30.6.25

En todos los meses que llevo viajando me he encontrado en lugares donde estaba muy a gusto, otros que me han sorprendido gratamente, algunos que me han entusiasmado, y unos cuantos a los que quiero volver en cuanto me sea posible. Pero cuando me preguntaba a mí misma, "Mi misma, te quedarías aquí un año entero?", mí misma me respondía, "Tanto?". En Amsterdam, la respuesta ha sido "De verdad hay que marcharse?". 

Esta mañana me marcho, y no quiero irme. El único motivo que me impulsa a continuar el viaje es que no creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta de visitar de corrido los países que aún están en mi lista, y a estas alturas no voy a renunciar a mi sueño se vagabundear de un lugar a otro durante un año sabático. Pero me he estado planteando pasar en Amsterdam o alrededores una larga temporada en un futuro, de hecho hasta he mirado el precio de los alquileres en el barrio de De Pijp, y he consultado un par de casas a la venta en el caso antiguo de Haarlem. Fantasías húmedas que me alcanzan cuando voy huyendo de la realidad a toda carrera. 

Había reservado cinco noches de hotel en Amsterdam, con la intención de dedicar un par de días a revisitar la ciudad (ya había estado aquí de adolescente) y luego coger trenes para pasar un día entero en Haarlem, La Haya, Utrecht (Rotterdam lo descarto porque desde ahí cogí un ferry a Inglaterra en mi anterior viaje, y puede que haga lo mismo en este). 

Pues bien, he dedicado casi todo el tiempo disponible a la ciudad de Amsterdam porque no he sido capaz de alejarme, y sólo me he aventurado un poco por los alrededores (Haarlem, Zandvoort, Volendam, Edam). De modo que, para ver un poco el resto de Holanda, a partir de hoy me alojo en la ciudad de Arnhem, casi en la frontera con Alemania. Allí los precios no son tan prohibitivos como en Amsterdam, y al ser este un país pequeño, las distancias de los recorridos en tren no varían demasiado.  

Pero el hecho es que aunque tengo a mis Resilias ya empaquetadas y el billete de tren reservado para dentro de un rato, no me quiero marchar. Hay una vocecilla perversa, infantilona, que insiste en que me quede por aquí hasta gastar todas las hojas del calendario y reventar la tarjeta de crédito. "No te vayas, no te vayas" me dice la muy ca...riñosa. Menos mal que soy bastante cerebral, pese a que al estrógeno menopáusico le gusta juguetear conmigo. He hecho muy pocas cosas espontáneas en mi vida, soy como Katherine Hepburn en "Locuras de verano": me dejo tentar por las excentricidades, pero nunca permito que la posibilidad de cometer una imprudencia me complique la existencia.   

Pero estoy convencida de que, cuando sea más vieja y me vaya volviendo más y más aniñada, me arrepentiré de no haberme quedado a vivir en Amsterdam una temporada larga. Esta ciudad lo tiene todo, o al menos todo lo que a mí me gusta. Es muy, muy bonita. Hay una enorme oferta de iniciativas culturales de todo tipo y para todos los gustos. El calor en verano es soportable (imagino que en invierno hará un frío húmedo espantoso). Se respetan las normas de cortesía, esas pequeñas hipocresías en vías de extinción pero que hacen tan cómoda la convivencia. Está aceptablemente limpia (menos el fin de semana), y a simple vista parece que bastante bien gestionada. Goza de amplias libertades, pero hasta un cierto punto razonable. Es cosmopolita, pero sin haber perdido su fuerte personalidad. Su tamaño es muy abarcable y el terreno es llano, con lo que se puede llegar cómodamente andando a todas partes, y hasta tiene un ferry gratuito para cruzar el canal hacia los barrios más alejados, al norte. La mezcolanza de personas que caminan o pedalean por sus calles incluye casi toda la diversidad humana. La atmósfera es animada, distendida, abierta y optimista. 

Su melting pot es fascinante para una urbe que no es de gran tamaño: aparte de la población autóctona, la habita una mezcla de razas y culturas muy diversa, procedente de las antiguas colonias holandesas en el Caribe, África y Asia (los turistas, estudiantes, nómadas digitales y expatriados venimos desde los cinco continentes, pero no lo sumo porque somos población flotante). Sin contar su área metropolitana, Ámsterdam roza el millón de habitantes, pero quitando las zonas turísticas  más concurridas, el resto de la ciudad no resulta nada agobiante, hay muchas calles céntricas bastante silenciosas y hasta solitarias. Muchos barrios que rodean el meollo monumental gozan de un ritmo de vida envidiable:  la simbiosis perfecta entre la privacidad y la convivencia con el vecindario, la tranquilidad y la animación, la cercanía a todos los comercios y servicios, pero sin perder la sensación de vivir en un pueblecito que ha retrocedido mágicamente en el tiempo y aún está instalado una época más afable y menos exigente. Esta gente ha sabido conservar lo mejor de un modo de vida a escala humana, con los valores de antaño, pero al mismo tiempo han sabido aprovechar, para bien y para mal, todo lo que el progreso puede aportar, y le han incorporado a su día día día los adelantos técnicos y sociales, incluidos los que convierten nuestra vida actual en ese infierno de comodidades a medida de los insociables, entre los que me cuento. Ámsterdam es una ciudad en la que la gente no te interpela si no les das pie, pero en donde la conversación educada es bienvenida. Si no te apetece hablar con nadie, puedes hacer de todo tocando una pantalla con el dedo (y pasando la tarjeta de crédito, of course). Pero si tienes un día en que te apetece el contacto humano y buscas palique o algo más, bastante más, mucho más que eso, también te lo proporciona con relativa facilidad. Aquí la gente es abierta, asequible, tolerante, y la mayoría están relajados y de buen humor. La mentalidad de la ciudad es liberal, progresista, mundana, y eso se refleja en el talante de sus habitantes. Practicamente todo el mundo habla inglés, muy bien además, pero no es sólo ese detalle el que facilita la comunicación: es que el entendimiento es fluido cuando las personas están acostumbradas a cohabitar con la diversidad, la aceptan y saben valorarla. Este es el paraíso de los apátridas, los nómadas, los descreídos, los bohemios y los introvertidos-extrovertidos. Siempre que tengan fondos suficientes en su cuenta corriente, tampoco nos engañemos. No todo es armonía, bienestar y paz social, naturalmente. He presenciado discusiones y hasta broncas callejeras que comentaré más adelante.  

En este sesudo análisis que me dicta la experiencia de unos pocos días en Ámsterdam, y que interpretan a dos manos mis hormonas y mi capricho imposible, sólo le encuentro a Ámsterdam dos defectos insalvables, que me rebajan un tanto el entusiasmo. Me he cruzado con unas cuantas ratas bien grandes en todo tipo de barrios (ay, tanta agüita en los canales, tantas casitas viejas, tantas bolsitas de basura por las aceras, tanto calorcito). Y luego están las bicicletas, mamma mia. Los ciclistas a toda velocidad tienen preferencia sobre todo y sobre todos. Y a las bicis que una vez aparcadas invaden el espacio vital hay que admirarlas, venerarlas, idolatrarlas. Respeto la prioridad, más que nada porque no puedo ignorarla sin peligro de mi integridad. Y de verdad que intento quitarme de en medio porque una de mis máximas es no estorbar, pero también porque quiero volver a España con los huesos intactos. Sin embargo me lo ponen muy difícil, para empezar los ciclistas aquí son multitud, cada carril de cada avenida parece la manifestación del día de la bici en Madrid. Y luego, no siempre me resulta evidente la señalización que diferencia por donde pasamos los peatones, y tengo tendencia a ponerme en medio, como el jueves. Me he llevado un par de regañinas de ciclistas, pero a favor de los holandeses debo decir que la mayoría no dice nada, sólo me miran, tampoco con malos modos, y eso es todo. Pero si ya estoy hasta el alma de las bicis en sólo cuatro días y medio, no sé qué haría si me quedara más tiempo...  insertarme otro par de ojos en el cogote, supongo.  En cuanto a las ratas... ay, ay, ay, tendría que cerrar los ojos y aún así hay cosas que, una vez vistas, ya no puedes olvidar. 

Por último y para compensar, nombraré otras dos cosas de esas que no son imprescindibles, pero que hacen la vida más placentera. En Amsterdam hay sentido del humor. Se nota en muchos detalles, sobre todo en los carteles de todo tipo que te encuentras por la calle (en inglés, es una ciudad casi bilingüe). Las pocas interacciones que he tenido aquí siempre han estado salpicadas de humorismo. La otra cosa es que aquí abunda la gente guapa. Hay muchas personas muy atractivas físicamente de cualquier raza, edad, sexo y condición. Yo no sé si lo da la dieta, el buen nivel de vida general, o se debe a que los genes de sus ancestros estaban bendecidos por la Madre Naturaleza. El caso es que es un aliciente más que sumar a la larga lista de ventajas. La lista de inconvenientes crecería tras una estancia más larga, estoy convencida. Pero como no me ha dado tiempo a experimentarlos, en mi libro de notas ganan por mayoría los puntos positivos.  

A Ámsterdam la llaman LA Venecia del Norte (por antonomasia). Y yo digo, qué más quisiera Venecia. La Serenísima es una de las joyas de Europa, una de las grandes bellezas urbanas del mundo entero, no tiene igual... pero no deja de ser un esplendoroso museo al aire libre, donde hay muy pocos vecindarios al uso, porque los venecianos están agolpados en el último reducto del Cannareggio, y como la mayoría no cabe, en realidad viven en la cercana cuidad de Mestre. No se trata solamente de que la invasión del turismo de masas ha hecho imposible hacer vida en la propia Venecia. Es que la configuración misma de la ciudad está constreñida a una época ya superada, diseñada como está para la vida de siglos pasados, y no permite llevar a cabo las actividades del día a día correspondientes al siglo XXI. Venecia es víctima de su éxito y esclava de su belleza. En cambio Ámsterdam, que también venera su pasado glorioso con la misma vanidad y coquetería, tiene la fortuna de haber podido incorporar a la red urbana los campos colindantes al casco histórico, porque está mucho más al interior, y además en Holanda el terreno llano ganado al mar no presenta obstáculos. Así, las sucesivas expansiones urbanas han podido dar cabida sin problema a las necesidades de los nuevos tiempos. Es una ciudad muy viva y muy vivida. Las comparaciones son odiosas, lo sé.   

En fin, me marcho hoy porque la realidad se impone con su tozudez habitual sobre mis fantasías. Y mientras llega la hora de salida de mi tren, intentaré resumir en algunas notas desordenadas todo lo visto, oído y sentido estos maravillosos días pasados.

Notas:

- Por todas partes huele a barbacoa en las horas de las comidas. Es un olor característico de las zonas comerciales de Holanda, igual que lo es el del fish& chips en Reino Unido y en Irlanda, ese aroma a fritanga de pescado mezclado con ketchup y vinagre. No son olores que de por sí me provoquen rechazo, pero me termina cansando su omnipresencia. Hablando en basto, una vez que se te meten por las narices ya es difícil sacarlos de ahí. 

- Todos los hotelitos de la zona de Nassaukade, frente a Leidsplein, se llaman a sí mismos hotel boutique y se adjudican tres estrellas. Si omitimos estas dos mentirijillas, la verdad es que son lugares muy agradables en casas antiguas con encanto, esas edificaciones estrechas tan características que están rematadas por un frontón. Además están a un mero paseo de las calles comerciales y del centro histórico: el canal de Singelgracht está enfrente, y un puente art decó lo cruza hasta el Teatro Internacional (neo renacentista) y el Hotel Americano (también art decó). Así que no puedo estar más feliz con la ubicación. 

Mi hotelito en cuestión me encanta, aunque tiene la escalera de la muerte más mortífera que me he encontrado nunca, con peldaños de la talla de un piececito infantil. Pero cuenta con un ascensor que ilustra a la par que entretiene, ya que de la puerta cuelga un letrero que dice: "Bienvenido al ascensor más lento de Amsterdam. No intente presionar ningún botón hasta que se hayan cerrado las puertas interiores". La puertas en cuestión se toman su tiempo. Para amenizarte el len-to-tra-yec-to, dispones de algunos folletos que publicitan locales y atracciones turísticas. Menos mal, porque si no a mi mente neurótica le daría por reflexionar sobre todos los errores cometidos en mi vida por orden cronológico, con tiempo sobrado hasta llegar por fin al segundo piso. Una vez allí, mi habitación es tan angosta como cabe esperar en un edificio tan estrecho, pero tampoco me importa porque da al interior de la manzana, donde hay árboles. Y al anochecer la voyeur que habita en mí disfruta cotilleando los interiores de las casas colindantes a los sones de un piano donde alguien practica. Ausencia total de cortinas o persianas, mobiliario nórdico y deshinibición total, que para eso los vecinos están en su casa, y aquí la gente prioriza el disfrute de la luz natural sobre la pérdida de privacidad. 

- Cuando vine de jovencilla, me impresionó que la gente de Amsterdam tuviera el valor de exponer su intimidad a las miradas indiscretas con toda naturalidad. Pero hay que comprender que debido a su climatología, aprovechan cada rayo de sol, o al menos la luminosidad exterior, y salen al aire libre tanto como pueden. Están habituados a que los transeúntes les miren a través del cristal mientras están dentro de casa, o cuando están sentados en un banco junto a la puerta de su edificio con un café o una copa, o cuando sacan una mesa a la acera para cenar.  

Este último aspecto está regulado por el ayuntamiento. Cada año, se solicita el uso de unos pocos metros cuadrados acotados sobre la acera, delante de la puerta del edificio. Una vez concedido el permiso, durante la temporada de buen tiempo se puede disponer de ese espacio público para uso particular, y por lo que he visto, aunque dispongan de un patio trasero, la mayoría lo que quiere es sacar una mesita a la calle y cenar al aire libre viendo pasar la gente. Me impresionan esas mesas preparadas con tanto primor, a las que no les falta su mantel, su vajilla y a veces hasta su cubitera para mantener el vino blanco bien fresquito. Teniendo en cuenta que las aceras son muy angostas y que el trasiego constante de bicicletas nos obliga a los peatones a arrimarnos, el resultado es que a estos comensales el transeúnte se les viene encima. Es inevitable mirarles para no tropezar, pero ellos actúan como si tú no estuvieras allí y siguen enfrascados en su tertulia o en el plato que tienen delante. Es el primer truco que aprenden los actores: cómo ignorar la cámara y hacer como si nadie ajeno a la escena estuviera mirándoles. 

- La cantidad de teatros, cines y y librerías que hay en Amsterdam es apabullante. Hay una sucursal de la prestigiosa cadena inglesa Waterstones, muy concurrida porque aquí se habla inglés de forma orgánica, de hecho se intercalan muchas expresiones inglesas en conversaciones en neerlandés entre holandeses, según oigo en mis paseos. Entre los cines, destaco el complejo Pathé y sobre todo el maravilloso edificio art decó que es el cine Tuschinski, que me parece más imaginativo y mucho más bonito que algunos grandes cines americanos de la misma época que he visto en fotos. La historia de este gran edificio es muy triste: la familia Tuschinski, en la época entre el cine mudo y el sonoro, hizo un gran dispendio en decoración, instaló un gran órgano y además lo dotó con las últimas novedades del momento, entre ellas un sistema de ventilación. Pero durante la invasión nazi perdieron la propiedad y se vieron recolocados como empleados de su propia empresa, hasta que finalmente les internaron en un campo de concentración, donde fueron asesinados.  

- Frente al complejo Pathé City, hay un curioso edificio ecléctico con muchas iniciativas culturales, donde se juega al ajedrez en un tablero gigante, y de donde sale una voz pregrabada que recita a Dylan Thomas a través de un potente altavoz ("Rage, rage against the dying of the light"). Es curioso como en una de las plazas más animadas de una ciudad tan vitalista como esta, se nos recuerde que somos mortales y se nos anime a luchar contra lo inevitable. Conclusión: disfruta a tope mientras puedas, estás rodeado de entretenimientos, utilízalos a tu gusto (y de paso haz algo de gasto). 

- Un poco más allá, una escultura de dos enormes manos unidas reclama la atención. La epidermis de piedra de las manos está tatuada con frases en todos los idiomas, que nosninstan a ejercer nuestro pensamiento crítico y a expresarlo libremente. Con este monumento se recuerda al periodista Peter de Vries, asesinado justo en ese mismo lugar porque se atrevió a denunciar la corrupción de las bandas del narcotráfico local. 

- Pero Amsterdam es una ciudad fundamentalmente alegre que celebra la vida, donde hay gente por la calle a todas horas que, por lo que he observado, una vez que salen de clae o del trabajo intentan disfrutar del aire libre todo lo que pueden y más. Los canales, a partir de media tarde (aquí se enpieza a cenar a las 17:30) no están surcados solamente por barcazas repletas de turistas. También se llenan de barcos particulares, alquilados o propios, donde grandes grupos de amigos cenan en una mesa larga instalada en cubierta. En los barcos más pequeños se ven muchas parejas de novios, o de jóvenes en pequeños grupito de tres o cuatro personas, todos cerveza en mano. Unos y otros se deleitan en la comida y la bebida, primero bajo el sol y mucho más tarde a la luz de las farolas y las bombillas que adornan los puentes. Verlos gozar así es todo un espectáculo.

Tampoco yo me privo, y me tomo mi Radler mientra surco los canales y parte del puerto durante una horita, en una de las barcazas de madera que se toman junto al monumento a la Reina Wilhemina. A la que por cierto al principio confundí con nuestra Cayetana de Alba, porque en la escultura la reina monta a caballo y lleva lo que parece un sombrero cordobés y un traje de corto. No sé si a Wilhemina le gustaba horrores la Feria del Caballo de Jerez, o es que el escultor se equivocó de página al consultar las fotos de la revista Hola!. Misterios sin resolver. 

- Visito la Casa Museo de Rembrandt, y como en el fondo soy una cotilla redomada disfruto mucho del chismorreo biográfico que allí se cuenta. Entre pintura y pintura, la audioguía va dejando caer que Rembrandt compró la casa en la cúspide de su fama, en plena gloria artística y muy enamorado de su mujer, quien murió joven. Pero el señor también tenía un algo con la criada, y la visitaba en su cama-mueble de la cocina, donde una vez viudo ella le tiró literalmente los trastos a la cabeza, al negarse él a casarse de nuevo con ella, tal como le había prometido. Fue despedida, y con la nueva criada se repitió la historia paso por paso, pero esta segunda sirvienta aguantó la situación (tuvieron una hija en común) y ejerció de señora de facto de la casa,  llevando incluso las finanzas familiares aun sin haber pasasado por el altar. Parece que el todo Amsterdam se escandalizaba del concubinato, pero a los genios se les perdonan esas cosillas porque forman parte del estilo de vida del mundillo artístico. Lo que no se le perdona a nadie son las deudas, y Rembrandt una vez arruinado tuvo que vender esta hermosa casa, que resulta tan curiosa de recorrer estancia a estancia. Lo que más asombra es que pudieran conciliar el sueño en esas camas mueble de madera con sus puertas y todo, un armario en la práctica,  donde dormían incorporados en los cojines porque no hay espacio suficiente para estirar las piernas. Qué lumbalgias más malas debían de padecer. 

- Al salir de la casa de Rembrandt me paso por el afamado mercadillo de Waterloo Plein, que está al lado. Se habla mucho de él, y francamente no comprendo que suscite tanta expectación porque no es muy grande y no veo que ofrezca nada de especial. No tiene punto de comparación con otros mercadillos que he visto en otros países, incluyendo el mío. La única diferencia es que hay muchos montones de ropa tirada por el suelo, en montañitas separadas por tipos y tallas. Ver a la gente agacharse como quien recoge la cosecha para rebuscar entre los trapos es todo un espectáculo. 

- Otro museo que visito es el Rijksmuseum, porque me parece que en mi viaje anterior no estuve allí, y si estuve desde luego lo había olvidado por completo. El edificio es una maravilla y las obras que se exhiben también. El cuadro estrella, "La ronda de noche", está siendo restaurado y resulta muy curioso verlo en el quirófano como si dijéramos, colocado en un caballete gigantesco. También se muestran muchas piezas provenientes de las antiguas colonias holandesas en África, Asia y el Caribe, y se explican retazos de cómo era la vida de los criollos allí, creo advertir que con cierto tono de disculpa. La relación posterior de la metrópoli tras independizarse estos territorios de ultramar no ha sido nada fácil, y con algunos, según leo, ha costado mucho mantener lazos de amistad, para lo que según parece resulta de alguna utilidad el papel de la familia real neerlandesa como relaciones públicas de luxe. Lo malo es que cada desplazamiento royal le sale muy costoso al erario público por el empeño de Sus Majestades en viajar majestuosamente. But I digress. 

El barrio que rodea este y otros museos cercanos, el Museumplein, me recuerda mucho al de Kensington en Londres. Preciosas casas señoriales que ocupan toda una manzana, un parque precioso (el Vondelpark), anchas calles arboladas y un ancho canal con villas en la orilla: mucha clase. Curiosamente, atravesando ese parque se llega a mi alojamiento, en un barrio mucho más normal: mucha clase, pero clase media. 

- Los museos de Van Ghogh y Anna Frank requieren reserva de entrada online con semanas de antelación, y en el caso del segundo de todos modos no me veo capaz de entrar. Me da congoja sólo de pensar en ver en persona el lugar sobre el que tanto me apenó leer en el famoso diario. Por supuesto que no debemos olvidar jamás los crímenes nazis, pero tampoco creo que haya que revivir en directo los morbosos detalles del terrible confinamiento de esta desdichada niña y su familia y vecinos. Es mi opinión. 

- Busco alejarme del tipismo de las calles más turísticas del centro para observar algunos retazos de la verdadera vida cotidiana de Ámsterdam. Como no conozco la ciudad, me dejo aconsejar. Me dirigen a los barrios de Jordaan, Grachtengordel, De Pijp y De Plantage. También me acerco a la cercana población de Haarlem y un poco más allá, a la playa de Zandvoort. 

- Jordaan era un barrio de trabajadores, pero sus casitas han sido restauradas y ahora vivir allí es un capricho para gente con dinero. No puede ser más en encantador el ambiente de esas calles estrechas, cuajadas de macetas florecidas en torno a los bancos junto a los portales. Los vecinos se sientan allí a charlar como ya he explicado, con una copa de vino blanco y, en apariencia, con todo el tiempo por delante. Son gente sofisticada pero sin afectación. Muchos hablan en inglés, pero no son hablantes nativos. Debe de ser el barrio donde se juntan los expatriados con buenos salarios y dietas. Aparte de todo tipo de restaurantes y galerías, por allí hay muchas tiendas de esas que venden cosas para nada imprescindibles, de las que sólo los clientes que ya tienen de todo creen que necesitan. Los restaurantes están en esa misma línea, mucha comida fusión y decoración imaginativa, pero sin estridencias.

- Grachtengordel (espero haberlo escrito bien) es el distrito de los canales más conocido del centro, por lo que no encuentro allí vida cotidiana propiamente dicha, sino gente guapa en busca de una mesa en una terraza, o de pie a la puerta de una cervecería, en animada charla grupal. El barrio lo componen nueve calles separadas por cuatro canales, por lo que la gente de Ámsterdam le llama "las nueve calles". El ambiente es animadísimo y, llegada la noche, los barcos particulares navegan lentamente bajo los puentes, iluminados por ristras de bombillas y por las luces que se filtran a través de las ventanas de las casas. La verdad es que aunque mis pies me pidan compasión, he paseado por allí de noche hasta caer derrengada.

- Este distrito está en las antípodas del famoso De Wallen, el distrito rojo de las trabajadoras del sexo metidas en un escaparate, iluminado con luces de neón de ese color. Me acerco también por allí, y veo que algunos interesados en los servicios de estas señoritas entran en la cabina, y entonces se cierran las cortinas. Pero la mayoría de los que circulamos por allí estamos de simples mirones y pasamos de largo. Camino rodeada de matrimonios, de parejas de novios, de grupos de amigos más o menos borrachos que se creen muy graciosos, y de mujeres de todas las edades que viajan solas, como yo misma. Hay largas colas de jóvenes, chicos y chicas, para entrar en un peep show con espectáculo. Todo es muy vulgar y chabacano, como cabe esperar de este tipo de lugares. No me siento escandalizada sino ridícula, y creo que todos allí estamos haciendo el ridículo menos las prostitutas, que están ganándose el pan, y de qué injusta manera, por muy bien regulada que esté su actividad laboral. La mayoría son muy jóvenes, y sólo algunas son transgénero. Muchas son latinas, asiáticas o eslavas. De las que sean locales, me pregunto si su familia, amigos y conocidos pasarán por delante para recriminarlas y humillarlas en horario laboral, y como reaccionarán ellas. Las calles de los alrededores son tirando a desagradables, y están muy sucias. Hay bastantes policías dirigiendo el tráfico de personas, y muchos borrachos saboteando a los policías. Estoy incómoda y quiero salir de allí, pero me pierdo. Miss Google y yo no nos entendemos porque la noche me confunde, y eso que no he consumido nada que no pueda merendar una abuelita. Estoy mayor y ya no se me puede sacar de sarao. 

 - Al día siguiente me acerco a De Plantage, el antiguo barrio judío que tiene dos sinagogas, una de ellas portuguesa. Hay muchos jardines (allí está el Hortus Botanicus y el zoológico) y un monumento que recuerda el holocausto judío y gitano. Las cartelas me informan de que antes de la guerra, las casas donde vivían los judíos de este barrio, en su mayoría comerciantes acomodados, se quedaron vacías tras la deportación de sus ocupantes. Fueron repobladas ya en la posguerra con judíos provenientes de Portugal y de España. En algunos grandes paneles se cuenta la vida de algunos vecinos destacados de este barrio en todas sus épocas. Miss Google y su primita Google Lens me traducen el contenido, porque sólo está escrito en neerlandés. Muchos guías dan explicaciones a grupitos de turistas delante de los edificios más destacados, como el Teatro Judío, de estilo neo-neoclásico. Hay unas pequeñas placas doradas, del tamaño de un adoquín, incrustadas en las aceras junto a la puerta de cada casa. Tienen grabados los nombres de los judíos que vivían allí y que fueron internados en los campos de concentración. En ellas se lee el nombre de la persona, las fechas de nacimiento y muerte, y los campos a donde les deportaron. Prácticamente todos acaban con la palabra "gemoord", asesinado. Casi nunca se puede leer que la persona fue liberada. Hay familias enteras. Este proyecto se llama "Stoperlsteine" (piedras con las que tropiezas) y es internacional, porque yo he visto estas placas en Francia, en Italia y hasta en España, concretamente en Madrid. En la actualidad, este tranquilo barrio todavía es predominantemente judío, según leo. Sus calles son muy relajadas y las casas son preciosas. 

- Pero mi barrio preferido para instalarme en Amsterdam, en mis fantasía por supuesto, es De Pijp, y el contiguo De Nieuwe Pijp. Rodean al precioso parque de Sarphatipark, y son como un Malasaña holandés, es decir, un barrio hipster con ambiente multicultural, lleno de cafés, restaurantes y tiendas con imaginación. Según leo viven allí muchos treintañeros y cuarentones que no quieren crecer, y muchos veinteañeros que se acercan por allí para quedar a tomar algo y charlar. Divino tesoro. El movimiento de las calles es el de la vida cotidiana auténtica de un barrio de verdad, y no podía resultar más agradable. Los edificios son de principios del s. XX y muestran ese buen gusto que por lo visto está superado y no ha de volver. Este tipo de lugares están hechos para las ensoñaciones, y a ellas me entrego mientras espero a que cambie el disco del semáforo, cuando veo junto a mí a una rata de grandes dimensiones, plantada tranquilamente en la acera. Cruzo en rojo, ignorando las bicicletas y cagándome en todo. Vaya despertar más brusco. 

- Frente al mercado de las flores compro unas galletitas que vienen envasadas y que tienen una etiqueta color naranja con una hoja de maría pintada, sobre las palabras "cannabis inside, light". Otros envases con el mismo producto están ornenados por colores, según la intensidad de los supuestos efectos alucinógenos. Un cartelito muy informativo detalla el precio, y la sensación que provoca su ingesta: relax, amnesia, etc. Las Space Cakes de Amsteram tienen una fama muy notoria, y yo no puedo resistirme a probarlas. Se venden en tiendas de souvenirs, y hasta las he visto en algunos supermercados informales (no los de las grandes cadenas). Escojo el nivel más liviano y anodino, por temor a que el experimento me haga pasar un mal rato. Además, me prometen relax y yo al ser insomne duermo muy mal, a pesar de caer derrengada en la cama tras interminables jornadas de caminatas autoimpuestas. Reservo las galletas para la hora de la cena, para beneficiarme del tan cacareado efecto relajante. Pues bien, las galletitas de color naranja son cookies con sabor a eso, a naranja, y poco más. Yo creo que son un timo para turistas incautos, y además no me parece mal del todo, porque nos lo merecemos por imbéciles. Aunque hay que reconocer que están ricas, estas galletitas no creo que lleven cannabis, pero en cambio sobreprecio sí que tienen... 

-  El fin de semana me decido a salir de Ámsterdam, pero en cortos trayectos de tren hasta Haarlem, Zandvoort, Volendam y Edam. 

- Haarlem es un mini-Amsterdam del que me enamoro perdidamente. Tanto, que al pasar por un par de casitas que están en venta consulto la web del anuncio, para calibrar calidad-precio, como si fuera a hacer una oferta o algo. En mi corazoncito yo no albergo sentimientos románticos, sino una agencia inmobiliaria. Y esta población resulta algo más barata que la capital, con la que está muy bien comunicada (15 minutos de trayecto en tren). Tiene encanto, un par de plazas monumentales con un mercado callejero de comida de calidad, una zona peatonal comercial muy extensa, vida cultural y mucha animación, pero luego en muchas calles se respira una tranquilidad maravillosa. Y encima la playa desde allí está a sólo 10 minutos más de tren. Me marcho de allí haciendo cuentas, yo que no estoy dotada para la aritmética. Se puede ser ilusa. 

En Haarlem visito el Koepel, un centro penitenciario circular (panopticon le llaman) que ha sido reconvertido en centro cultural y de ocio. Muchas prisiones holandesas en desuso siguen el mismo camino. En su día fueron innovadoras porque proporcionaban a los reclusos mejores condiciones de vida debido a su forma circular, que favorecía un mayor espacio. 

También veo el precioso molino De Adriaan, del s. XVIII. Es una visita guiada, y las explicaciones las dan un grupo de viejecitos entusiastas, que de niños vieron muchos molinos en activo e incluso ayudaron a su funcionamiento. En este en concreto se molía harina, pero nos muestran como se hacía para moler aceite y picar tabaco. Las explicaciones nos van llevando poco a poco a lo alto de este ingenio, y por una vez en mi vida no siento casi vértigo. Cuando el viejo que nos hace de guía pregunta "Alguno de ustedes ha leído..." [y murmura algo incomprensible], todos (una familia romana y un matrimonio de San Francisco) dicen que no, y yo también niego con la cabeza, hasta que caigo en la cuenta de que ha dicho "Don Quijote", sólo que lo ha pronunciado a la holandesa. Yo para ser franca me he leído sólo la primera parte, y eso que era el libro de cabecera de mi madre y siempre estaba fuera de la estantería. Le pregunto al viejo cuando fue la última gran inundación de los Países Bajos, y me dice que en 1953, y que desde entonces se reforzaron y modernizaron los diques para que la combinación de mareas altas, viento y tormentas no volvieran a producir otro desastre similar. Parece que, salvo algún susto, hasta ahora ha funcionado. Los molinos en su mayor parte están en desuso, pero se restauran y se conservan para rememorar un modo de vida perdido y una identidad que también se va difuminando en este mundo globalizado. 

- Zandvoort aan Zee y la vecina Bloemendal son las playas adonde acude la gente de Amsterdam y alrededores. Yo sólo paso por Zandvoort por falta de tiempo, porque ya se está poniendo el sol. No presenta una primera línea de edificaciones en la orilla que suponga una muralla urbanizada porque, como ocurre en las poblaciones costeras de los Países Bajos, las casas en su mayor parte están por debajo del nivel del mar, del que las separa un dique que en este caso hace las veces de paseo marítimo. La arena es harinosa y no se pega a la piel. Me descalzo y me mojo los pies en la orilla. El agua está bastante fría, pero no más que en Fuengirola, donde he veraneado veinte años y no recuerdo más que un par de baños sin tiritonas. Me encanta mirar el Mar del Norte, tan novedoso para mis ojos. La playa es muy larga, y se ven dunas a lo lejos. Hay muchas gaviotas que ponen el punto sobre la i con sus graznidos.

En el paseo hay un camión (foodtruck, dirían los modernos) que vende frituras de pescado. Decido probarlas, y pido un poco de todo para tomármelo sentada en uno de los bancos frente al mar. Me lo sirven, junto con unas salsas pringosas (qué necesidad había?) en una caja de poliuretano con dos cierres, como si fuera un cofre. Me imagino que tantas precauciones se deben a que quieren que la fritura conserve el calor... sin sospechar la verdadera razón. En cuanto abro la caja, siento un golpe en el hombro y veo un animal gigantesco que me agrede por detrás, y que además me quiere dejar sin cena. Pero esta hija de.... Juan Salvador Gaviota no me conoce, no sabe que he sido hija única y nunca he compartido mis juguetes con nadie, y mucho menos mi cena cuando estoy hambrienta. En una acto reflejo muy alejado de la valentía y más cercano al instinto, le cierro el cofre al bicho en sus naric...  en su pico, gritando "Ah, no, no, no, qué te has creído" y no sé cómo logro espantarla. Pero en cuanto abro la tapa, vuelven las gaviotas, y bien agresivas por cierto. Me levanto pero me persiguen, parece que prefieren el pescado frito al crudo. Es inútil alejarse, porque he visto al llegar que están por todo el pueblo. Como consecuencia, termino abriendo un resquicio de la tapa del envase por una esquina, y sacando miguitas de pescado con el tenedor de plástico con todo el disimulo que puedo, para no levantar las sospechas de estas depredadoras tan chillonas. En el libro de Richard Bach eran unos animales muy poéticos cargados de filosofía. En la realidad, son unas vecindonas de lo más ordinario y descarado. 

Aparte de ellas, hay en el paseo marítimo de Zandvoort un busto de la emperatriz Sissi, que también pasó por esta playa, porque Su Majestad Imperial viajaba constantemente, y estaba en cualquier sitio menos sentada en su despacho de Viena trabajando en lo suyo. Sé que debería sentir más simpatía por esta mujer desgraciadísima, que imagino que por encima de todo era una enferma mental, como tantos miembros de su familia. Pero es que tengo la impresión de que también le echaba bastante cuento, y no de hadas precisamente. Había tremendo lío en palacio y esta señora se desentendía totalmente, porque estaba centrada por completo en su ombliguismo. Es mi opinión, que me deja en bastante mal lugar como jueza implacable de todo aquel que no me caen bien. En este monumento playero representan a la emperatriz con su característico peinado y un collar de perlas. Bajo el busto hay una placa con un poema que ella escribió sobre esta playa, y que Miss Google Lens me traduce. En su poema, Sissi viene a decir que el mar es tan bonito que no quisiera tener que marcharse para poder seguir mirándolo. Tanto el busto como el poema me recuerdan, no sé por qué, que Berlanga tenía una manía supersticiosa, y era que en todas sus películas se hacía mención al extinto Imperio Austrohúngaro, en voz en off o en boca de algún personaje. 

- Al día siguiente voy en autobús interurbano a Volendam y Edam. En Volendam hay unas casitas de cuento del antiguo pueblo de pescadores, con sus canales y sus puentes. Se conserva la marca de hasta dónde llegó la inundación de 1916, una de las peores que ha sufrido esta localidad pesquera. No sé cómo pudo sobrevivir alguien, porque el nivel del agua alcanzó los 150 metros. Me paseo por el puerto y también camino por encima del dique, bajo el nivel del cual hay más casitas encantadoras. Todo el pueblo es muy bonito, pero parece más un decorado que un lugar real. Refuerzan está impresión la gran cantidad de lugareños que se pasean en traje típico para que los turistas se hagan fotos con ellos. No les falta un detalle, los gorros bordados de las mujeres son una auténtica obra de arte, y muchos hombres hasta llevan zuecos. Es como un sainete, pero comprendo que fomenten el turismo de esta forma. ya no pescan peces, sino visitantes. 

- Edam me gusta bastante más, aunque el casco urbano esté más alejado del mar. Es una localidad de mayor entidad que conserva su belleza con más autenticidad. El centro tiene edificios antiguos muy valiosos, y el barrio de casas que dan a su canal secundario son un remanso de paz. Pruebo el famoso queso que lleva su nombre en una fábrica, y me reconcilio con el mundo entero, qué morbo da olvidarse del colesterol durante un ratito de una forma tan deliciosa. Intento llegar hasta el mar dando un paseo, pero las urbanizaciones privadas acotadas y la entrada también privada de un cámping me impiden acercarme a la orilla. La ola de calor merma mis fuerzas y me impide seguir explorando, y cojo el autobús de vuelta.  

 












25.6.25

En la estación de Bruxelles-Centraal, esperando al tren hacia Rotterdam, desde donde transbordo hasta Ámsterdam. Hoy hay huelga general en Bélgica, como protesta ante las medidas de austeridad del gobierno de coalición (llamado "Arizona", no sé por qué). He visto sindicalistas vestidos de riguroso verde, pero no he detectado piquetes. El sector del ferrocarril no se suma, pero el recorrido de la manifestación pasará por esta estación central mas o menos ahora, sobre las 10am. La salida de mi tren está prevista para dos horas después, por lo que no barrunto problemas. 

De todos modos, por si acaso me he refugiado en un Starbucks, único lugar con asientos decentes en el vestíbulo de esta estación. En caso de asedio, siempre podemos montar una barricada con los sofás, y si nos vemos sitiados muchas horas,  podemos resistir a base de cafeína sobrepreciada. Y además tenemos a nuestra disposición docenas de brownies más duros que un adoquín para lanzar como proyectiles. Tras un americano largo servido en un tazón sopero, corre por mis venas un ardor guerrero digno de las walkirias, y me siento dispuesta a entrar en lucha con quien se me ponga por delante. Pero en las mesas cercanas sólo hay dos chicas que se cuentan batallitas de sus respectivas vidas sentimentales, y jóvenes solitarios concentrados en la pantalla de su portátil. Mejor me reservo la energía bélica para cargar con mis dos Resilias. 

Más tarde. 

Aparecen por la estación sindicalistas vestidos de verde y de rojo. Todos muy educados, haciendo una cola ordenada en el WC. Media hora antes de subir al tren, la megafonía anuncia que la policía ha realizado una intervención en el aeropuerto, que sí que está en huelga. Mi tren tiene que pasar por ahí y va a sufrir retrasos. Al rato, anuncian que mi tren ha sido suprimido. Aparece la policía en el andén, donde ya se agolpan los sindicalistas. Cojo un tren al aeropuerto para quitarme de en medio y para tener más alternativas de transporte en el peor de los casos (autobús? vuelo, si lo hay?), porque la movilización según la prensa se traslada al centro de la ciudad. No me queda otra que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. C'est la vie!  = Cago en tó!  

Un rato mas tarde.

Prosigo, porque la vida también lo hace.Y porque el efecto del café ámericano ya se me ha pasado, y ante estas situaciones complicadas siempre me siento cobarde y por tanto pacifista de toda la vida, no vaya a ser. Aunque no tiene mérito por mi parte, porque aquí en este apeadero semidesierto del aeropuerto las únicas que discuten son dos viajeras italianas, que se han puesto nerviosas con la situación y se están peleando.

Mientras espero, me dedico a relatar mis batallitas:

Conozco muy  bien la estación central de Bruselas, la he estado utilizando a diario para hacer excursiones a las ciudades flamencas que no pude visitar durante mi estacia en Amberes, porque me lo impidió la lumbalgia. Desde Bruselas en cambio se tarda muy poco en llegar a Waterloo, Lovaina y Gante. Quería haberme acercado a Ostende, pero el día que escogí  para la excursión soplaba un vendaval, y preferí ser prudente. El recuerdo de mi neumonía aún está reciente. Por riguroso orden cronológico:

- Waterloo. 

La población en sí se compone de un casco histórico reducido, rodeado de hileras de casas acomodadas, con su correspondiente jardín bien cuidado. Yo medio esperaba toparme en uno de estos jardines con una estelada izada en un mástil, y una ofrenda de rosas rojas y amarillas depositada al pie. Pero no, parece que el prófugo no es tan folklórico en sus gustos decorativos, y además no acerté a pasar por delante del pedazo de chalete que okupa. Desde allí, a 1.500 kms de distancia, se toman decisiones que nos afectan a todos los españoles. Ni al mismísimo Napoleón, que nos montó un numerito parecido en Fontainebleau con la colaboración de los borbones, le salió tan bien la carambola.  

Pero lo que nos interesa de Waterloo a los turistas no es el presente, sino el pasado. El campo de batalla donde se decidió el destino de Europa hace doscientos años está en realidad más cercano a la población de Braine l'Alleud, a dos kilómetros de Waterloo. Pero se la llama batalla de Waterloo porque el vencedor, el duque de Wellington, estableció su estado mayor en una posada de esta villa, y por tanto  la carta que dirigió a su gobierno participando de la victoria la fechó en Waterloo. 

Este Wellington era un señor profundamente antipático, que se avergonzaba de haber nacido en Irlanda por considerarla un lugar sin lustre del imperio británico. Cuando pasó por Madrid en 1812 se comportó con tanta altivez, que Goya, quien no era simpático tampoco y además no toleraba los dengues de los poderosos, le pintó un retrato en muy poco tiempo, para evitar que el posado durara varios días. Y de esta forma se quitó de encima al altanero duque, con quien cuenta la leyenda que se peleó acaloradamente en su estudio. 

But I digress. Yo no sabía de esta batalla más que algunos detalles sacados de las películas de época que tanto me gustan. Pero tras pasar un día entero en medio del campo, en el complejo museístico llamado Memorial y sus aledaños, ahora sé más de lo que nunca me atreví a preguntar. Y algunas cosas que hubiera preferido ignorar. Como por ejemplo, que ni en este ni en ninguno de los campos de batalla de las guerras napoleónicas se han hallado demasiados restos humanos. Los arqueólogos sólo han desenterrado unos pocos, cuando se estima que hubo miles de muertos (entre 30.000 y 40.000 bajas de ambos bandos). Un guía con uniforme de época, además de disparar arcabuces y pistolas y hasta un cañón de la época... nos explica que los huesos de los cadáveres de los soldados muy probablemente fueron utilizados para fabricar azúcar. Debido al bloqueo internacional, durante las guerras napoleónicas el suministro de caña de azúcar del Caribe estuvo interrumpido. No llegaba hasta Francia porque los barcos británicos lo interceptaban. Napoleón se vio obligado a recurrir a fabricar azúcar a partir del cultivo interno de remolacha, pero ello requería un aporte de calcio, y los investigadores sospechan que este provenía directamente de los huesos diseminados por los campos de batalla. Según parece, tras cada batalla, en los pueblos cercanos al poco tiempo se construía un ingenio para fabricar azúcar, lo que era bienvenido porque traía prosperidad a la comarca. Me imagino a los lugareños de la época, muy atareados machacando huesos y echando el polvillo resultante a la remolacha cocida... y el azúcar ya no me sabe tan dulcecita, más bien me amarga. 

Nos explican también cómo transcurrió la batalla, que duró todo un día. Llovió mucho por la mañana y se encharcó todo el terreno, lo que dificultó el rodamiento de los carros que llevaban los cañones franceses hasta su posición. Ese retraso lo aprovecharon las tropas inglesas y holandesas para avanzar en una maniobra envolvente. Luego hubo muchas escaramuzas a lo largo de varias hectáreas, entre ellas en una pequeña granja que servía a los ingleses y escoceses como punto de avituallamiento en la retaguardia. La granja fue asaltada por los franceses, pero sin resultado, porque los británicos se hicieron fuertes allí dentro. Parece que Napoleón ese día andaba poco inspirado, y tomó algunas malas decisiones según nos explican, pero mi cerebro llega un momento en que no procesa más información y se hace un lío. Ya no sé por dónde andan los buenos y por dónde avanzan los malos. Menos mal que no soy Ridley Scott... o a lo mejor él se encontró con el mismo problema rodando su película?

Tras visitar el museo, subo al monte artificial rematado por un enorme león, que conmemora el lugar donde fue herido el príncipe de Orange. El león mira hacia Francia con cara de advertencia, como diciendo: "Si queréis venir a por más, aquí os esperamos". Son 226 escalones de nada, multiplicados porque hay que bajarlos. Las agujetas me duran varios días, pero la vista de esos preciosos campos cultivados, tan pastorales ellos, me pone los pelos de punta en relación a todo lo que he visto y oído durante la jornada.

Imaginarme este bellísimo lugar, donde se respira la paz propia del campo abierto, cubierto de muerte y destrucción me hace saltar las lágrimas. Parece que hasta el mismo Wellington quedó impactado por la magnitud de la pérdida de vidas. Dijo al respecto algo así como: "Aparte de una batalla perdida, no hay nada tan deprimente como una batalla ganada". 

Tal como nos han explicado en el museo, en aquella época los avances médicos eran limitados y se recurría a bárbaras amputaciones, a las que pocos sobrevivían debido a las infecciones. A muchos soldados se les daba por perdidos y les dejaba morir sin recogerles del suelo. Unos 45 años después, el suizo Henry Dunant, un hombre de negocios que viajaba en diligencia, pasó por otro campo de batalla, el de Solferino, y se conmovió al ver a los soldados heridos sin atender, tumbados sobre el terreno esperando la muerte. Decidió organizar ayuda para socorrerles, recurriendo a la colaboración de las iglesias y las casas de los vecinos de la zona. Luego fundó la Cruz Roja, y su legado continúa hasta nuestros días. 

- Lovaina. 

Muy bella ciudad universitaria (desde el s. XV). Varias plazas espectaculares, en especial la del ayuntamiento, una maravilla del gótico tardío al estilo de esta región de Bravante. Es una filigrana que no acabas de abarcar con la mirada, por mucho que te empeñes. La biblioteca de la universidad con su carrillón ocupa otra plaza, y también es un edificio que te atrapa. La universidad cuenta asimismo con el magnífico castillo renacentista de Arenberg, un edificio concebido a lo grande. 

En la universidad de Lovaina hubo durante la Edad Media y el Renacimiento una escuela de traductores que, aunque no es tan famosa como la de Toledo, sí cobró mucha importancia al llegar la Reforma protestante, puesto que aquí había una imprenta donde se publicaron muchos libros del movimiento reformista que se difundieron por toda Europa. Hay una estatua erigida a Erasmo de Rotterdam, quién pasó seis años como profesor en Lovaina, donde fundó el Collegium Trilingue. Erasmo enseñaba a los clásicos en hebreo, griego y latín. Siglos después, los carteles que lo explican están escritos solamente en neerlandés flamenco, y para informarme tengo que recurrir a Miss Google, que me encuentra una web en inglés sobre el tema. The irony!  

Me gusta mucho el ambiente relajado de las calles de Lovaina, pero lo encuentro algo domesticado, como si le faltara un poco de espontaneidad. A lo mejor se debe al bochorno reinante, que nos tiene a todos aplatanados. Además, me he lastimado un pie pisando un adoquín suelto, y voy medio cojeando. A pasito cojo me acerco hasta el begijnhof (en neerlandés) o beguinage (en francés), donde vivían antaño las mujeres que querían dedicar sus vidas a la práctica de la religión, pero sin tener que profesar como monjas. Creo que en español se llama priorato cuando es la residencia de una comunidad de religiosos, pero no sé cómo se llama para los legos, así que no puedo traducirlo. Es demasiado pedirle a una agnóstica que sepa de estas cosillas... 

Este begijnhof de Lovaina tiene fama por ser de los más antiguos y bellos de Flandes (también está el de Brujas, pero no es tan grande). Se trata de una pequeña ciudad, con sus casitas de ladrillo y sus estrechas calles empedradas (ay, mi pie), donde las solteras y viudas vivían retiradas del mundanal ruido, dedicadas por entero a la oración y la contemplación, pero sin dar el paso de vestir los hábitos. Podían recibir visitas de sus familiares y tenían libertad para salir y entrar si lo deseaban. Tenían una parroquia, y un convento con sus religiosos a su disposición. Ignoro qué tipo de arreglo económico les permitía vivir allí, pero supongo que pagaban una renta, y que no debía de ser barata porque las casas no están nada mal. Hoy en día este recinto se utiliza como residencia de profesores y estudiantes de la Universidad de Lovaina. Algunos estudiantes se cruzan conmigo. Son calles tranquilas pero algo melancólicas, como un  mini Cambridge que hubiese perdido la jovialidad. En cambio, en torno a la parroquia del recinto hay un ambiente relajado de reunión de escuela dominical. Algunos vecinos han bajado sillas de su casa y están sentados en el atrio, charlando y degustando los helados que vende una furgoneta que ha aparcado enfrente. Sobre una mesa alargada aún quedan restos de un almuerzo grupal, y hay muchos niños jugando sobre la hierba. Una fiesta familiar de lo más agradable donde tampoco falta la cerveza, porque el famoso Artois provenía de Lovaina y transcurrido un siglo allí sigue su fábrica. 

- Gante. 

De todas las ciudades flamencas que he visitado, es de largo la que más me gusta. No la siento tan turística, y me parece que conserva mejor tanto su personalidad clásica como la actual. Su universidad es de las mayores de Bélgica, y está entre las más prestigiosas del mundo. Viajo a Gante un día entre semana, pero el ambiente estudiantil desde la hora del almuerzo ya es muy animado. Consulto a Miss Google, y no se trata todavía del último día del curso, pero me parece que estos chicos sí lo consideran como tal en su calendario emocional, porque se muestran de lo más celebratorio. Aunque quizá sea así durante todo el curso, porque hay un famoso cañón en una plaza que el ayuntamiento tuvo que taponar, porque por las mañanas era tradicional encontrarse a un estudiante durmiendo la mona resguardado en el hueco interior. Divino tesoro. 

Carlos V nació en Gante, y de este hecho todo lo que queda en la ciudad es una estatua en una placita, y la portada del palacio de su familia (el resto del edificio se derruyó para construir una fábrica encima). Nada más, salvo el recuerdo de la soga que debían llevar colgando del cuello los que se declaraban en rebeldía y no pagaban el tributo exigido por la corona española. Esta soga se convirtió en el símbolo de la sedición, y hay una estatua que la lleva, justo frente al antiguo palacio. 

Todo esto nos lo explicó el piloto del barco que nos hizo un recorrido por los canales. Quien también nos informó de que cuando toca drenarlos, aparecen en su lecho cientos de bicicletas, lo que atribuye a la buena calidad de la cerveza local y al entusiasmo con que los estudiantes la degustan. El recorrido tiene un momento de viaje atrás en el tiempo cuando pasamos junto al castillo medieval de Gravensteen. Contemplarlo desde la superficie del agua es como meterse dentro de un grabado antiguo.

El campanario civil de Gante es de los más espectaculares de Flandes, y su carrillón de los más cantarines. No sé el motivo, pero está sonando cada dos por tres. No sé si los vecinos compartirán el arrobo de los turistas al respecto. Nosotros sólo lo escuchamos durante un rato, y ellos en cambio lo oyen en bucle durante toda la vida. No me imagino cómo me afectaría a mí semejante repiqueteo al lado de mi casa. Sospecho que lo escucharía hasta en mis sueños. 

Hay una bonita costumbre en Gante, que es que alguna de sus farolas, que aún va a gas, se enciende durante unos segundos cada vez que nace un niño en la localidad. Está situada junto a la estupenda portada barroca del mercado del pescado, rematada por un Neptuno y su tridente, convirtiendo así al dios romano del mar en proveedor del pescado de esta villa. 

Anecdotario:

- En el recinto del Memorial de la batalla de Waterloo, en pleno campo y bajo un sol implacable, me empeño en recorrer a pie los tres kilómetros y medio que separan la Colina del León de la granja Hougoumont, recinto de avituallamiento y hospital de campaña del bando británico. Tras la caminata y la visita, no me veo capaz de repetir la proeza desandando el camino, y espero al minibús lanzadera para que me devuelva al punto de partida. 

En ese autobús trabo conversación con un señor norteamericano y su nieto adolescente. Vienen de un pueblo de Kansas, y sólo van a pasar una semana en Europa para visitar a una de las hijas, que cursa una especialización de arquitectura de unos meses en Amberes. En dos días la familia se va a París. Le pregunto el motivo de haber escogido precisamente Waterloo para pasar el día, contando con un espacio tan corto de tiempo para ver algo de Europa. Resulta que es el nieto quien ha tirado de su abuelo, porque este curso hizo un trabajo escolar sobre Napoleón y se quedó prendado del personaje. Como la mayoría de estadounidenses de la tercera edad que cruzan el charco, este señor está bastante desubicado y necesita algo de apoyo logístico. El nieto es demasiado joven para proporcionárselo, y además está instalado en su propio mundo interior de adolescente, de modo que el honor recae sobre mí.

Hacemos juntos el abrasador camino desde el Memorial a la carretera, donde está la parada del autobús que nos llevará hasta la estación de tren. En el autobús no llevan cambio de billetes. El abuelo no se aclara con las otras formas de pago, porque su app americana no es compatible con no sé qué cosa incierta del ciberespacio belga, y por mucho que teclee su móvil (celular, lo llaman ellos) no hay manera. Total, que pago yo con una tarjeta multiusos 24 horas, que había comprado en la oficina de turismo. El abuelo, acostumbrado a viajar en su coche por esas carreteras kansinas de Kansas, cree que he costeado su trayecto, porque las complejidades del transporte público europeo se le escapan, y el concepto de billete multiusos le es ajeno. Seguimos charlando durante el viaje en tren, que hacemos juntos en parte, porque si no el hombre se me pierde por esos andenes de la estación, con su nieto más preocupado por buscar un punto de carga para el celular que ninguna otra cosa. 

Me hace gracia como este señor lo cuantifica todo. Parece una excelente persona, un individuo "salt of the earth", la sal de la tierra a la americana. Pero sus comentarios siempre terminan con una cantidad, ya sea en dólares, centavos, en años, meses, en millas, en galones, onzas. Las distancias por carretera, la cantidad de combustible, el precio de las mercancías, el tiempo que le queda de vacaciones, lo que durará el vuelo de vuelta, el precio del alojamiento, los gastos totales por persona. Yo soy negada para los números y no puedo seguir sus argumentos. Cuando le digo que me apeo en Bruselas, me pregunta tres veces qué planes tengo para los próximos días. No me veo conversando con él sobre cifras, y tampoco le miento del todo cuando le digo que no lo sé, porque en este viaje voy improvisando mi día a día. 


(Al final, tras pasar por cuatro estaciones y coger tres trenes distintos, consigo llegar a Amsterdam desde Bruselas, con sólo dos horas de retraso y un par de cambios de andén de última hora. Todo un éxito para como pintaba de mal el viaje, porque a la huelga general belga se ha sumado luego una avería generalizada de la señalización en las vías férreas holandesas, y por si fuera poco algunos trenes han sido cancelados, supongo que con motivo de la celebración de la cumbre de la OTAN en La Haya. El caso es que por fin llegamos, mis Resilias y yo. Ojo Ámsterdam, que ya estoy aquí). 













23.6.25

Llevo varios días en Bruselas, pero la ola de calor me tiene tan aplatanada como si hubieran cogido el mapa de Europa y lo hubieran transportado al trópico. Parece mentira que viniendo de España me queje de estos calores, cuando allí tenemos las calores, así en femenino (el estigma!). Voy buscando la sombra, pero cuando llegamos a los 32°C con alta humedad ambiente, el dar un largo paseo me resulta más un sacrificio que otra cosa. Lástima, porque lo que en invierno no me supone un esfuerzo, sino un placer, ahora en verano resulta todo un desafío para mi fuerza de voluntad. Pero allá voy.

Yo recordaba Bruselas de mis dos anteriores visitas de adolescente como una ciudad muy animada una vez llegadas las vacaciones de verano, porque junto con Amsterdam es la capital donde converge la gente de los alrededores cuando busca diversiones. Pues bien, yo no sé si se debe al escapismo post-pandemia, pero el ambiente se ha multiplicado en todos estos años, y ahora, salvo a primera hora de la mañana, sus calles albergan multitudes dispuestas a divertirse a tiempo completo. Un recorrido al atardecer revela al paseante unas ganas de vivir colectivas que en principio no se le presuponen a una de las capitales más infravaloradas de Europa. Tiene fama de sosa, pero a mí el terraceo masivo, la música en vivo en bucle desde media tarde en adelante, y todos esos lugares alternativos en plena actividad creativa, me sugiere que aquí hay mucha vitalidad y bastante buen humor. 

Esa ha sido una sorpresa para mí: descubrir que en Bruselas hay lo que mi madre llamaría "guasita". Me he tomado con muchos ejemplos estos días. Pero para muestra, una fuente: en el cogollito más céntrico, unos carteles escritos a mano que ponen Jeanneke Pis te van guiando hacia el callejón llamado el Impasse de la Fidélité. La fuente en cuestión representa a una niña con coletas agachada en cuclillas... sí, orinando. Algo así como la novia del Manneken Pis, pero con más tamaño y más cachondeo. Si le echas una moneda tu donativo te garantiza la fidelidad de tu pareja, y si no la tienes te queda el consuelo de haber contribuido a la investigación y prevención del SIDA. La tarde que estuve allí, los comentarios ante las nalgas al aire de la estatua eran que el dinero se gastaba en pañales. Este monumento se erigió por iniciativa del dueño de los bares de este callejón, de cuyos establecimientos cuelgan carteles que están a medio camino entre la promesa y la amenaza: se sirven cervezas con nombres como Delírium Tremens y Muerte Súbita.  Los felices parroquianos arriesgan su vida allí, encantados de la ídem. Los turistas abstemios, o aún sobrios por lo temprano de la hora, simplemente nos empapamos de jovialidad borrachuza con sus efluvios correspondientes. Ah, y no puedo dejarme en el tintero una mención honoraria al Zinneke Pis, una escultura en metal de un perro callejero alzando la pata y orinando contra un bolardo de la acera. Parece ser que esto del pis desata la creatividad de los bruselenses. 

Otra cosa que me ha sorprendido de Bruselas es lo sucias que están sus aceras. Esos chorretones de mugre no son recientes, mire usted. Las papeleras de las aceras rebosan, y cuesta mucho encontrar un hueco para depositar nada, de modo que los envases vacíos ruedan por el suelo. No toda la culpa es del ayuntamiento: la gente también es bastante incívica y contribuye a expandir y perpetuar la roña, dejando los restos de su diversión callejera tirados justo allí donde dieron por finalizado su botellón particular. Restos que me encuentro todas las mañanas, intactos, desde hace cuatro días. Veo camiones de basura y barrenderos, pero se conoce que deben trabajar por zonas con pocos recursos y no llegan a todo...  

Teniendo en cuenta que esta es la capital administrativa de la UE, la imagen que ofrecen algunas zonas céntricas invita a hacer un pronóstico pesimista sobre el futuro incierto de la institución. Otro ejemplo: al llegar, el tren de dos pisos que me trajo aquí paró brevemente en la estación central de Bruselas, pero no me dió tiempo a bajar con Doña Resilia y Resilita los cinco escalones hasta la salida, y nunca me arriesgo cuando ya ha sonado el pitido del cierre de puertas. De modo que tuve que aperarme en la siguiente estación, la de Bruselas sur. Son sólo un par de minutos más allá, pero al salir a la calle te encuentras con unas condiciones lamentables de falta de mantenimiento si tomas una dirección, y de marginalidad pura y dura si tomas la otra. Este un barrio que te da entrada a esta ciudad por la puerta trasera. Lo cual es corriente en grandes ciudades de cualquier parte del mundo, incluida la mía... pero de la urbe que alberga la capitalidad de la UE yo me esperaba otra cosa, francamente. No sé qué me había figurado. Como rezaba aquella pintada en un muro de las Tres Mil Viviendas: EMOSIDO ENGAÑADO. 

Pero Bruselas, aparte de la inventiva, las humoradas y la mala adminsitración de sus recursos, es ante todo una ciudad muy bonita con un patrimonio muy valioso, con brillantes joyas de la arquitectura que abarcan desde el renacimiento hasta nuestros días, pasando por el Art Nouveau (surgió aquí) y el Art Decó. Aquí se combinan algunos buenos y malos recuerdos. 

La mala conciencia colectiva está representada por los abusos de Leopoldo II, cuyo reinado convirtió al Congo Belga en su fuente de ingresos personal, a costa de la inhumana explotación de los nativos. Algunas visitas guiadas al arco y la columnata del Parc du Cinquantannaire se centran en explicar las repercusiones esta herencia maldita. Por cierto que hay muchos africanos de la antigua colonia en Bélgica, y no sé cómo gestionarán este legado en su día a día. 

Tampoco guardan los belgas un buen recuerdo de los tiempos en que estas tierras eran españolas. Hay referencias aisladas a nuestros Austrias (Carlos II) en algún edificio de la Grand Place. Hay una réplica exacta de las estatuas de Don Quijote y Sancho en Plaza de España de Madrid, en la plaza homónima de aquí. Hay un hotel Amigo (antigua prisión donde los presos llamaban a los carceleros españoles "amigo!" para pedirles clemencia). Hay un Café Roi d'Espagne. Y hay una ruta jacobea para iniciar el Camino desde aquí... Poquito más. Bien escasa herencia para un dominio que duró un siglo y medio, y cuyas huellas casi no perduran, salvo en unos pocos detalles. Entre ellos, que el Duque de Alba enviado aquí por Felipe II para pacificar los disturbios entre católicos y protestantes fue al parecer muy sanguinario al establecer el Tribunal de los Tumultos. Con esta institución pretendió por un lado recaudar tributos para la corona española y por otro ejecutar a los cabecillas de la rebelión. Ambas cosas las llevó a cabo con mano de hierro, y su celo implacable aún perdura en la memoria colectiva belga, de modo que según la leyenda su nombre evoca el coco para los niños locales. Dicho esto, a los españoles aquí nos tratan con toda cortesía y amabilidad, y puedo asegurarlo no sólo por mi propia experiencia sino porque he sido testigo muchas veces estos días. 

Entre los buenos recuerdos para los bruselenses están todas sus épocas de esplendor, representadas por maravillosos edificios de múltiples estilos por toda la ciudad. Luego está el patrimonio cultural, con múltiples museos de todo tipo. El mestizaje, al que se suma una contracultura que te sale al paso en muchas calles, con locales de creatividad más o menos espontáneos y con centros de asociacionismo vecinal muy activos y muy implicados en las necesidades del barrio. Y por supuesto, la importancia crucial de Bruselas como capital de facto de la Unión Europea tras la Segunda Guerra Mundial en adelante. 

Entre mis paseos preferidos por Bruselas, los de calles con mucho sabor como la rue Rollebeek, y todas esas callejuelas llenas de anticuarios entre la Place Poelaert y la Place du Petit Sablon. Me encanta todo el entramado del casco antiguo, pero acaba de empezar el verano y está tomado por las multitudes, para saborearlo en su esencia hay que madrugar. En cambio, para disfrutar de la zona de Albertina, junto al monte de los museos, hay que reservarse el atardecer, donde hay una aglomeración de jóvenes estudiantes disfrutando de la puesta de sol, de la música y de...  sí, esa fragancia no es la de los jazmines precisamente. Se fuma hierba en abundancia, y si me quedo por allí un rato luego voy a avanzar en círculos. En torno al mercado o Halles de Saint Géry y asimismo alrededor de la plaza de Sainte Catherine hay un ambiente de terraceo/tardeo que emula el del mismísimo Madrid. También me paro delante de muchos edificios modernistas y art decó, que están diseminados un poco por todas partes. Yo ignoraba que el Art nouveau había nacido aquí, entre otros, de la mano de Víctor Horta, un genial arquitecto nacido en Gante. Qué maravilla. 

En mi anterior viaje de adolescente, el colegio nos alojó en una residencia universitaria cercana al Atomium (al que llamábamos el Antoñito). Recuerdo haber subido a las bolas, y luego haber pasado por el pabellón chino y otros edificios de la Exposición Universal de Bruselas de 1958. Lo doy por visto esta vez, prefiero dedicarme a cosas que no he podido visitar antes.

En siglos pasados, Bruselas acogió a muchos refugiados de la Revolución Francesa y de las guerra napoleónicas. Como otros muchos intelectuales, las hermanas Brönte la escogieron, desde su pueblecito minero de Yorkshire, para hacer una incursión en el mundo exterior y abrirse a otra cultura con horizontes más amplios. Muchos exiliados y expatriados se han asentado aquí, entre ellos los de nuestra guerra civil (la acción del libro sobre los niños de la guerra titulado "El otro árbol de Guernica" ocurre aquí, en un internado llamado Le Fleury). La situación geográfica y cultural de Bruselas la convierte en uno de los ombligos de esa vieja Europa que se va desintegrando, pero que aún pervive. Aquí aún se respira, para bien y para mal, la esencia de este continente. 

Notas:

- El ajedrez es un juego muy popular por aquí. Se juego en los parques y se venden muchos tableros con sus piezas en los anticuarios. En mi caso es un desafío para el que mi cerebro no está preparado. Mi padre, gran aficionado, intentó enseñarme a jugar sin ningún éxito.

- Hay muhísimos establecimientos dedicados al arte gráfico en todas sus manifestaciones. Y por supuesto hay referencias al cómic por toda Bruselas, siendo belgas tantísimos dibujantes célebres. En muchas paredes medianeras han aprovechado para pintar tiras de cómic en el muro, de modo que un paseo por el centro se convierte en un museo del noveno arte al aire libre. 

Pero mi hallazgo preferido es el volumen que completa la colección sobre Tintín: "La vida sexual de Tintín". Me sorprende que tenga más de una página, porque es bien sabido que Tintín es totalmente asexual, dedicado como está el chaval en cuerpo y alma al periodismo. Y además se empeña en vestir jerseys de cuello vuelto y bombachos modelo anti-lujuria. Su único vínculo afectivo conocido lo tiene con su perrito Milú, y eso en un plano meramente casto y puro. Espero.  

- Las tiendas de viejo son muy abundantes en Bruselas. En el escaparate de una de ellas veo un libro. Traduzco el título: "Fabiola, un peón en el ajedrez de Franco". Rebusco en internet, y Miss Google me ilustra sobre el contenido. La tesis del libro es que la familia de Mora y Aragón era afecta al régimen franquista (salvo la oveja negra, Don Jaime), y que Fabiola y por ende Balduino se mostraron demasiado cariñosos con el dictador, quien hasta les prestó una residencia para que vacacionaran en suelo español. Y que de esto se derivaron consecuencias políticas para Bélgica. Chi lo sá. Estos días he visto el busto de Balduino, frente a la catedral de Santa Gúdula, cubierto de pintura roja simulando sangre. Parece que el anterior monarca (dos reyes más p'atrás) no goza de las simpatías de las nuevas generaciones.  

- De todas las manifestaciones pro Palestina que desde que empecé este viaje he visto cada sábado por Europa, las más multitudinarias y ruidosas son las de Bruselas. Que además se repiten entre semana, en torno al imponente edificio de la Bolsa. En todas abundan las banderas palestinas, y suelen estar presentes las libanesas. Pero ayer lunes ví por primera vez que se unían algunas banderas iraníes. Conforme se van ramificando los conflictos en curso, tanto en Oriente Medio como en Europa del Este, me va entrando más y más prisa por intentar abarcar mayores extensiones en mi recorrido, antes de que se extiendan las zonas vetadas al turismo. Al partir tenía la convicción de que iba a recorrer una Europa pre-bélica, y de momento no he visto nada que me lo confirme, pero tampoco nada que me lo desmienta. Es más, estoy a la expectativa porque, aunque las bombas caigan muy lejos de aquí, los atentados que las venguen sí nos alcanzarán de lleno. Claro que los pesimistas tenemos la ventaja de que, si los hechos no nos dan la razón y nuestros pronósticos no se cumplen, entonces nos alegramos el doble. Y lo celebramos el triple.  

- Mi hotelito mono-estrella está a diez minutos de la Grand Palace y a unos veinte de la estación central. Me encanta mi barrio, porque se trata de unas calles entre bohemias y marginales, sin entrar de lleno en ninguna de las dos categorías. Me cruzo con tattoo artists que predican con el ejemplo y exhiben todo el muestrario en la dermis. Veo en muchas terrazas a jóvenes con pintas alternativas y sin prisas, instalados allí para arreglar el mundo poquita a poco y cerveza en mano. También me cruzo con muchísimos ciudadanos belgas de ancestros lejanos, y por tanto de varias razas y atuendos y costumbres diversas. Ignoro si estarán o no bien integrados en el tejido social. Como todo el mundo, he oído hablar del barrio de Molenbeek (en el extrarradio). Es ese distrito de Bruselas que hace años fue santuario de terroristas y donde la policía no conseguía ser eficaz allá por 2015, año de los atentados de París. Parece que diez años después ha habido algunas mejoras, y se nos ruega que no generalicemos, porque allí residen inmigrantes trabajadores que quieren llevar una vida pacífica. Pero el estigma sigue ahí.  No sé si habrá impactos de pedradas en casi cada escaparate, como en el barrio de mi hotel.

El caso es que llego a este hotel, un edificio antiguo y venerable, y me encuentro con un tablón pegado con pegamento sobre la antigua y venerable puerta de la calle, seguramente ocultando un desperfecto por intento de robo. Está cerrado en pleno mediodía. Un letrero sugiere que llame al timbre, pero no dice cuál, y pulso los tres que tengo a la vista: nada. Llamo por teléfono, escribo un mensaje online: nada. Pasado un buen rato, me abre un individuo muy despeinado que se recompone la camiseta, de lo que deduzco que debía estar en posición horizontal hasta hace un momento. Esa es toda su contribución a la bienvenida, porque no despega los labios, ni mueve un músculo para ayudarme a subir mis dos Resilias por los estrechos escalones del vestíbulo. Teclea en silencio mis datos. Me indica con un gesto el ascensor, y allí veo que la barra de apoyo está sujeta con cinta aislante, la misma que suelda la tubería de mi lavabo y sostiene la alcachofa de mi ducha. Pese a todo, mi habitación está casi limpia y no le falta casi de nada. El mini frigo y el ventilador de aspas cumplen su función. La limpiadora me agradece que se la deje ordenada premiándome con toallas limpias a diario, en contra de la etiqueta ecológica del establecimiento. Ni se me ocurre pasar por el salón del desayuno, aunque desde el umbral no detecto nada sujeto con cinta aislante. El aspecto del microondas que no les cabe y han instalado junto a la puerta no invita a hacer más averiguaciones en el interior. Pero es un hotel muy céntrico, a un precio muy conveniente y bastante silencioso por las noches, salvo los crujidos del parqué y de los colchones. Cada mañana sé en cual de mis habitaciones vecinas ha habido sexo, y en cual síndrome de piernas inquietas. 

-  Visito el museo de la Franc-masonería de Bruselas. Por fin he podido saciar mi curiosidad sobre esta sociedad secreta. Hasta cierto punto claro, que para eso es secreta. El hombre encargado de franquearme la entrada y orientarme en la visita es, según confesión propia, un marxista-leninista que no es miembro de la logia, pero sí el conserje del inmueble. Se trata de un edificio del s. XVII que perteneció a un masón de postín. Durante toda nuestra charla este señor mantiene una saludable distancia irónica sobre el tema. Luego me dice que tiene que volver a su puesto por si entran cientos de visitantes, una prueba más de su sentido del humor, porque en el libro de visitas no llegan a una dedicatoria cada mes. El museo en sí consiste en un túnel oscuro, donde según vas avanzando te introducen en los fundamentos y creencias de la masonería como en un viaje desde la oscuridad hacia la luz. Luego hay un recorrido por la historia y evolución, para finalmente mostrar en salas aledañas todo un despliegue de la parafernalia utilizada en sus ceremoniales, mas algunos recuerdos de persecuciones en tiempos de guerra. Parte del recorrido está amenizado con ambientación de música misteriosa y de vez en cuando un murmullo de voces, supongo que de iluminados. Desde un punto de vista totalmente descreído, la masonería es para mí una curiosidad que en mi opinión a veces roza el infantilismo. Pero los francmasones ha sido muy importantes en la historia: muchos estadistas, artistas, filósofos, escritores... eran masones, entre ellos mi por siempre admirado Mozart. La verdad es que me lo paso muy bien allí dentro, desentrañando algunos detalles que, unidos a lo visto y leído por ahí, van componiendo pieza a pieza en mi imaginación el puzle de la sociedad a la que con toda probabilidad perteneció un miembro de mi familia, aunque él nunca lo quisiera confirmar. Pero ya se sabe que quien calla, otorga. 

- He venido observando que se repiten por aquí dos tipos de personas cuya apariencia me parece digna de ser reseñada: los hombres atildados a la antigua, y las mujeres de pechos enormes. El primer tipo me llama la atención porque en el s. XXI ya casi nadie viste sombrero blanco de cinta plisada y chaqueta de lino a juego. Algunos hasta llevan bigote y gafas redondas de alambre. No sé si es que se sienten obligados a homenajear a Hercules Poirot, o si es simple casualidad, pero sin ánimo de generalizar puedo decir que he visto muchos de estos caballeros por estas calles. 

El segundo tipo supongo que es consecuencia directa de la dieta local y sus platos estrella: cerveza, frites, gofres y chocolate. Los mejillones servidos en cazuela son mucho más ligeros, de modo que no se les pueden atribuir las barrigas protuberantes de muchos caballeros, y los bustos colosales de algunas mujeres. Yo puedo hablar en abundancia y con conocimiento de causa de esto último, porque lo sufro en mis mismísimas carnes pecadoras. Y debo decir como experta a la fuerza en el tema que pocas veces he visto senos de este tamaño, que escapan al tallaje más visionario y que deben constituir todo un desafío para la ingeniería textil. Ay, tanta patata frita regada con cervecita. 

Por cierto, que no me he privado de probar todas estas delicias. Los mejillones en cazuela son todo un hallazgo, del chocolate y la cerveza qué decir. Pero en cuanto a los gofres y su versión americana, los waffles... no he podido con la masa. Menos mal que pedí fresas con chocolate como tope, y al menos disfruté de ellas. Lo malo es que es uno de esos platos imposibles de comer educadamente en público. Creo que desde pequeña no me pringaba tanto de manchurrones. Qué apuro. 

- Gracias a mi recorrido en busca de los principales edificios Art Nouveau de Bruselas, descubro las preciosas zonas de Molière-Longchamps y de Louise. También un barrio que me deja enamorada, el que se extiende entre la Place de la Châtelaine y la Église de la Trinité. Qué elegancia y cuánta personalidad. Miss Google es la voz que clama en el desierto, porque no le hago ni caso y cambio de rumbo en cada esquina, persiguiendo un edificio u otro que veo a lo lejos y que se esconde tras los árboles. El modernismo centroeuropeo es sobrio, pero no por ello menos imaginativo. No me puede gustar más. 

- En cambio entre la Place du Bethelem y el Boulevard du Midi tengo ocasión de observar la cara B del centro de esta ciudad. Son barrios mestizos de mayoría musulmana, y africana en general. Muchas tiendecitas de barrio y ni una sola franquicia. El terraceo aquí tiene otro carácter, con multitud de hombres desocupados discutiendo cuestiones trascendentales ante una tetera y una shisha. Mujeres que se afanan con el carrito de la compra, sin tiempo para cuestiones trascendentales. Niños jugando en la calle, algunos descalzos y en ropa interior. Muchas sillas a la puerta de las casas, preparadas para socializar y cotillear en las noches calurosas. Jóvenes que se reúnen con sus monopatines y motocicletas. Chicas guapas, pero cubiertas con distintas modalidades de velo desde bien jovencitas. Delicioso olor a guisote, casas desconchadas, suciedad, vitalidad a raudales.  

- Una nota final sobre el curioso apartheid lingüístico vigente en este país, partido en tres regiones autónomas empeñadas en no entenderse. Leo que Bruselas fue tradicionalmente una zona de lengua neerlandesa flamenca, pero que en la actualidad predomina el francés. Y como capital bisagra que es, se muestra bilingüe ante el visitante. Pues bien, estos días he tomado muchos trenes con destino a ciudades flamencas y con vuelta a Bruselas. Tanto las pantallas y la megafonía pregrabada como las intervenciones en directo del revisor son únicamente en neerlandés .. hasta que penetramos en el área metropolitana de Bruselas, donde como por ensalmo de pronto hablan sólo en francés. Si la atravesamos y pasamos de largo, vuelve el neerlandés en exclusiva. No sería más sencillo para todos hablar las dos lenguas, y si no quieren herir sensibilidades, invertir el orden de prioridad según el territorio? Vamos, digo yo. 

- Tres fenómenos callejeros algo desconcertantes que comparten Flandes, Valonia y Bruselas ( no todo iban a ser discrepancias): 

1. Las obras. Todo está en obras, pases por donde pases. Y las cubren con tierra arenosa. De modo que, al ser el tiempo especialmente ventoso, me he pringado más las sandalias de arena caminando sobre el asfalto urbano belga, que en mi última visita a la playa en el paseo marítimo de Calais. 

2. Los semáforos apagados en cruces concurridos y céntricos. Con un aspa de celo pegada a cada disco, para más inri. Los del cruce frente a la catedral de Santa Gúdula llevan sin funcionar los cinco días que ha durado mi estancia aquí. En ausencia de agentes de movilidad, coches y peatones cruzamos como podemos, sin atropellos ni nada. Debe de ser un milagro de Santa Gúdula. 

3. La basura no se recoge todos los días. Se guarda en los domicilios, y se saca a la calle en los días concertados. Pero claro, ante la acumulación de bolsas, hay auténticas montañas encima de las aceras,acumuladas desde por la mañana. Y no abundan los contenedores. Me asombra que no haya plagas con estos calores. 

Bruselas, pese a todo me has sorprendido para bien con tu amabilidad, tu belleza y tu vitalidad. Sólo falta que terminen tus obras, te den un buen fregoteo, pongan en funcionamiento todos tus semáforos y... ay, lo de la UE no sé si se podrá recomponer.  


19.6.25

- Amberes. Yo había estado antes aquí. Fue en los 1980s, en un viaje escolar. Recuerdo que un universitario, estudiante de español, se prestó muy amablemente a explicarnos el simbolismo de la fuente que hay en la plaza principal, Grote Markt. Ya de paso, también nos quiso adoctrinar un poco dejándonos claro que esto es Flandes, no Bélgica, y que él no se consideraba belga etc etc etc. 

Los lugares impregnados de nacionalismos excluyentes tienen ese añadido, esa dosis extra de peculiaridad. Al visitante ocasional al principio le provoca curiosidad, y pasados unos días un cierto cansancio. En cambio, al expatriado que tiene que quedarse a vivir le coloca en una encrucijada, porque le obligan a escoger a cuál de los bandos enfrentados va a afiliarse, y con cierta regularidad tiene que renovar su voto de lealtad, porque al ser foráneo siempre está bajo sospecha. La neutralidad no es una opción para los nacionalistas. O estás con ellos o contra ellos en su estado de insatisfacción permanente, justificado o no.

Yo he vivido esta situación en lugares distintos, y la recuerdo como un gasto inútil de tiempo y energía. A quien haya decidido tener este problema por motivos familiares, históricos, económicos o del tipo que sea, que haga con su tiempo lo que mejor le parezca, pero por favor que no me obligue a invertir el mío en un problema que no me atañe. Respeto mucho las libertades, y los hechos diferenciales me parecen siempre enriquecedores, pero es que ya voy teniendo una edad y mi tiempo empieza a ser muy valioso para mí... Además, ya se sabe eso de que el nacionalismo se cura viajando. Le han atribuido la frase a Pío Baroja, a Unamuno, a Santiago Rusiñol... Tanto da, es una verdad universal. 

Todo esto para anotar aquí que, cuarenta años después de mi primera visita, en Amberes siguen en las mismas. Están en ello desde la Edad Media en realidad, pero en el s. XIX, cuando Flandes y Valonia se desgajaron de los Países Bajos y nació Bélgica... Flandes tuvo que ser sometida militarmente para consentir formar parte del nuevo país. Valonia tampoco la recibió exactamente con los brazos abiertos. Estas dos comunidades nunca se consolidaron como una unidad duradera, y el pegamento de entonces ya se ha despegado casi del todo. Los roces y los agravios han llegado hasta nuestros días: los flamencos de habla neerlandesa y los valones de habla francesa del s. XXI siguen dándose la espalda y recriminándose mutuamente tanto hechos históricos de hace siglos como detalles de la vida cotidiana de esta misma semana. Solamente la capital, Bruselas, es bilingüe y hace gala de una mentalidad más abierta. 

Yo no me voy a meter aquí en un berenjenal que no me corresponde, los motivos de tamaña antipatía son múltiples y se pueden consultar por ahí. Sólo sé que como extranjera me resulta muy complicado moverme por unas calles, unas estaciones y unas tiendas en las que los carteles y la megafonía están solamente en neerlandés flamenco. Es cierto que en los monumentos hay traducciones a otros idiomas, pero fuera de esas pocas calles turísticas estás flotando en un limbo lingüístico, tan indefenso/a como una ameba. 

En la estación central de Amberes, una de las más bellas y espectaculares del mundo entero... he tenido que deambular largo rato para encontrar mi andén, y eso gracias a Miss Google que tiene un programa de traducción por imagen. Las personas a las que pregunto son amables, pero no saben decirme dónde está la oficina porque van a piñón fijo. De modo que he tenido que hacerle una foto a los carteles para poder traducir la imagen y orientarme, sin personal a la vista a quien preguntar, ni mostrador abierto a donde dirigirme (a las 11am). Me parece de un aldeanismo innecesario en un país en el que los ciudadanos hablan, aparte de neerlandés, francés y también inglés, por este orden. Que tiene además una pequeña comunidad de habla alemana. Y que por añadidura alberga la sede de la UE, con sus 27 estados y sus 24 lenguas oficiales, es decir, que abundan los traductores. Tanta era de la globalización para esto. Venga ya.  

Siendo justos, en las estaciones de Brujas y Gante la megafonía de los trenes hacia Bruselas o con origen y destino internacional incluyen el francés y el inglés. Para que conste. Y una vez solventada mi pataleta (qué descansada me he quedado!), prosigo. 

Amberes es una ciudad muy bella, uno de esos lugares bendecidos con un casco histórico precioso, producto de una prosperidad continuada durante muchos siglos. Su catedral es una joya gótica, la más grande de Bélgica. Hay mafníficas casas palacio de comerciantes enriquecidos en todas las épocas. A su puerto, que sigue siendo el segundo mayor de Europa, arribaban mercancías de todo tipo desde siempre, dado que su río, el Schelde, es muy profundo y permite la navegación de gran calado. Su industria textil y sus bordados eran célebres, y conservan esa fama. Fue la primera ciudad en contar con una bolsa de valores como la entendemos hoy, y por si todo esto fuera poco... desde el renacimiento es la capital mundial del diamante. Los judíos están especializados en su corte y pulido, así que al esplendor del dinero se añade el relumbrón de estas piedras preciosas. 

El Distrito del Diamante está solo a unas calles más allá de mi apartamento, así que me acerco por dos veces. La primera llego tarde, porque aquí todo cierra a las seis. Así que me aseguro de llegar pronto la segunda vez, con los establecimientos a pleno rendimiento, esperando encontrar un ambiente dinámico parecido al del distrito del mismo nombre que visité en Manhattan, hace muchos años. Pues no. Para empezar, me deja asombrada que las transacciones se lleven a cabo en unos edificios tan descuidados, que las aceras estén tan mugrientas y que la actividad visible desde la calle sea tan escasa. Hay un par de sedes de bancos indios, y de hecho a media mañana los únicos clientes que veo por allí también son indios. Me cruzo con algunos judíos que llevan la kipá, ese casquete negro. Algunos de ellos lucen además largos tirabuzones a los lados, y esas gabardinas de seda negra cortadas al estilo de siglos pasados. Veo algunas adolescentes vestidas con petos negros como sacados de una novela victoriana, y dos mujeres adultas que llevan un velito corto negro que les cubre el peinado y que se llama tichel. Muy poco favorecedor, pero es que ese es precisamente el objetivo, ocultar todo atractivo siguiendo las leyes de la modestia que les marca la versión más ortodoxa de su religión. Todo esto y una pequeña sinagoga es lo más interesante que se me ofrece a la vista, porque la verdad, las joyerías en sí, pese a que la mercancía reluce de lo lindo al sol de junio, no me parecen nada especial para la fama que se les atribuye. Es más, aunque la calidad de la piedra sea por lo visto excepcional, las joyas de los escaparates ni siquiera me gustan... lamento decir que mi opinión sobre ellas es que son muy catetas. He visto joyas de diseño exquisito en tiendas emblemáticas de calles célebres, pero también las he visto mucho más finas que estas en joyerías de barrio. Mi humilde opinión de ignorante en la materia es que estas joyas son así porque responden a la demanda actual, es decir, que los que las compran deben de ser unos horteras enriquecidos pero sin criterio, que esperan encontrar mejores precios rebuscando por estas calles. Y que los nuevos ricos con un poquito más de mundo y de dinero se van a comprar sus diamantes a Tiffany's y a sitios así, aunque sea sólo por presunción. Es la única explicación que le encuentro a estos joyones de tamaño desaforado y de un mal gusto tremendo. Antes muerta que sencilla, me dicen los escaparates al pasar. Para qué cargar con tanto peso, les respondo. Y pienso: lo que vale un anillo de estos me da para varias semanas viajando. 

El centro de Amberes sí que es exquisito. En la plaza renacentista de Grote Markt o mercado grande, el ayuntamiento luce todo un catálogo de banderas en cada ventana de cada fachada. Las casas en torno son dignas de contemplarse con detalle, con sus tejados en escalera y sus figuras doradas de gran simbolismo para cada gremio, según a qué oficio se dedicara la familia propietaria. En las inmediaciones de la plaza, la biblioteca Hendrik lleva cinco siglos atesorando volúmenes y contiene un precioso jardín secreto.

La hermosa fuente central cuenta la leyenda de Brabo, personaje mítico que se atrevió a cortarle una mano al gigante recaudador de impuestos, quien a su vez había sido un corta-manos opresor y tiránico al que nadie se atrevía a plantar cara. A los morosos mancos aún les quedaba la otra mano para metérsela en el bolsillo y pagar el injusto tributo de entrada al puerto, donde les esperaba este gigante implacable. Pero él no sobrevivió a la amputación que le hizo Brabo, con lo que Amberes quedó liberado de sus deudas de un tajo certero. Contemplando los chorros de agua que sangran desde el muñón gigantesco, me pregunto si este gigante es la España de Felipe II, dueña y señora de estos territorios durante casi un siglo, y que tan mal recuerdo ha dejado por aquí, en especial tributariamente hablando. A veces el bolsillo nos duele más que un órgano vital. Y encuentro lógico que así sea, porque es el sustento vital de todos.

El ambiente en las calles circundantes a Grote Market está muy animado, y por algún motivo abundan los restaurantes italianos con camareros asiáticos. No sólo hay cervecerías típicas para turistas, sino lugares de diversión de todo tipo para los locales. Esta es una ciudad alegre que además está llena de estudiantes, por ser distrito universitario. Desgraciadamente me dejo llevar por la inspiración del momento y pruebo tanto la cerveza como el chocolate belgas. Al día siguiente intento hacer acto de contricción, pero la carne es débil y repito la ofensa. No quiero ni pensar en el llanto y crujir de dientes a mi vuelta, cuando me vea mordisqueando una zanahoria cruda como penitencia. 

Frente a la catedral hay una escultura muy original, un regalo de China (?). Un niño y su perro duermen el sueño eterno tendidos en el suelo, cubiertos con el mismo pavimento a modo de manta. Un cuento sin final feliz que por lo visto es muy conocido, y que ensalza la belleza trágica del monumento. Porque a este niño del relato le gusta dibujar, y quiere visitar la catedral para ver los cuadros de Rubens, pero es pobre y no puede pagarse la entrada. Al final del cuento, él y su perro amanecen muertos por congelación frente a la puerta. De esto también tendrá la culpa el gigante pesetero? O no se considera pesetero cobrar la entrada para franquear un templo donde se predica el amor al prójimo? A quién le cortamos la mano esta vez, a quien sujeta el pincel? Misterios sin resolver. 

La catedral en sí alberga efectivamente tres cuadros de Rubens, y además se puede visitar la casa donde el artista pasó los últimos años de su vida. Viéndola se sabe que le iba muy bien en la vida. El jardín lo diseñó con arreglo al estilo italiano que había visto en sus viajes, y es una preciosidad.  

Hay muchos más museos, pero algunos están cerrados por obras, al igual que la interesante calle Lange Nieuwstraat, cuyo pavimento está levantado en su totalidad, lo que la hace impracticable. Al final de esta calle se llega al puerto, donde lo primero que se ve es el precioso castillo medieval de Het Steen (la roca), hoy sede de la oficina de información turística. Su azotea ofrece unas vistas estupendas sobre el río y su puerto. 

Callejeando por el centro, llego a la iglesia de San Carlos Borromeo, brillante excepción barroca en una ciudad renacentista. Me programo una visita al barrio de Zurenborg, donde he leído que hay muchos edificios modernistas y art déco, pero la lumbalgia me lo impide, así como no me permite explorar el puerto, donde hay edificios contemporáneos muy originales, entre ellos uno que combina un antiguo parque de bomberos con una estructura de cristal que emula un gigantesco diamante. Otra vez será. Sí que he podido admirar los edificios decimonónicos del centro, y el rascacielos art decó que se llama Torre de los Campesinos y que según dicen aquí fue el primero de Europa. Hay otras ciudades que se quieren apuntar ese hito, entre ellas la cercana Rotterdam. A mi vértigo le dan igual estos detalles, pasa el mismo tembleque independientemente de las fechas. Por eso no he subido al campanario de la catedral, contentándome con escuchar su estupendo carrillón desde tierra firme. Preciosa banda sonora para una preciosa ciudad.

- Brujas.  Esta es una de esas ciudades boutique donde prima la estética. Un sueño hecho realidad, cualquier cuento de hadas la tendría como escenario, y parece diseñada para hacer las delicias de todos los que llegamos allí buscando el tipismo con una atmósfera especial. Sus rincones, casas, canales y monumentos son de postal, pero con un halo de lamento por los tiempos pasados que no volverán. Otra Venecia del norte, plantándole cara a la Serenísima, si no fuera porque desde su decadencia económica a Brujas la apodan "la ciudad muerta". La razón es que el escritor belga Rodenbach ambientó en Brujas su novela así titulada, lo que atrajo a muchos turistas ingleses del finales del XIX, que pusieron de moda la ciudad y su halo melancólico.  

El día de mi visita luce un sol espléndido y los colores de las flores y las casas prácticamente restallan, recalentadas con unas temperaturas más propias de latitudes meridionales que de un lugar a orillas del Mar del Norte. Pero sí recuerdo mi anterior visita, cuando llegué aquí de adolescente, en un día muy nublado donde todo parecía gris y la humedad chorreaba fachadas abajo.  Me pareció entonces un lugar muy bello y un poco triste. 

Brujas prosperó gracias a la cercanía de su río Reie a la orilla del mar, pero también a estar situada en un terreno que se alza sobre un banco de arena, lo que la protegía de ser invadida fácilmente. Su comercio marítimo era de los más importantes en la Europa medieval, y sus preciados bordados eran la actividad principal de sus mujeres. También tenía una bolsa de valores (que dicen que fue la primera.... en qué quedamos?). Toda esta actividad tan lucrativa crecía y se multiplicaba bajo el dominio de los Condes de Flandes y los duques de Borgoña. Pero cuando en el s. XVI estos nobles señores se marcharon a otra parte (a Amberes, mira tú por donde), Brujas sufrió un duro golpe, porque con ellos se fueron todos los ricos comerciantes y mecenas que sostenían la economía local. Y hasta hoy. De modo que Brujas es un bello decorado, pero su trastienda actual depende del turismo de índole cultural, de las cervecerías y los bordados, y de los estudiantes. Tampoco pueden quejarse, me parece a mí. Con ese patrimonio execpcional, nunca perderán los atractivos que atraen hasta aquí a tantísimos visitantes. 

Me doy un paseo mágico por los canales de Brujas, en una de esas embarcaciones a motor estrechas y largas que los franceses llaman peniches. En uno de los puentes, el guía nos avisa de que debemos bajar la cabeza si no queremos golpearnos. No hago ni una sola foto del recorrido porque no quiero distraer mi mente con nada que no sea la contemplación extasiada de tanta belleza. Sé que suena cursi, pero es exactamente así. 

Luego me doy unos paseos inolvidables por el caco antiguo. Por el parque Begijnenvest y sus casas del s. XVII, por la plaza principal o Grote Markt, con su ayuntamiento y su Belfort o campanario civil, que tiene un carrillón sonando a pleno rendimiento para contento de propios y extraños. La imponente catedral contiene una Madonna de Miguel Ángel y un original púlpito barroco que parece flotar por los aires, sin duda con rumbo al cielo católico. 

El pintor Van Eyck, gloria local, es homenajeado con una estatua en una plaza encantadora al pie de uno de los canales. No tengo tiempo de visitar ninguno de los lugares relacionados con él y su obra, porque sólo dispongo de un día y prefiero pasear las calles y empaparme de su ambiente. También debo decir que el empedrado del pavimento empieza a pasarle factura a mi espalda, y temo empeorar las molestias si me quedo quieta en un punto leyendo cartelas sin fin. Mi incipiente lumbalgia clama por un asiento, y esa es la excusa perfecta para sentarme en una terraza tranquila y degustar una Duvel, que me sabe de lujo. 

Me pierdo nuevamente por Brujas, y al atardecer regreso a Amberes. Aún no sé que esa noche no voy a poder dormir con dolor de lumbares, y que los próximos dos días estaré en casa, convaleciente. Menos mal que mi ático tiene vistas de refilón al campanario de la catedral y otros monumentos. En una farmacia cercana me venden unas friegas. Los ibuprofenos me dan mucho sueño, y aprovecho para dormir. Tras 48 horas, aquí estoy ya recuperada y en pie de nuevo, en la estación de Amberes, a punto de coger el tren hacia Bruselas ...



Notas:

- De Amberes me llama mucho la atención que sus aceras en general estén tan mugrientas. En barrios como el Chinatown es impresionante el nivel de dejadez, más propio de Sicilia que de Flandes. De una ciudad tan opulenta yo me esperaba un mejor mantenimiento. Pero también sé que todas las ciudades portuarias tiene un inframundo canalla, y esta no podía ser menos. 

- También me resulta llamativo que en un país centroeuropeo como este, algunas personas griten tanto. El utilizar un tono demasiado alto al hablar se lo solemos atribuir a países sureños como el nuestro, pero aquí algunos nativos me han llegado a sobresaltar con sus gritos. Es un rasgo de espontaneidad que me sorprende en unas gentes que por otro lado son tirando a comedidas en sus formas y maneras. 

- Todos los trabajos de baja cualificación y peor salario veo que están en manos de inmigrantes extra comunitarios. Esto es habitual en nuestro rincón del mundo, sin entrar en consideraciones. Lo que encuentro muy particular es la cara de tristeza y hastío que detecto en algunos de los dependientes, camareros, obreros de la construcción, limpiadoras, etc. Habrá sido casualidad, pero mentiría si dijera lo contrario.  

- Puede que también se deba a la casualidad, pero en la primera etapa del viaje coincidí con muchas parejas de novios indios. En esta segunda etapa, los novios en cambio son mejicanos. El amor triunfa siempre, vence todo obstaculo y cruza cualquier frontera, pero por lo visto eso de los pasaportes y las aduanas va por temporadas.

- Nunca he visto tantas Brompton, esas preciosas bicicletas plegables inglesas de colores, como en los trenes de Flandes. 

- Mis degustaciones de chocolate belga no sólo me dejan muy arrepentida como reincidente quebsoy de un pecado de gula, sino que deben dejar también un poso muy dulcecito en mi sangre, porque estos mosquitos flamencos (ole y ole!) se ceban conmigo. Amar es compartir, y entre ellos y yo hay ahora un pacto de sangre. Estos insectos, al picarme, podían al menos inocularme en vena un vocabulario básico de neerlandés, porque me acaban de echar del tren equivocado por culpa del idioma. Si es que no me entero...












Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina...