poco de emoción al relato retardando el desenlace… Pues sólo me resta por contar que, tras visitar un WC público en el maravilloso puerto de S. Juan de Luz (exigencias de la próstata) damos una última vuelta en coche hasta Hendaya, porque quiere enseñarme las rocas llamadas Les Jumeaux (los gemelos), que están en la orilla desafiando a las olas que rompen contra ellas. Y ya no hay más, porque tras esto volvemos a su casa en Biarritz, él aparca el coche y yo me vuelvo al centro para coger el autobús de vuelta a Bayona, no sin antes agradecerle su generosidad al invitarme y hacerme de guía. Soy consciente de que hemos hecho un simple intercambio: un poco de compañía a cambio de un paseo guiado. Pero de verdad que este señor me ha caído muy bien, además he aprovechado para preguntarle todas las curiosidades que se me han ido ocurriendo…. En cuanto a él, al decirnos adiós me ha preguntado qué planes tengo para mañana… y ahí ya le he dicho que pasaré el día con Miguel. Porque he mirado las previsiones, y a partir de mañana ya no llueve…  



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