8.6.25

Paris. No hace falta decir más, porque ya está todo dicho aunque siempre quedará tanto por decir. 

Estas grandes urbes son como un animal desbocado que no se puede domesticar del todo, y verle en su elemento es tan fascinante como imprevisible. Para mí ese es su mayor atractivo: son ciudades muy vivas y muy vividas. La amalgama de gentes, el contraste de ambientes, la personalidad de cada barrio, todos los movimientos sociales y culturales, el urbanismo de las diferentes épocas, la huella que dejó la historia, el recuerdo de quienes la habitaron y la acogida a los recién llegados, todo eso y mucho más conforma una población cualquiera. Pero cuando su expansión es enorme y tiene varios millones de habitantes y un peso que ha influido en la historia y la cultura universal, estamos hablando de una gran capital de las que a mí me dan la vida. Me doy cuenta, en cuanto llego, de lo mucho que había echado a faltar esa corriente eléctrica que impregna el aire de prisas, atascos y velocidad. Tengo muy mal gusto, lo sé, pero es que este es mi hábitat natural, y cuando me ha tocado cambiarlo largo tiempo por un lugar más reposado, me he sentido totalmente desubicada. Hasta de niña las vacaciones de verano en un pueblo costero encantador se me hacían eternas. 

Entro así en París como Pedro por su casa,  con toda confianza y una pizca de descaro. No hay nada más osado que la ignorancia, porque la verdad es tras seis visitas entre 1983 y 1986 lo único que conozco son unas pocas calles por las que orientarme medianamente. Pero tantas novelas y películas situadas aquí me dan la falsa ilusión de creerme en terreno conocido. Esto de vivir vicariamente es un bendito engaño, pero engaño al fin. 

Haciendo cuentas (con ayuda de la calculadora, que la aritmétrica no se me da) hace la friolera de 42 años desde que vine por primera vez. Con 14 añitos me estrenaba saliendo al extranjero, y la experiencia me embrujó para siempre. Recuerdo que algo me había sentado muy mal y que tras una noche terrible en ruta por autovía, nos bajamos del autocar escolar y a mí se me olvidó inmediatamente cualquier malestar. También recuerdo que intenté practicar mi francés en la calle, sin mucho éxito. Y que me cayeron un par de broncas: una de un camarero malhumorado y otra de una taquillera amargada en la Torre Eiffel, porque los parisinos de la época no eran exactamente pacientes con los extranjeros y algunos estaban en las antípodas de la hospitalidad. Tantos años después han cambiado de talante, y yo también. 

Por mi parte no tiene mérito, porque mi carácter se ha asentado, que para eso estoy en plena madurez. Por parte de los parisinos creo que sí lo tiene, porque desde la pandemia a todos nos ha dado por viajar, y el turismo de masas se ha convertido en un fenómeno casi tan incómodo como lo eran las invasiones bélicas en el pasado. Por donde pasamos las hordas de turistas no vuelve a crecer la hierba, literalmente, de modo que en los jardines más céntricos de París el césped está vallado. Pero justamente los habitantes de la Ville Lumière, primer destino turístico mundial, han escogido este momento para ser más amables con los asaltantes, que les usurpan el espacio vital en su propia ciudad. Ahora que lo sufro en mis carnes, porque el centro de Madrid también se ha convertido en un parque temático de moda para turistas de medio mundo, puedo comprender cómo cuesta mantener la calma y no perder las formas ante el asedio constante de un rebaño tras otro. Por no hablar de las consecuencias indeseadas, que a veces no compensan los beneficios obtenidos. El turismo empieza a tener mala fama, y yo soy muy consciente de ello, por lo que intento no estorbar en la medida de lo posible.   




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