8.7.25

Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina sus edificaciones tradicionales con otras de arquitectura innovadora. Está limpia, es cómoda y el nivel de vida que puedo alcanzar a ver es muy bueno. No está masificada porque sus habitantes se expanden por un área muy extensa, rodeada de una naturaleza privilegiada que le aporta gran valor paisajístico. El clima es cambiante, se alternan los chaparrones con los ratos soleados, con el aire como única constante. Pero claro, estas ciudades portuarias ya se sabe que son ventosas, vengo de Hamburgo donde pasa lo mismo. 

En Copenhague estoy alojada en un hotel de coste medio-bajo al lado de las vías de la estación, donde hay otros muchos por el estilo. En el mío cada habitación es una cabina, con una ducha a la italiana para ahorrar espacio (con una raqueta para que seques tú misma el suelo tras ducharte) y la mínima expresión de una cocina, pero el caso es que no les falta de nada. Hay siempre mucho ambiente en el lobby con cafetería abierta las 24 horas, y en el lounge veo gente variopinta venida de todas partes. Me cruzo con grupos que turistean y con otros que mantienen reuniones de trabajo. Hay bastantes niños, y se admiten mascotas y estancias a largo plazo. Aunque estamos ya en temporada, aquí no se sienten las apreturas del turismo de masas. Copenhague puede absorber a sus visitantes con aplomo y sin agobios porque tampoco somos multitud. 

En Copenhague he navegado, como todos los turistas, por el canal que separa las dos islas sobre las que se asienta la ciudad (Zealand y Amager). Pero lo he hecho en un ferry del transporte urbano, que sale por el precio de un billete de autobús. Tiene la ventaja de que vas mezclada con los daneses y hay poquísimos turistas. Al subir, el encargado de subir y bajar la pasarela para los viajeros me ve las pintas y dice, La sirenita está en sentido contrario! Le contesto que no me importa porque he venido a pasearme arriba y abajo mientras dure la hora y pico que me garantiza el billete. Me mira y se ríe. Pues vas a tener el tiempo justo, comenta. Debe de pensar que los turistas estamos chiflados, y le doy la razón. Disfruto mucho del trayecto, admirando todos los edificios de las dos orillas. Nunca pensé que podía llegar a gustarme tanto la arquitectura moderna, pero es que estos bloques de viviendas ribereños, algunos muy vanguardistas, tiene un buen gusto y una armonía en las proporciones de las que carecen, en mi personalísima opinión, orillas semejantes como por ejemplo, el Canary Wharf de Londres. En el embarcadero de Nyhvan, el más concurrido, el encargado de la pasarela cuenta los que suben y los que bajan del barco con un contador de mano cuyo  cliqueteo me recuerda a las excursiones del colegio. Debe controlar que los que permanecen a bordo no superan las 80 personas, según la normativa de seguridad del puerto. 

Yo embarco en la biblioteca llamada "El Diamante Negro" y desembarco más de una hora después en la orilla opuesta, en la ópera, tras subir y luego bajar por el cauce. Si la biblioteca por dentro me ha impresionado, la ópera todavía me gusta más. Maravilla de edificios que realizan las actividades que albergan en su interior. 

Copenhague es una ciudad de contrastes: Doy los típicos paseos por los muelles del Nyahavn, donde estaba el antiguo puerto y aún siguen atracados veleros de madera. Las casas pintadas de colores y las terrazas son su marca distintiva para todos los públicos, pero hace siglos esta era una zona canalla de prostitución y delincuencia, porque los muelles concentran todo un submundo. Me acerco al palacio de Amalienborg, 


Notas y anécdotas: 

- De pequeños nos enseñan a no mirar fijo a una persona porque es de mala educación. Pero aquí la gente se te queda mirando. Y me parece que no es porque busquen el contacto visual o verbal, es simplemente que sienten curiosidad. No es una mirada inquisitiva ni recriminatoria, simplemente te observan. No me incomoda, pero me resulta poco familiar. He leído que es un comportamiento habitual en los países del norte, así que lo asumo. Aunque al principio pensaba que era porque había metido la pata en algo, como colocarme en medio del carril bici, que es el pecado más imperdonable que puedes cometer contra la etiqueta escandinava. 

- Los escandinavos hablan inglés perfectamente, con un marcado acento norteamericano. Eso se debe a que desde niños los contenidos audiovisuales que les llegan a través de su TV sin doblaje provienen de EE UU. Los auténticos norteamericanos que hacen turismo o negocios por aquí se deben sentir como en casa porque en casi todas partes les hablan en su jerga coloquial. 

