13.6.25

 Anecdotario de París:

- Como he dicho, los parisinos han mutado de talante y todos los que me salen al paso o con los que tengo alguna interacción, corta o larga, se muestran no solamente amables conmigo, sino que me sonríen. Repito: me sonríen. 

Prácticamente todas las personas a las que miro a los ojos me sonríen espontáneamente, antes de que yo les devuelva el gesto. Me sonríen desconocidos que me cruzo por las aceras. Me sonríen los paseantes en el Bois de Boulogne (menos los corredores, que ya están bastante ocupados jadeando). Me sonríen en tiendas, estaciones y museos. En el autobús, en el metro, en los semáforos. Contacto visual = sonrisa. No sé si la que estaba de mal humor en mis anteriores visitas de los 1980s era yo. O si es que desde entonces el ayuntamiento de París tomó medidas drásticas de cara al turismo y empezó a  disolver dopaminas en el agua del grifo. Yo sólo puedo reflejar aquí mis impresiones, mis opiniones y mis experiencias. Y lo que me ha ocurrido con los parisinos es tal como lo cuento. 

Un ejemplo reciente, el de tantos como podría recopilar aquí. Ha ocurrido en la Gare du Nord, donde he cogido el tren hacia Lille. Viniendo de Orleans llego a la Gare d'Austerlitz, y debo cambiar de estación cogiendo el metro. Voy acompañada de mis fieles Doña Resilia y Resilita, que al igual que yo van ganado en peso y volumen conforme avanza el viaje. Al pasar por los torniquetes que comunican la estación del metro con la de ferrocarril, hay que acercar el billete al sensor para que la máquina te dé paso. Doña Resilia se queda un poco atrancada, y la saco del apuro de un tirón, del que queda un poco malparada. Mientras la recompongo, me doy cuenta de que la señora que iba detrás de mí está pasando por debajo el torniquete, agachándose y empujando su maleta como puede. La ayudo a incorporarse. Me has bloqueado con tu maleta, me dice sonriendo, y por eso me he agachado. Me disculpo en mi nombre y en el Doña Resilia. Ah, no pasa nada, me responde entre risas, yo aún estoy ágil y puedo hacer flexiones de espalda, lo importante es que he podido pasar!

- Esta gente es charlatana. Las personas que se sientan a mi lado en el autobús a veces pegan la hebra conmigo. Dos conversaciones que no podrían ser más distintas (en realidad la primera es más bien un monólogo):

- En los asientos dobles del autobús, si puedo escoger, siempre elijo sentarme junto al pasillo, para no quedar atrapada entre la ventana y la persona que se siente a mi lado y poder llegar a la salida más rápidamente. En una de las paradas, sube un hombre que obviamente va muy bebido. En cuanto entra sé que por la ley de probabilidades me va a tocar al lado, y así ocurre. El hombre me pide permiso con toda cortesía para ocupar la plaza vacía, y cómo negárselo. Por sus ropas raídas y su aspecto general es evidente que está pasando un mal momento desde hace muchos momentos. Inmediatamente se pone a charlar, y yo utilizo mi estrategia de emergencia en el extranjero cuando no quiero dar pie a una conversación: le digo que no entiendo su idioma y pongo la cara correspondiente a tal afirmación. Como si nada, el hombre sigue charlando. Y como sí que le entiendo, me entero de que perdió su trabajo, empezó a beber y su mujer le echó de casa. Quiso irse a vivir con su padre, pero este es un veterano de la guerra de Argelia y está sonado, de modo que la convivencia era imposible, así que que acabó durmiendo en la calle. Pasamos por delante de la parroquia de San Antonio, cerca de la Bastilla, y me dice que si  llega de los primeros a la cola, le dejan dormir allí dentro. Sus colegas se ríen de él porque todos los días se ducha y lava su ropa todas las semanas, lo cual debe ser cierto porque solamente apesta a alcohol.  Todo esto me lo cuenta sonriendo. Yo le devuelvo la sonrisa, pero de vez en cuando le lanzo un recordatorio de que no hablo francés. Él me oye y no me entiende, pero le da igual porque, como todo buen monologuista alcohólico, no necesita ningún feedback para seguir a lo suyo. Me señala a los demás pasajeros, que son todo un compendio de la diversidad de razas sobre la tierra, y comenta que lleva treinta años viviendo en París y nunca había visto tantos extranjeros. Aprovecho para recordarle una vez más que yo también lo soy, y que no le entiendo. Entonces parece que por fin cae en la cuenta, y se troncha de risa. Quiere chocar los nudillos conmigo, gangsta style, y juntamos nuestros puños. Yo voy a la estación de Austerlitz, pero me bajo en la de Lyon (la parada anterior, a sólo diez minutos de distancia) para poner punto y final a su interminable punto y seguido. Me da mucha lástima pensar que nadie habla con los indigentes, que no sólo sufren de privaciones sino también de aislamiento y soledad. Pero no voy a remediar esa carencia precisamente durante este viaje, por razones de seguridad y también de egoísmo puro y duro.

- Otro día, uno de los más calurosos de esta ola de calor adelantada, se sienta a mi lado un joven del que por edad yo podría ser su madre. Inmediatamente se pone a charlar. Mi francés deja mucho que desear porque mi cerebro está derretido, así que pasamos al inglés, que dice querer practicar porque planea ir a Ibiza y luego a Madrid,  donde ha oído que hay un festival de música noventera único en Europa que no se quiere perder. Se dedica a la informática, y me cuenta que cuando llega a casa prefiere cualquier cosa antes que mirar más pantallas, y que por eso no tiene televisor. Que le gusta el deporte y que prefiere estar al aire libre con sus amigos. Y que sus planes de futuro incluyen vivir como nómada digital en otros países mientras aún sea joven, de ahí su interés por hablar la lingua franca de nuestro tiempo. Le sugiero Canadá, pero no le gusta por su clima gélido. El sudeste asiático le parece demasiado lejano. Le recomiendo entonces que busque oportunidades en países europeos emergentes necesitados de trabajadores cualificados, como Bulgaria. Nos despedimos justo antes de que él casi se pase de parada, tan entusiasmado estaba con la conversación. Me reconforta conocer a jóvenes inquisitivos con curiosidad, que siempre ha sido el combustible del motor que mueve al mundo. 









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