13.5.25

Vuelta a las andadas

En Madrid, con el equipaje preparado (mis fieles Doña Resilia y Resilita me esperan junto a la puerta) porque al fin puedo reemprender la marcha tras la convalecencia. Han pasado dos meses desde que escribí la última entrada de este blog desde Bucarest.  Al principio pensé que era un simple resfriado. Luego, que era una gripe. Acabé haciéndome la prueba del COVID y la gripe A, que dieron negativas. Tuve fiebre, pero bajó con lo que me vendieron en la farmacia. Me pasaba el día y la noche tosiendo, dormía sentada. Al toser expulsaba flemas, pero no me alarmé porque soy asmática y eso no me resulta ninguna novedad. 

Quizá tuve mala suerte, pero mi primer alojamiento en Bucarest, un apartamento contiguo a la plaza Michail Kogalniceanu y junto al elegante Boulevar Regina Elisabeta, resultó ser un edificio tipo soviético, con un ascensor que parecía la celda de castigo de un gulag, y donde las tuberías apestaban a podredumbre y soltaban cucharachas. Para colmo, por las noches oía con alarma gritos y sirenas desde la cama, porque había fuertes enfrentamientos de manifestantes con la policía frente al cercano parlamento, (una monstruosidad de edificio perpetrada por Ceaucescu, uno más de entre sus incontables crímenes). 

Para huir de mi insalubre apartamento y alejarme de los disturbios, me mudé a un barrio residencial con solera, al otro lado del río Dambovita, más abajo del barrio de Uranus y junto al Parque Carol I, en una colonia de preciosas villas modernistas y art decó. Mi hotelito estaba en una de esas villas, en la calle Cornelia. Hasta allí me persiguieron las tuberías podridas y las cucarachas. El interior del hotel había sido reformado en los noventa, seguramente confiando en que tras la ejecución de Ceaucescu vendrían tiempos mejores, y con ellos los turistas. 

Claramente aquel optimismo había desaparecido, junto con el lustre y la higiene. La decoración estaba dedicada a diosas del cine de los sesenta. De hecho sobre mi cama había un fotograma ampliado de una escena de Le Mépris, aquella película de Godard sobre una novela de Moravia, en la que las relaciones humanas se deterioran debido a la indiferencia por un lado y la agresividad por el otro. En la foto, Michel Picoli contemplaba con total desidia a una Brigitte Bardot recostada en un diván. 

La escena, bajo la que pasé tantas horas de enfermedad, podría ser un compendio de mi estancia en esta bella ciudad, que lamento no haber podido explorar más a fondo porque sin duda tiene una personalidad poliédrica muy reveladora de las diferentes etapas por las que ha pasado. En mi primera semana allí, pese a no encontrarme bien, pude pasear bastante, y cuando me fallaron las fuerzas me dediqué a coger autobuses. Creo haber visto lo esencial, tanto en el casco histórico como lejos de él, pero no descarto volver a completar mis impresiones bajo una luz menos teñida por el malestar. También debo decir que tuve algún encontronazo que otro en tiendas, bares y autobuses con ciudadanos, digamos, poco acogedores. Quizá yo no estaba muy predispuesta a socializar y ellos ya me dejaron bien patente que tampoco. No encontré malas formas en el centro más turístico, sino en los barrios. 

Creo que las condiciones de vida para la mayoría de ciudadanos de Bucarest no deben ser nada fáciles, lo que puede explicar una cierta actitud sombría y hasta beligerante que está latente en algunos de ellos, no en todos, por supuesto, porque a mí me han tratado con educación en su mayor parte. Pero no es sencillo ser simpático cuando te va mal en la vida, y las condiciones de vida me parece que son duras por allí. 

En relación con esto, recuerdo haberme preocupado cuando vi detenerse un tranvía y bajarse sin prisas a su conductora, una mujer de corta estatuta, portando una barra de hierro. A continuación empezó a golpear el suelo con toda su alma. Los pasajeros no parecían inmutarse, por lo que deduzco que este peculiar procedimiento era habitual. Tras un buen rato y unos cuantos porrazos metálicos bien sonoros, pareció satisfecha con el resultado y volvió a subirse al tranvía, que lentamente reemprendió la marcha. Muerta de curiosidad, me acerqué y pude ver que la chica había tenido que recolocar los raíles, que por falta de mantenimiento estaban encastrados en un hueco demasiado holgado en el pavimento. De modo que los usuarios de esa ruta en concreto ya saben que tienen que escoger entre esperar un tiempo extra, o descarrilar. 

El caso es que, tras tres días en el hotel, una mañana me desperté y me faltaba el aire. Me planteé ir al médico, pero aunque Bucarest se moderniza por momentos, no me convencían del todo las malas condiciones de mantenimiento que había observado no sólo en mis alojamientos, sino en multitud de edificios y calles por todo el centro. Repito que quizá he tenido mala suerte, y mi malestar creciente ha podido oscurecer mi criterio, pero el caso es que no me sentía nada cómoda. 

Cuando empecé a encontrarme realmente mal, recordé una charla de Javier Reverte a la que asistí hace muchos años, en la que él y un amigo suyo diplomático rememoraban sus vivencias en Roma, a la que Reverte había dedicado un libro, "Otoño en Roma". Y su amigo, medio en broma medio en serio, dijo que la Ciudad Eterna era maravillosa, pero que los españoles que vivían allí sabían que "la mejor ambulancia de Roma es un avión [de vuelta] de Iberia". De modo que yo cogí mi propio avión de vuelta.  Un vuelo de Air Europa, aunque operado por Tarom, las líneas aéreas rumanas, con las que ya había volado desde Sofía a Bucarest. En estos añosos aparatos no se puede controlar bien la ventilación en cabina, y aunque cierres el ventilador sobre tu asiento, hay una fuerte corriente de aire permanente. Pasé las cuatro horas y media de vuelo con la mascarilla y el anorak puestos, pero para cuando llegué a Madrid había empeorado bastante. Al día siguiente me diagnosticaron una neumonía, que afortunadamente cedió a los cinco días gracias a un antibiótico de amplio espectro. Me ha costado unas cuantas semanas recuperar las fuerzas, pero ya estoy dispuesta a patearme el resto del itineario imaginario que me permita mi ya menguado presupuesto inicial.

Y este es el motivo por el que tengo ya billete de tren para llegar mañana a Toulouse, desde donde pretendo acercarme a Arcachon y luego a Burdeos. Mi intención es ir subiendo por Francia hasta, en el Mar del Norte, desviarme camino de los países escandinavos, y desde allí retomar mi itinerario original, pero bajando por el mapa en el sentido de las agujas del reloj, es decir, pasar por las repúblicas bálticas, luego por Polonia y Hungría, y desde allí girar hacia Alemania para volver a atravesar Francia, desde Alsacia a Bretaña y Normadía, para luego intentar dar el salto a Gran Bretaña, donde me gustaría, si aún me queda algo de dinero, recorrer Escocia, bajar a Yorkshire y los Lagos, Gales, Cornualles, desde donde me gustaría pasar al norte de Portugal y .... a esas alturas ya me temo que me denegarán la tarjeta de crédito en todas partes y tendré que decidir entre mendigar, vender mi cuerpo (a la ciencia como único postor) o decidirme a volver de una vez a la puñetera rutina de todos los días.

Veremos hasta donde llego.

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