- Investigo superficialmente en internet cuales son los estereotipos de los distintos países nórdicos, y cómo son las relaciones de vecindad entre ellos. Mis averiguaciones no llevan ni método ni rigor, pero doy con un artículo de la BBC comentando un libro titulado "Tierras oscuras: la triste verdad sobre el mito escandinavo", en el que el británico Michael Booth, asentado en Dinamarca, pretende matizar ese lugar común que nos convence de que estas sociedades norteñas son las más avanzadas de la civilización occidental.  Asumimos que aquí reinan la prosperidad, la tolerancia, el progresismo, la amplitud de miras y las buenas condiciones de vida. Leo que Dinamarca y sus países vecinos repiten en las listas de los mejores del mundo para vivir. Según este libro, la otra cara de la moneda es un alto índice de suicidios y de alcoholismo debido a la soledad, problemas de exclusión social y de violencia doméstica, y  

- Tengo la suerte de coincidir con un festival de jazz en Copenhague, que aparte de conciertos en todo tipo de salas y locales, tiene música en vivo en las plazas más concurridas de la ciudad. En estos días he pasado muy buenos ratos escuchando buena música de varios estilos, hay hasta una Big band que casi no cabe en el escenario. Veo, en la placita en torno al ancla al principio del canal Nyhvan, a varias parejas de jóvenes y mayores bailar swim a los sones de un conjunto que toca al estilo bee bop. Llovizna a ratos desde hace horas, pero esta gente está acostumbrada, no les importa mojarse y casi no usan el paraguas. Se van uniendo más y más bailarines hasta que parecen las fiestas de cualquier pueblo. La mayoría sabe lo que se hace y no da un paso en falso, de lo que deduzco que por aquí debe de haber mucha afición a los bailes de salón. 

- En Christiania ya no se crían niños en régimen de comuna, como hace 50 años. Pero hay algunos, correteando o pedaleando por todas partes. Una de estas criaturas comete un error de cálculo, se me acerca demasiado por detrás y estampa su bici contra mí cuando voy caminando por el filo de una calle de terrizo. No me hace daño porque no llevaba velocidad. La peor parte en realidad se la lleva él, porque el movimiento de mis piernas al andar le hace perder el equilibrio, y cae al suelo bajo el peso de la bici. Le recojo, es un niño oriental muy endeblito que no creo que llegue a los siete años. No llora, pero se duele de una rodilla. El pobre me pide perdón apretando los dientes. Le pregunto si se ha hecho daño (pregunta retórica donde las haya) aunque a simple vista creo que se ha rozado un poco la rodilla y eso es todo. Donde están tus padres? Por allí, señala. Tienes que hacer sonar el timbre para avisar a la gente de que vienes por detrás, así aunque no te veamos, nos hacemos a un lado para dejarte pasar. Me mira un poco desconcertado. Le enseño donde está el timbre, y por su expresión me parece que acaba de descubrir lo que es y para qué sirve. Aparece un hermanito más pequeño, y se van los dos rodando la bici para buscar a su madre. Mi mente neurótica empieza a imaginarse que en breve aparecerá una mujer desmelenada en modo mamma italiana, aunque tenga los ojos rasgados. Y que me va a acusar de haberle roto el niño y lesionado la bici, o al revés. Me imagino al corrillo de hippies de la tercera edad a nuestro alrededor. Los posibles testigos del incidente son unos puretas totalmente fumados que no sé si habrán visto algo, pero que dudo que se pongan de mi parte ante el tribunal rastafari, que en mi imaginación me condena a comprarles, en desagravio, las artesanías horrorosas que venden. Siento espanto ante este panorama desolador, así que huyo cobardemente para hacer desaparecer mi presencia de la escena del crimen antes de que la criatura dé la voz de alarma.

- En Odense me paro a leer las cartelas que me informan de anécdotas sobre los lugares donde están colocadas. Me tomo la molestia de traducirlas del danés al español con la ayuda de Miss Google Lens, porque soy una cotilla retomada y porque no tengo otra cosa que hacer. Encuentro una bajo un enorme árbol y junto a una lápida muy gastada y fracturada. El texto se titula "La tumba del soldado español", y el contenido me deja un poco perpleja. 

Se explica que, tras bombardear Copenhague la flota de Nelson, Dinamarca no tuvo otro remedio que aliarse con Napoleón, y este envió sus tropas para luchar contra los ingleses. Hasta Odense llegó la soldadesca francesa y española (estábamos bajo dominio napoleónico) y se acantonaron allí, repartiéndose por distintos edificios de la población y hasta en casas de vecinos. Los lugareños andaban revolucionados con la presencia de tantos forasteros, y hasta el mismísimo Hans Christian Andersen, que era poco más que un bebé, decía recordar a "los extranjeros de piel oscura que hacían ruido en las calles" (los del ruido eran los españoles, seguro). Los posaderos parece que hicieron buenas ganancias en las tabernas, y hasta un espabilado empezó a vender un vocabulario con léxico básico en francés y en español, para que la gente de Odense se pudiera comunicar con los soldados. Pero esta cordialidad forzada y esta convivencia in vino veritas se truncó cuando un hombre, dueño de una destilería, quiso demostrarle a un soldado español el manejo de un fusil, pensando que estaba descargado. Lo que ocurrió puede imaginarse fácilmente: si bebes, no dispares. El destilero fue multado por su error fatal, y al español lo enterraron sus compañeros antes de marcharse. El infortunado se llamaba Don Agustín Mollón, y tanto su enterramiento como la lápida que lo cubre se han conservado hasta nuestros días, tras mover la tumba de sitio durante la expansión de la ciudad. Y a mí lo que me causa asombro de todo esto es el mimo con que se exhibe el objeto de estas largas y prolijas explicaciones. Odense no es ninguna aldea donde nunca haya ocurrido gran cosa, es la tercera ciudad de Dinamarca, con una gran historia y un valioso patrimonio. Cómo es que no ha pasado al olvido esta pequeña historia sin final feliz? Quizá es que después de 200 años aún les sigue remordiendo la conciencia?

- Mientras estoy leyendo la historia de la tumba se me acercan dos mozalbetes, y utilizo este término porque les aplica mucho mejor que la palabra jóvenes, dado lo atildado y acartonado de su aspecto. Son mormones, y ya se sabe lo rancias que resultan sus camisas blancas planchadas, con todos los botones abrochados y una plaquita negra con su nombre en la pechera. Me interpelan en danés, y les digo que soy extranjera. Nosotros también, me señalan en inglés, venimos de EE UU. A continuación se embarcan en la perorata habitual en estos casos, pero yo les saco unos treinta años largos y tengo el manejo de la situación. Muy sonriente les digo que no soy creyente, y que se lo hago saber nada más empezar porque así ahorran su tiempo y de paso el mío. Este discurso lo tengo muy ensayado porque se lo suelto en España a los testigos de Jehová, que me persiguen con cierta frecuencia por la calle. Con ellos funciona a medias, porque algunos  no cejan en su empeño de convertirme y salvar mi alma. Pero estos dos mormones vienen de los USA, donde prima el sentido práctico y el tiempo es oro. Me agradecen la sinceridad y me invitan a visitar su iglesia si es que siento curiosidad. Les respondo que sí que tengo curiosidad, pero por otra cosa: aparte de lo que están haciendo ahora, están aprovechando su estancia en Dinamarca para estudiar, o hacer algo más? Niegan con la cabeza. 

Nos despedimos tan amigos, pero me quedo con una sensación de lástima. Estos chicos me han comentado que llevan dos años en Dinamarca, y están todavía en edad universitaria. Los mormones les han traído hasta el otro lado del océano, pero les niegan la oportunidad de aprovechar la experiencia en su propio provecho como hacen otros jóvenes, ya sea estudiando, trabajando, viajando, conociendo gente diversa, divirtiéndose... En fin, que les han robado su juventud esos santos de los últimos días que nunca aparecen para tocar la trompeta del juicio final, que por cierto en sus templos es de oro macizo.

- En la pequeña isla de Slotsholmen, donde está el complejo palaciego de Christianborg, hay una serie de paneles con fotografías, frente a la maravillosa Biblioteca Real. Cuentan la historia del antes, durante y después de la ocupación nazi, que se produjo cuando  Dinamarca firmó un pacto de no agresión con el Tercer Reich que los nazis no respetaron. Yo había oído que el rey Christian X se había negado a ser el títere de Hitler y que hasta se enfrentó a este, diciéndole que si los judíos debían llevar una estrella de David en la manga, entonces todos los daneses, incluida la familia real, debían portarla también, porque los judíos de su país eran tan ciudadanos como cualquiera. Pero en estos paneles me entero de muchas más cosas: Christian X se paseaba a diario a caballo por Copenhague portando una bandera danesa, paseos que se convirtieron en un símbolo de la resistencia y la desobediencia contra el invasor, y que dieron mucha moral a los ciudadanos. Los nazis represaliaron a la población cortando el agua y la luz, y encarcelando y fusilando personas. 

Yo no sabía que Dinamarca fue el único país donde no se formaron guetos ni se deportó a los judíos, sino que la mayoría de daneses les escondieron, y en muchos casos se les intentó proteger llevándoles a la vecina Suecia, que era neutral. Cuando el Tercer Reich perdió la guerra, por un tiempo los británicos seguían bombardeando el territorio ocupado, y para salvaguardar la seguridad de los judíos evacuados, los pilotos aliados pidieron que se pintaran los autobuses de la Cruz Roja sueca de color blanco con una cruz roja bien visible, y así evitar hacer fuego amigo y dispararles por error. 

Dinamarca, al haber evitado ser bombardeada, no tuvo que reconstruirse, y eso le permitió una recuperación más rápida en la posguerra. He podido ver algunos barrios de los años cincuenta y desde luego son estupendos, mucho mejores que los de la misma época en España. 

- Hablando de bombas, saco a relucir que los efectos de algo que comí en Amsterdam y no me sentó bien se han venido conmigo, como compañeros fieles de viaje, por territorio holandés, alemán y danés. No es nada serio ni mucho menos, pero digamos que mi tripa es la caja de los truenos, y dejemos el resto a la imaginación. Menos mal que en todos estos lugares encuentro fácilmente WCs (de pago) que me solucionan el conflicto y me permiten dosificar a conveniencia el reparto de mi huella biológica por toda Europa. Estoy mayor.

- Los niños no me gustan. Son muy pesados, no se están quietos y no se cansan jamás de llamar la atención y de hacer ruido todo el tiempo. Y si son niños consentidos, me pongo en modo Herodes. Me topo con niños españoles en la catedral luterana de Roskilde, primer gótico escandinavo y patrimonio de la UNESCO, además de ser un monumento importante para los daneses porque ahí están enterrados 40 reyes y reinas. Se cobra la entrada porque es un real sitio, y se sobreentiende que hay que permanecer allí en actitud respetuosa, pero de todos modos un cartel te recuerda que estás en un lugar de culto y ruega silencio. En total hay unas mil tumbas en el recinto, muchas de ellas en el suelo que pisamos. Pues bien, la niña de una familia española, a la que calculo unos diez años, decide jugar a la rayuela saltando de tumba en tumba, y gritando a voz en cuello: Este se muriooó! Y este también se muriooó!! Los papás, que son treintañeros, la miran con total indiferencia, como si no fuera suya y no la conocieran de nada. Por supuesto ni se les pasa por la cabeza decirle que pare. El hermanito es el único que parece algo agobiado, y no me extraña, porque su hermana tiene una coloratura digna de una soprano, y su cántico lúdico-fúnebre resuena en la nave central con la potencia de los mejores coros de Haendel. Yo con los años me he convertido en una reñidora de niños casi profesional, una Señorita Rottenmeier con gafas redondas aunque sin moño. Me entran tentaciones de encararme con la sopranito esta, pero ay...  esos papás que tiene parece que son sordos, pero mudos desde luego no se iban a quedar ante mis protestas, y entre todos íbamos a montar en este recinto sagrado un griterío hispánico aún peor. Así que me muerdo la lengua, y menos mal, porque luego coincido con esta misma familia en el tren de vuelta. Divino tesorito. 

- En Odense me acerco al Museo de Arte Brandts, un edificio que, como es habitual en Dinamarca, ha sabido combinar de forma innovadora una parte más antigua con otra contemporánea. Frente a la entrada veo un monumento que consiste en una figura tocada con una gorra de visera que sostiene un disco en su mano alzada. Leo en el pie de la escultura la inscripción "La guerra termina si tú lo quieres". De la columna sobresale una paloma de la paz a punto de alzar el vuelo. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando alzo la vista para verle la cara a la estatua... me encuentro con Yoko Ono! WTF? Su presencia aquí me resulta de lo más desconcertante, hasta que recuerdo que lleva media vida ejerciendo de viuda de John Lennon, y lucrándose con ello de una forma que me parece profundamente cínica. Pregunto a Miss Google si es que este monumento a mayor gloria se lo ha costeado ella misma. Google me responde que se supone que la estatua es un homenaje a John Lennon, y que se diseñó un año después de su asesinato, que ha estado cambiando de emplazamiento y que últimamente viene siendo criticada porque hay quien opina que la figura de Yoko hace el saludo nazi. Esta mujer va sembrando la controversia por donde pasa, en carne mortal y también en su versión metalizada. 

- En el tren que me trae hasta Aarhus, se sienta frente a mí una familia rubicunda con tres niños pequeños que tienen el pelo casi blanco, de puro rubio. Las criaturas dan la lata, y ya he explicado la poca paciencia y el escaso tacto que tengo para con estos alevines de adulto. 








5.7.25

Llego a Hamburgo con retraso, después de bajarme en las afueras, en la estación anterior a la central, porque me he debido despistar al sacar el billete y este no cubre hasta el término. No importa, cojo otro tren que cubra los 13 minutos de trayecto restantes, porque con la app de Interrail se pueden sacar los billetes sobre la marcha. El asunto es que los trenes que van al centro llevan un retraso considerable, y voy por los andenes como alma en pena, porque la información es un poco caótica. Me cuelo en el primer tren que veo pasar por fin, sin tiempo para leer las pantallas. Me subo a un vagón muy elegante que resulta ser de primera clase. Ruedo a Doña Resilia por el pasillo hasta segunda clase, pero allí los pasajeros son igual de glamourosos, leen la prensa en papel con gafas de diseño, hablan susurrando, y junto a uno de ellos veo un cello enfundado y apoyado en la pared. El colmo del culturetismo... Y entonces mi imaginación neurótica se pone a rodar, y se figura que estos alemanes del norte, con la fama que tienen de serios y concienzudos, al bajarme del tren seguro que me van a controlar el billete en la canceladora, y no les van a cuadrar los datos porque voy en un tren del que no tengo billete, y vete a saber qué bronca me arman por mucho que me haga la despistada... Para cambiar mi billete en la app necesito averiguar de dónde salió este tren, pero las pantallas omiten ese dato, y no es cuestión de preguntárselo a esta gente tan fina y tan intelectual, que seguro que han leído a Freud y a Jung y me van a considerar una demente, o una okupa-polizonte o ambas cosas, con mi magullada Resilia y mi arrugado modelito low cost, marca doble-P (Primark/Pepco).  Mirando los horarios de los trenes, Miss Google me sopla que el tren viene desde Múnich. Todo explicado, proceden de la rica Baviera, donde atan los perros con longaniz... con salchichas Weisswurst! Al final, mi táctica de detective sabueso se revela que ha sido en vano, porque nadie me pide el código QR del billete, ni hay canceladoras, ni nada de nada. Me podía haber ahorrado el momento pánico, pero yo soy así de sufridora.

Nada más bajar y salir de la estación, puedo observar el contraste del paisanaje respecto al de los Países Bajos (el paisaje sí que ha sido el mismo durante el viaje: llanuras inmensas muy verdes bordeadas de árboles, y muchas vacas pastando felices en ese paraíso natural). Este paisanaje germánico de Hamburgo es muy ecléctico, hay muchos alemanes locales y muchos con origen en otros continentes. Veo población de muchas razas diversas, y bastantes familias mixtas con niños. 

Ya se sabe que alrededor de las estaciones suele haber una miscelánea de personas de todo tipo y condición, pero nunca falta un porcentaje de personas marginales, que ahora llamamos en riesgo de exclusión social. Pues bien, los excluidos sociales de la estación central de Hamburgo están mucho más excluídos que en otros sitios similares, y tras la hora del cierre de comercios, la verdad es que dan bastante aprensión. Mi hotelito barato se sitúa justo en la calle fronteriza entre el universo mugriento y maloliente de estos desgraciados y unas calles normales y corrientes. Así que me aprendo rápidamente el recorrido del gran rodeo que debo dar para llegar a los lugares que en realidad tengo a dos pasos. Malditas drogas que envenenan cuerpos y destruyen mentes. 

Hamburgo es una ciudad que en los últimos tiempos se ha puesto de moda como destino turístico, con fama de ser la más bonita de Alemania. Tras haberla visitado, mi opinión personalísima es que efectivamente cuenta con muchos lugares de gran belleza, pero no comparto el entusiasmo general, que me parece más fruto de una operación de marketing que otra cosa. Por supuesto que se trata de una gran urbe industrial muy cosmopolita y que tiene mucho que ofrecer al visitante, pero el cartelito de "la más bonita de Alemania" yo no sé lo colgaría cuando en el mismo país están Heidelberg (de las pocas localidades que están intactas porque se libró de ser bombardeada por los aliados), Munich, Nuremberg, Friburgo, Lübeck, Rottemburgo, Bremen y supongo que muchas otras que en mi ignorancia no he oído nunca nombrar. Me parece que, de entre las grandes urbes alemanas, el puerto de Hamburgo necesitaba recibir su cuota de negocio turístico... y como es natural se ha hecho publicidad para no quedarse atrás en los circuitos, y cotizar al alza en la industria del ramo. Lo que me parece muy respetable y acertado. Pero exagerado también me lo parece. 

Aún así, me ha gustado recorrer Hamburgo, aunque lamentablemente las obras me han impedido hacerlo con soltura. Yo no sé por qué Europa entera está en obras a la vez, en toda ciudad de todo país, me da que pensar. Quizá los alcaldes saben que los fondos de la UE van a desaparecer y han solicitado subvenciones todos a un tiempo, antes de que se agoten? Misterios sin resolver. Mis anotaciones sin orden ni concierto sobre mis pasos por Hamburgo, a continuación:

- Pese a haber quedado mermado en la guerra, por su patrimonio se nota que está ciudad siempre ha sido rica. Poderío hanseático, porque Hamburgo formó parte de la Liga Hanseática para el comercio fluvial y marítimo en la Edad Media, y ahí comenzó su pujanza económica. 

- La zona más llamativa y original que tiene Hamburgo es sin duda la de los almacenes del puerto sobre el río Elba, llamada Speicherstadt. Leo en las cartelas que el antiguo puerto se expandió en el s. XIX con estatus de puerto franco, y cuando los armadores enriquecidos aprovecharon para construir una zona conveniente para su negocio, ya de paso la dotaron de gran valor arquitectónico, para fardar. Son unos canales bordeados por magníficos edificios industriales Art Nouveau de ladrillo rojo, sustentados por pilotes de madera, formando una fachada compacta hasta donde alcanza la vista. Estos canales están cruzados por multitud de puentes (en total hay más de dos mil en Hamburgo), a cual más bonito, franqueados por estatuas que conmemoran los personajes míticos de la historia de la ciudad. En los bajos de estos maravillosos edificios veo algunas tiendas de anticuarios, y hay cafés con terrazas a lo largo de los canales. Coincido con unos recién casados que se están fotografiando, ellos y sus invitados, en las escaleras metálicas que conectan las partes del complejo. Bonitas fotos van a tener de recuerdo, porque el marco verdaderamente es incomparable, patrimonio de la UNESCO por ser el distrito de almacenes portuarios más grande del mundo. Wircklich Wunderbar.

- El ayuntamiento lo coloco en segundo lugar de los lugares más bellos y más impresionantes de Hamburgo. Es un ejemplo del estilo fantasioso-historicista de finales del s. XIX, inspirado en el renacimiento local  y construido a lo grande, y cuando digo grande es que sus dimensiones casi no caben en la foto. Pero aunque no sea renacentista del renacimiento fetén, qué bonito es! Todos sus detalles son dignos de dedicarles un buen rato de contemplación, aunque lo que es un gozo para la vista termina resultando un poco perjudicial para las cervicales, tan en lo alto quedan los remates de los ventanales, las estatuas que coronan los tejados y la torre con su carrillón. Leo que se construyó tras la victoria en la guerra franco-prusiana, cuando el gobierno local estaba muy subidito de moral. Se refleja en el aire de triunfo y esplendor del edificio. Diga usted que sí, que hay que aprovechar y celebrar los buenos tiempos mientras duren... Pero el ardor guerrero tiene doble filo. Poco imaginaba aquella gente que con el tiempo Hamburgo sería bombardeado y amplias zonas de la ciudad quedarían arrasadas, las riqueza mermada, y la moral humillada. Haberse adherido con tanto entusiasmo al Tercer Reich (el Gau) es lo que tiene. Ochenta años después de les ve totalmente recuperados, eso sí. Y muy partidarios del pacifismo, también. 

- Hamburgo cuenta con muchas iglesias de varias denominaciones, con altas torres marronáceas de distintas formas que me resultan originales por lo poco habituada que estoy a este estilo germánico. Pero en la que me encuentro algo original también en el interior es en Saint Katharinen, donde me topo con una instalación del británico Luke Jerram. Al entrar, una señora muy amable me avisa de que va a empezar un concierto de órgano. Lo que no me advierte es que la música mece un gigantesco globo terráqueo que cuelga del techo de la (única) nave, girando lentamente. Es la reproducción exacta de nuestro planeta mapeado desde el espacio por la NASA. Hay sacos-puff por el suelo para tumbarte y sentir que literalmente se te cae el mundo encima. Pero yo prefiero verlo cómodamente sentada en una silla, convencional que es una. El órgano es magnífico, y el concertista superior. Pero lo que más eleva mi espíritu de toda la experiencia es que la iglesia cuenta con unos WC públicos que me vienen divinamente (excuse the pun). 

- Las principales calles comerciales, donde se encuentra todo el ocio de Hamburgo son amplias, hermosas y bordeadas de algunos grandes edificios Art Nouveau muy bonitos. Pero carecen de animación, es decir, la gente que camina entre las tiendas y cafeterías etc lo hace con expresión seria y algunos con cara de preocupación. Por la noche, en los lugares de ocio, los jóvenes y no tan jóvenes se muestran más expansivos y alegres, pero sin estridencias. La impresión que me llevo es que aquí la gente se comunica con sordina. He leído que los alemanes del norte son amables y corteses, pero muy reservados y cautelosos, y que aquí cuesta entablar relaciones de amistad, aunque para cuando lo consigues obtienes amigos fieles para toda la vida. Ignoro si se trata de un tópico o si es un cliché basado en hechos reales, pero el contraste de la gente que veo por la calle en Hamburgo con la que me he dejado atrás en Holanda es ciertamente muy llamativo.  

- La gran belleza de esta ciudad es sin duda sus lagos artificiales, el Alster y Binnenalster. El de menor tamaño está integrado en el centro, y tiene un gran surtidor que suelta espuma de agua, debido al intenso viento (leo que en esta ciudad siempre hace mucho viento, y no cálido precisamente). En una de las orillas hay bares en forma de barcos atracados con terraza en cubierta. Y mucha gente se sienta en la orilla con su picnic y/o bebida para cenar viendo la puesta de sol. Exactamente lo mismo se encuentra en el lago mayor, pero bordeado de un parque con hermosos árboles y con un club de remo donde la gente practica su deporte favorito, observada por otra gente vestida al estilo de cualquier boutique pija de la calle Serrano de Madrid, sección naútica. Los que aparcan allí sus bicis llevan ropita de la sección ciclismo. Y la gente que pasea pero no pertenece al club viste de pueblo llano. Los tipos físicos de por aquí también son muy distintos a los que he visto en Holanda, digamos que mis ojos se habían malacostumbrado a ver mucha gente atractiva físicamente, y ahora sufren síndrome de abstinencia. Pero mis paseos por esta zona no pueden ser más agradables, pese a la ventolera. 

- Paso por la casa donde vivía Otto Meissner, el editor que se atrevió a publicar El Capital de Carl Marx a mediados del s. XIX. Valor torero el de este hombre, que además preparó una edición más barata para que la pudieran costear los obreros. Al proletariado lúmpen de la época me lo figuro casi analfabeto, y me pregunto si entenderían algo, o necesitarían que algún proto-sindicalista les glosara lo que pone el libro en cuestión. Yo nunca lo he leído, pero sospecho que aunque te vaya la vida en ello no vas a encontrar lo que se dice amena su lectura. 

- Me entero demasiado tarde de que hay un barrio llamado "de las escaleras", el Treppenviertel, que merece una visita porque son villas antiguas construidas en una ladera, a las que solo se puede acceder subiendo sus correspondientes escalinatas. No me da tiempo a acercarme y es una pena, pero sospecho que mis rodillas se alegran en secreto. 

- Dejo Hamburgo atrás a los dos días, y me doy un tremendo madrugón para coger el tren que tras cuatro horas y media me dejará en Copenhague. En algunos trenes es obligatorio reservar plaza, y en este no había otro horario disponible que no fuera el de las 7am. Me informan en el mostrador de la estación que cuando llegan las vacaciones muchos alemanes optan por cruzar a Dinamarca, y efectivamente, en el tren voy rodeada de grandes grupos de jóvenes senderistas, boy & girl scouts y familias que van hacer camping. Durante el trayecto, el tren para en la frontera danesa, y se nos advierte por megafonía que tengamos preparado el pasaporte por si nos lo requiere la policía. Un soldado y tres policías recorren los vagones, y luego reanudamos la marcha. Me extraña este procedimiento entre dos países de pleno derecho de la UE, yo que he cruzado en tren la frontera "blanda" entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte (Reino Unido) del tirón, sin que ocurriera nada semejante. Me informo por Miss Google y me entero de que Dinamarca hace algunos años endureció y reforzó su política fronteriza, para evitar los trapicheos que se habían convertido en habituales. Esto provocó una queja formal de Alemania en Bruselas, y la UE recriminó a Dinamarca su actitud para con otro estado miembro, pero sin consecuencias. Bueno sí, que el gobierno alemán amenazó con hacer campaña para que sus ciudadanos vacacionaran en Polonia en vez de en Dinamarca. Pero mi tren abarrotado es un ejemplo de que a los alemanes amantes de la naturaleza les gusta cruzar la misma frontera de siempre, con o sin pasaporte. 

Me hace gracia un pequeño detalle: en la frontera, el maquinista y el revisor alemanes del tren son sustituidos por sus colegas daneses, y nos vuelven a revisar el billete. Cuando llegamos a Copenhague, con algún retraso, por megafonía recalcan varias veces que se debe a problemas técnicos del lado alemán. No dudo que sea cierto, pero la insistencia me hace pensar que los vecinos ya se sabe, tienen sus resquemores y sus rencillas... 






Paso tres noches en Arnhem, cerca ya de la frontera con Alemania, porque he agotado mi tiempo en Amsterdam sin alejarme de la misma zona, y quiero explorar otras ciudades de Países Bajos. Dado que los precios de Amsterdam son de los más caros que he encontrado en todo el viaje, decido buscar un lugar menos turístico que me sirva de base para mis recorridos. Arnhem es ideal para este propósito, porque se puede llegar fácilmente a Utrecht y La Haya desde allí, y luego cruzar la frontera y proseguir camino hacia Hamburgo para continuar con la siguiente etapa, Copenhague. 

- En Arnhem me alojo en una urbanización algo alejada del centro, en un chalet particular con su dueño dentro. Pero yo duermo en un pequeño pabellón del jardín, un estudio para invitados que cuenta con todo lo que pueda necesitar, incluida una lavadora a la que casi casi le doy un beso cuando la veo. Además, al lado de mi estudio hay un agradable rincón con suelo de gravilla y muebles de jardín bajo una pérgola, un espacio que ahora todos llamamos chill-out pero que antes era un porche de toda la vida. 

Mi anfitrión es muy amable y tiene mucho mundo, se nota que está acostumbrado a tratar con todo tipo de gente. Debe de tener más o menos mi edad. Se aburre un poco, y tenemos largas conversaciones cuando vuelvo a casa y le cuento mis aventuras del día. Me cuenta que siempre ha trabajado en recursos humanos y con el tiempo llegó a tener su propia empresa de empleo, pero anhelaba un cambio de vida y terminó por dejarlo. Ahora vive a caballo entre su país y algunos países asiáticos, y se ha convertido en un nómada digital a tiempo parcial para procurarse libertad de movimientos. Alquila parte de su casa a expatriados desplazados por sus empresas durante varios meses. No le debe ir nada mal, porque la urbanización es de categoría. Está rideada de campo y junto a un río y cuenta con un parque infantil muy cuco con instalaciones de madera, donde un cabra muy aseada convive en aparente paz y armonía con los niños. 

Claro que en toda esta zona el nivel de vida es estupendo, y la propia ciudad de Arnhem lo atestigua. Está situada entre dos ríos, y del tráfico fluvial proviene su riqueza desde la Edad Media. Aparte de su próspero pasado, en el s. XIX se convirtió en un lugar de moda como lugar de residencia de ricos plantadores de azúcar venidos de las colonias. Pero la Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. Los nazis construyeron un campo de concentración en las afueras. Y el puente sobre el río Nederrijn, hoy lugar de paseo donde hay dos playas fluviales, fue muy disputado entre el ejército aliado y el del Tercer Reich. Los soldados polacos abandonaron la misión, pero los británicos no cejaron e intentaron defenderlo sin conseguirlo del todo, porque los paracaídas habían caído demasiado lejos del objetivo a cubrir. La hazaña se cuenta en la película "Un puente lejano", y hay un museo sobre la guerra en las afueras, que me paso por alto. 

El casco histórico logró conservar algunos bellos edificios originales, entre los que destaca el ayuntamiento, un palacio renacentista llamado "la casa de los demonios", porque estos malignos personajes sujetan las cornisas. También tiene una sala de conciertos llamada Musis Sacrum que es todo un ejemplo del entusiasmo arquitectónico de otras épocas más glamourosas.

- Desde Arnhem voy en tren hasta La Haya, capital administrativa de facto, donde hay una temperatura de 32°C con alta humedad. La ola de calor me impide disfrutar de la ciudad como hubiera querido, porque debo sentarme a descansar casa dos por tres. Pierdo la cuenta de todos los botes de bebidas que consumo, entre cafés, refrescos y bebidas isotónicas. En Holanda venden un agua embotellada con un complejo vitamínico muy completo, y se convierte en mi bebida preferida. Pero no doy mucho de mí, arrastro cuerpo y alma por esas calles, y a pesar del sol radiante, me instalo en la niebla cognitiva. Para empezar, soy incapaz de encontrar la oficina de turismo. Toda la ciudad parece estar en obras, y por algunos tramos no se puede pasar sin arriesgarse a que te enganche una bicicleta. Miss Google y yo no nos entendemos, y repito el mismo recorrido varias veces seguidas. Los parroquianos de las terrazas ya empiezan a reconocerme como una presencia familiar en sus vidas. Llega un momento en que me siento en el bordillo de una acera, en el parque frente al Binnenhof, uno de los centros administrativos de esta ciudad cuajada de ellos. Me voy sentando en los bancos de las plazas, en las cafeterías, en donde pillo. Cuando pasan las horas centrales del día consigo revivir un poco, y hago un recorrido por lo esencial. Lo que más me gusta, como siempre, es el ambientillo, y lo encuentro en la plaza del Plein y en Buitenhof. Veo frente al palacio del Noordeinde, uno de los que usa la familia real, una estatua ecuestre de Guillermo I, primer rey de los Países Bajos. Y en la placita de detrás, se encuentra como por casualidad un monumento a la reina Wilhemina. No ha tenido suerte esta reina con sus estatuas, porque esta es aún peor que la de Amsterdam: la representa como un bulto informe pero muy regordete. 

Veo desde la verja el Palacio de la Paz, construido a este efecto tras la Primera Guerra Mundial y donde se aloja, entre otros organismos, el Tribunal de Justicia que tanto sale en los telediarios. Junto a la verja hay una llama eternamente encendida con un letrero que nos insta a pedir por la paz. La Haya casi no tiene canales porque fueron desecados en la expansión de la ciudad. 

A la vuelta de La Haya, mi tren tiene que parar en el aeropuerto, porque el intenso calor le ha provocado una avería. Nos desalojan al andén, donde esperamos unos tres cuartos de hora hasta el siguiente tren, informados en todo momento por la pantalla y por megafonía sobre la situación. Las comparaciones son odiosas y me las guardo. Pero no todo es eficiencia en los ferrocarriles holandeses. Me he librado de una huelga del sector que ha habido unas semanas antes de llegar yo, y mi casero me informa de que las magníficas y modernas estaciones provocaron quejas en su día, por ser un dispendio desproporcionado. 

- Al día siguiente voy a Utrecht. Pese a que hay 36°C de temperatura, corre el aire y lo soporto mejor. La ciudad me gusta mucho, le encuentro un atractivo que no supe ver en La Haya. En Utrecht se han firmado tratados importantes en la historia, entre ellos el que certificó la unión de los territorios de lo que con el tiempo serían los Países Bajos. También se firmó aquí el tratado que puso fin a la Guerra de Sucesión española y colocó a los Borbones franceses en el trono. Con esa firma perdimos la hegemonía del comercio maritimo, los territorios de la actual Bélgica, y numerosas posesiones en Italia, además de Gibraltar y Menorca. Sólo conseguimos recuperar esta última de manos de los ingleses, pero para entonces ya nos habían tomado la delantera en eso de los imperios, porque dominaban los mares de una forma un poco ejem, ejem. 

Utrecht ha sido desde siempre el centro religioso de Holanda, formó parte de la Reforma protestante y aun hoy se encuentran allí templos de todas las denominaciones. Entro en una iglesia luterana, y a dos señores que hay allí acogiendo al que llega les explico que nunca había estado en una, y que es sólo la curiosidad la que me mueve. Se muestran encantadores conmigo, me explican que Utrecht es sede episcopal católica pero que hay muchas iglesias de las diferentes ramas del protestantismo. Me dirigen al templo católico de de Sta Catharinakatedraal, y a otros templos protestantes donde me pueden ofrecer una taza de café o té. Me regalan un plano con un recorrido, pero el intenso calor sólo me permite acercarme a un templo bautista y a otro menonita. Busco las ocho diferencias, como en los pasatiempos de la prensa escrita. 

La torre de la catedral de Utrecht es la más alta de Holanda, y a su alrededor bulle toda la vida ciudadana. Los canales aquí tienen una curiosa configuración a dos niveles, el de la calle y otro a la altura de la superficie del agua, que antiguamente servía de muelle. Ahí abajo hay bancos, bares con terraza y hasta pequeñas viviendas. El canal principal se llama Oudegracht, y concentra toda la animación de una ciudad ya de por sí muy dinámica. Hay también una playa urbana montada sobre el margen del canal del antiguo puerto, y en plena ola de calor es una delicia ver y oír los chapuzones y ver a las canoas pasar, con su ocupante en pie haciendo equilibrios y ayudándose de la pala para avanzar. 

También me gusta mucho el centro comercial y financiero moderno en torno a la estación central, es un espacio acogedor y alegre con edificios originales, uno de ellos hasta tiene  una tetera gigante colocada sobre la azotea. El carácter ahorrativo y el sentido práctico de los holandeses se pone de manifiesto en muchos detalles, y en el principal centro comercial hay varios exponentes. Se venden, en un envase y a menor precio, los trozos rotos de las galletas típicas, las stroopwaffles, para aprovechar los excedentes. Y hay un precioso estanque que refleja el techo translúcido, pero es sólo una ilusión óptica porque se trata de una finísima lámina de agua, que requiere menos mantenimiento. En el WC, según la hora y por tanto la afluencia, se cobra diferente. Es decir, que la meada sale más cara cuando hay más cola, y por tanto el operario tiene más trabajo para limpiar.   

Me despido del chalet en Arnhem y de Holanda entera, y atravieso la frontera alemana en un viaje que requiere cuatro trenes distintos. Mi casero ya me había advertido que el sistema ferroviario alemán no funciona bien, y efectivamente tengo algún contratiempo con los retrasos y las horas de espera, pero al fin llego a Hamburgo, que me va a servir de etapa de transición y descanso en mi camino hacia Copenhague. 












Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina...