8.7.25

Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina sus edificaciones tradicionales con otras de arquitectura innovadora. Está limpia, es cómoda y el nivel de vida que puedo alcanzar a ver es muy bueno. No está masificada porque sus habitantes se expanden por un área muy extensa, rodeada de una naturaleza privilegiada que le aporta gran valor paisajístico. El clima es cambiante, se alternan los chaparrones con los ratos soleados, con el aire como única constante. Pero claro, estas ciudades portuarias ya se sabe que son ventosas, vengo de Hamburgo donde pasa lo mismo. 

En Copenhague estoy alojada en un hotel de coste medio-bajo al lado de las vías de la estación, donde hay otros muchos por el estilo. En el mío cada habitación es una cabina, con una ducha a la italiana para ahorrar espacio (con una raqueta para que seques tú misma el suelo tras ducharte) y la mínima expresión de una cocina, pero el caso es que no les falta de nada. Hay siempre mucho ambiente en el lobby con cafetería abierta las 24 horas, y en el lounge veo gente variopinta venida de todas partes. Me cruzo con grupos que turistean y con otros que mantienen reuniones de trabajo. Hay bastantes niños, y se admiten mascotas y estancias a largo plazo. Aunque estamos ya en temporada, aquí no se sienten las apreturas del turismo de masas. Copenhague puede absorber a sus visitantes con aplomo y sin agobios porque tampoco somos multitud. 

En Copenhague he navegado, como todos los turistas, por el canal que separa las dos islas sobre las que se asienta la ciudad (Zealand y Amager). Pero lo he hecho en un ferry del transporte urbano, que sale por el precio de un billete de autobús. Tiene la ventaja de que vas mezclada con los daneses y hay poquísimos turistas. Al subir, el encargado de subir y bajar la pasarela para los viajeros me ve las pintas y dice, La sirenita está en sentido contrario! Le contesto que no me importa porque he venido a pasearme arriba y abajo mientras dure la hora y pico que me garantiza el billete. Me mira y se ríe. Pues vas a tener el tiempo justo, comenta. Debe de pensar que los turistas estamos chiflados, y le doy la razón. Disfruto mucho del trayecto, admirando todos los edificios de las dos orillas. Nunca pensé que podía llegar a gustarme tanto la arquitectura moderna, pero es que estos bloques de viviendas ribereños, algunos muy vanguardistas, tiene un buen gusto y una armonía en las proporciones de las que carecen, en mi personalísima opinión, orillas semejantes como por ejemplo, el Canary Wharf de Londres. En el embarcadero de Nyhvan, el más concurrido, el encargado de la pasarela cuenta los que suben y los que bajan del barco con un contador de mano cuyo  cliqueteo me recuerda a las excursiones del colegio. Debe controlar que los que permanecen a bordo no superan las 80 personas, según la normativa de seguridad del puerto. 

Yo embarco en la biblioteca llamada "El Diamante Negro" y desembarco más de una hora después en la orilla opuesta, en la ópera, tras subir y luego bajar por el cauce. Si la biblioteca por dentro me ha impresionado, la ópera todavía me gusta más. Maravilla de edificios que realizan las actividades que albergan en su interior. 

Copenhague es una ciudad de contrastes: Doy los típicos paseos por los muelles del Nyahavn, donde estaba el antiguo puerto y aún siguen atracados veleros de madera. Las casas pintadas de colores y las terrazas son su marca distintiva para todos los públicos, pero hace siglos esta era una zona canalla de prostitución y delincuencia, porque los muelles concentran todo un submundo. Me acerco al palacio de Amalienborg, 


Notas y anécdotas: 

- De pequeños nos enseñan a no mirar fijo a una persona porque es de mala educación. Pero aquí la gente se te queda mirando. Y me parece que no es porque busquen el contacto visual o verbal, es simplemente que sienten curiosidad. No es una mirada inquisitiva ni recriminatoria, simplemente te observan. No me incomoda, pero me resulta poco familiar. He leído que es un comportamiento habitual en los países del norte, así que lo asumo. Aunque al principio pensaba que era porque había metido la pata en algo, como colocarme en medio del carril bici, que es el pecado más imperdonable que puedes cometer contra la etiqueta escandinava. 

- Los escandinavos hablan inglés perfectamente, con un marcado acento norteamericano. Eso se debe a que desde niños los contenidos audiovisuales que les llegan a través de su TV sin doblaje provienen de EE UU. Los auténticos norteamericanos que hacen turismo o negocios por aquí se deben sentir como en casa porque en casi todas partes les hablan en su jerga coloquial. 

- Investigo superficialmente en internet cuales son los estereotipos de los distintos países nórdicos, y cómo son las relaciones de vecindad entre ellos. Mis averiguaciones no llevan ni método ni rigor, pero doy con un artículo de la BBC comentando un libro titulado "Tierras oscuras: la triste verdad sobre el mito escandinavo", en el que el británico Michael Booth, asentado en Dinamarca, pretende matizar ese lugar común que nos convence de que estas sociedades norteñas son las más avanzadas de la civilización occidental.  Asumimos que aquí reinan la prosperidad, la tolerancia, el progresismo, la amplitud de miras y las buenas condiciones de vida. Leo que Dinamarca y sus países vecinos repiten en las listas de los mejores del mundo para vivir. Según este libro, la otra cara de la moneda es un alto índice de suicidios y de alcoholismo debido a la soledad, problemas de exclusión social y de violencia doméstica, y  

- Tengo la suerte de coincidir con un festival de jazz en Copenhague, que aparte de conciertos en todo tipo de salas y locales, tiene música en vivo en las plazas más concurridas de la ciudad. En estos días he pasado muy buenos ratos escuchando buena música de varios estilos, hay hasta una Big band que casi no cabe en el escenario. Veo, en la placita en torno al ancla al principio del canal Nyhvan, a varias parejas de jóvenes y mayores bailar swim a los sones de un conjunto que toca al estilo bee bop. Llovizna a ratos desde hace horas, pero esta gente está acostumbrada, no les importa mojarse y casi no usan el paraguas. Se van uniendo más y más bailarines hasta que parecen las fiestas de cualquier pueblo. La mayoría sabe lo que se hace y no da un paso en falso, de lo que deduzco que por aquí debe de haber mucha afición a los bailes de salón. 

- En Christiania ya no se crían niños en régimen de comuna, como hace 50 años. Pero hay algunos, correteando o pedaleando por todas partes. Una de estas criaturas comete un error de cálculo, se me acerca demasiado por detrás y estampa su bici contra mí cuando voy caminando por el filo de una calle de terrizo. No me hace daño porque no llevaba velocidad. La peor parte en realidad se la lleva él, porque el movimiento de mis piernas al andar le hace perder el equilibrio, y cae al suelo bajo el peso de la bici. Le recojo, es un niño oriental muy endeblito que no creo que llegue a los siete años. No llora, pero se duele de una rodilla. El pobre me pide perdón apretando los dientes. Le pregunto si se ha hecho daño (pregunta retórica donde las haya) aunque a simple vista creo que se ha rozado un poco la rodilla y eso es todo. Donde están tus padres? Por allí, señala. Tienes que hacer sonar el timbre para avisar a la gente de que vienes por detrás, así aunque no te veamos, nos hacemos a un lado para dejarte pasar. Me mira un poco desconcertado. Le enseño donde está el timbre, y por su expresión me parece que acaba de descubrir lo que es y para qué sirve. Aparece un hermanito más pequeño, y se van los dos rodando la bici para buscar a su madre. Mi mente neurótica empieza a imaginarse que en breve aparecerá una mujer desmelenada en modo mamma italiana, aunque tenga los ojos rasgados. Y que me va a acusar de haberle roto el niño y lesionado la bici, o al revés. Me imagino al corrillo de hippies de la tercera edad a nuestro alrededor. Los posibles testigos del incidente son unos puretas totalmente fumados que no sé si habrán visto algo, pero que dudo que se pongan de mi parte ante el tribunal rastafari, que en mi imaginación me condena a comprarles, en desagravio, las artesanías horrorosas que venden. Siento espanto ante este panorama desolador, así que huyo cobardemente para hacer desaparecer mi presencia de la escena del crimen antes de que la criatura dé la voz de alarma.

- En Odense me paro a leer las cartelas que me informan de anécdotas sobre los lugares donde están colocadas. Me tomo la molestia de traducirlas del danés al español con la ayuda de Miss Google Lens, porque soy una cotilla retomada y porque no tengo otra cosa que hacer. Encuentro una bajo un enorme árbol y junto a una lápida muy gastada y fracturada. El texto se titula "La tumba del soldado español", y el contenido me deja un poco perpleja. 

Se explica que, tras bombardear Copenhague la flota de Nelson, Dinamarca no tuvo otro remedio que aliarse con Napoleón, y este envió sus tropas para luchar contra los ingleses. Hasta Odense llegó la soldadesca francesa y española (estábamos bajo dominio napoleónico) y se acantonaron allí, repartiéndose por distintos edificios de la población y hasta en casas de vecinos. Los lugareños andaban revolucionados con la presencia de tantos forasteros, y hasta el mismísimo Hans Christian Andersen, que era poco más que un bebé, decía recordar a "los extranjeros de piel oscura que hacían ruido en las calles" (los del ruido eran los españoles, seguro). Los posaderos parece que hicieron buenas ganancias en las tabernas, y hasta un espabilado empezó a vender un vocabulario con léxico básico en francés y en español, para que la gente de Odense se pudiera comunicar con los soldados. Pero esta cordialidad forzada y esta convivencia in vino veritas se truncó cuando un hombre, dueño de una destilería, quiso demostrarle a un soldado español el manejo de un fusil, pensando que estaba descargado. Lo que ocurrió puede imaginarse fácilmente: si bebes, no dispares. El destilero fue multado por su error fatal, y al español lo enterraron sus compañeros antes de marcharse. El infortunado se llamaba Don Agustín Mollón, y tanto su enterramiento como la lápida que lo cubre se han conservado hasta nuestros días, tras mover la tumba de sitio durante la expansión de la ciudad. Y a mí lo que me causa asombro de todo esto es el mimo con que se exhibe el objeto de estas largas y prolijas explicaciones. Odense no es ninguna aldea donde nunca haya ocurrido gran cosa, es la tercera ciudad de Dinamarca, con una gran historia y un valioso patrimonio. Cómo es que no ha pasado al olvido esta pequeña historia sin final feliz? Quizá es que después de 200 años aún les sigue remordiendo la conciencia?

- Mientras estoy leyendo la historia de la tumba se me acercan dos mozalbetes, y utilizo este término porque les aplica mucho mejor que la palabra jóvenes, dado lo atildado y acartonado de su aspecto. Son mormones, y ya se sabe lo rancias que resultan sus camisas blancas planchadas, con todos los botones abrochados y una plaquita negra con su nombre en la pechera. Me interpelan en danés, y les digo que soy extranjera. Nosotros también, me señalan en inglés, venimos de EE UU. A continuación se embarcan en la perorata habitual en estos casos, pero yo les saco unos treinta años largos y tengo el manejo de la situación. Muy sonriente les digo que no soy creyente, y que se lo hago saber nada más empezar porque así ahorran su tiempo y de paso el mío. Este discurso lo tengo muy ensayado porque se lo suelto en España a los testigos de Jehová, que me persiguen con cierta frecuencia por la calle. Con ellos funciona a medias, porque algunos  no cejan en su empeño de convertirme y salvar mi alma. Pero estos dos mormones vienen de los USA, donde prima el sentido práctico y el tiempo es oro. Me agradecen la sinceridad y me invitan a visitar su iglesia si es que siento curiosidad. Les respondo que sí que tengo curiosidad, pero por otra cosa: aparte de lo que están haciendo ahora, están aprovechando su estancia en Dinamarca para estudiar, o hacer algo más? Niegan con la cabeza. 

Nos despedimos tan amigos, pero me quedo con una sensación de lástima. Estos chicos me han comentado que llevan dos años en Dinamarca, y están todavía en edad universitaria. Los mormones les han traído hasta el otro lado del océano, pero les niegan la oportunidad de aprovechar la experiencia en su propio provecho como hacen otros jóvenes, ya sea estudiando, trabajando, viajando, conociendo gente diversa, divirtiéndose... En fin, que les han robado su juventud esos santos de los últimos días que nunca aparecen para tocar la trompeta del juicio final, que por cierto en sus templos es de oro macizo.

- En la pequeña isla de Slotsholmen, donde está el complejo palaciego de Christianborg, hay una serie de paneles con fotografías, frente a la maravillosa Biblioteca Real. Cuentan la historia del antes, durante y después de la ocupación nazi, que se produjo cuando  Dinamarca firmó un pacto de no agresión con el Tercer Reich que los nazis no respetaron. Yo había oído que el rey Christian X se había negado a ser el títere de Hitler y que hasta se enfrentó a este, diciéndole que si los judíos debían llevar una estrella de David en la manga, entonces todos los daneses, incluida la familia real, debían portarla también, porque los judíos de su país eran tan ciudadanos como cualquiera. Pero en estos paneles me entero de muchas más cosas: Christian X se paseaba a diario a caballo por Copenhague portando una bandera danesa, paseos que se convirtieron en un símbolo de la resistencia y la desobediencia contra el invasor, y que dieron mucha moral a los ciudadanos. Los nazis represaliaron a la población cortando el agua y la luz, y encarcelando y fusilando personas. 

Yo no sabía que Dinamarca fue el único país donde no se formaron guetos ni se deportó a los judíos, sino que la mayoría de daneses les escondieron, y en muchos casos se les intentó proteger llevándoles a la vecina Suecia, que era neutral. Cuando el Tercer Reich perdió la guerra, por un tiempo los británicos seguían bombardeando el territorio ocupado, y para salvaguardar la seguridad de los judíos evacuados, los pilotos aliados pidieron que se pintaran los autobuses de la Cruz Roja sueca de color blanco con una cruz roja bien visible, y así evitar hacer fuego amigo y dispararles por error. 

Dinamarca, al haber evitado ser bombardeada, no tuvo que reconstruirse, y eso le permitió una recuperación más rápida en la posguerra. He podido ver algunos barrios de los años cincuenta y desde luego son estupendos, mucho mejores que los de la misma época en España. 

- Hablando de bombas, saco a relucir que los efectos de algo que comí en Amsterdam y no me sentó bien se han venido conmigo, como compañeros fieles de viaje, por territorio holandés, alemán y danés. No es nada serio ni mucho menos, pero digamos que mi tripa es la caja de los truenos, y dejemos el resto a la imaginación. Menos mal que en todos estos lugares encuentro fácilmente WCs (de pago) que me solucionan el conflicto y me permiten dosificar a conveniencia el reparto de mi huella biológica por toda Europa. Estoy mayor.

- Los niños no me gustan. Son muy pesados, no se están quietos y no se cansan jamás de llamar la atención y de hacer ruido todo el tiempo. Y si son niños consentidos, me pongo en modo Herodes. Me topo con niños españoles en la catedral luterana de Roskilde, primer gótico escandinavo y patrimonio de la UNESCO, además de ser un monumento importante para los daneses porque ahí están enterrados 40 reyes y reinas. Se cobra la entrada porque es un real sitio, y se sobreentiende que hay que permanecer allí en actitud respetuosa, pero de todos modos un cartel te recuerda que estás en un lugar de culto y ruega silencio. En total hay unas mil tumbas en el recinto, muchas de ellas en el suelo que pisamos. Pues bien, la niña de una familia española, a la que calculo unos diez años, decide jugar a la rayuela saltando de tumba en tumba, y gritando a voz en cuello: Este se muriooó! Y este también se muriooó!! Los papás, que son treintañeros, la miran con total indiferencia, como si no fuera suya y no la conocieran de nada. Por supuesto ni se les pasa por la cabeza decirle que pare. El hermanito es el único que parece algo agobiado, y no me extraña, porque su hermana tiene una coloratura digna de una soprano, y su cántico lúdico-fúnebre resuena en la nave central con la potencia de los mejores coros de Haendel. Yo con los años me he convertido en una reñidora de niños casi profesional, una Señorita Rottenmeier con gafas redondas aunque sin moño. Me entran tentaciones de encararme con la sopranito esta, pero ay...  esos papás que tiene parece que son sordos, pero mudos desde luego no se iban a quedar ante mis protestas, y entre todos íbamos a montar en este recinto sagrado un griterío hispánico aún peor. Así que me muerdo la lengua, y menos mal, porque luego coincido con esta misma familia en el tren de vuelta. Divino tesorito. 







5.7.25

Llego a Hamburgo con retraso, después de bajarme en las afueras, en la estación anterior a la central, porque me he debido despistar al sacar el billete y este no cubre hasta el término. No importa, cojo otro tren que cubra los 13 minutos de trayecto restantes, porque con la app de Interrail se pueden sacar los billetes sobre la marcha. El asunto es que los trenes que van al centro llevan un retraso considerable, y voy por los andenes como alma en pena, porque la información es un poco caótica. Me cuelo en el primer tren que veo pasar por fin, sin tiempo para leer las pantallas. Me subo a un vagón muy elegante que resulta ser de primera clase. Ruedo a Doña Resilia por el pasillo hasta segunda clase, pero allí los pasajeros son igual de glamourosos, leen la prensa en papel con gafas de diseño, hablan susurrando, y junto a uno de ellos veo un cello enfundado y apoyado en la pared. El colmo del culturetismo... Y entonces mi imaginación neurótica se pone a rodar, y se figura que estos alemanes del norte, con la fama que tienen de serios y concienzudos, al bajarme del tren seguro que me van a controlar el billete en la canceladora, y no les van a cuadrar los datos porque voy en un tren del que no tengo billete, y vete a saber qué bronca me arman por mucho que me haga la despistada... Para cambiar mi billete en la app necesito averiguar de dónde salió este tren, pero las pantallas omiten ese dato, y no es cuestión de preguntárselo a esta gente tan fina y tan intelectual, que seguro que han leído a Freud y a Jung y me van a considerar una demente, o una okupa-polizonte o ambas cosas, con mi magullada Resilia y mi arrugado modelito low cost, marca doble-P (Primark/Pepco).  Mirando los horarios de los trenes, Miss Google me sopla que el tren viene desde Múnich. Todo explicado, proceden de la rica Baviera, donde atan los perros con longaniz... con salchichas Weisswurst! Al final, mi táctica de detective sabueso se revela que ha sido en vano, porque nadie me pide el código QR del billete, ni hay canceladoras, ni nada de nada. Me podía haber ahorrado el momento pánico, pero yo soy así de sufridora.

Nada más bajar y salir de la estación, puedo observar el contraste del paisanaje respecto al de los Países Bajos (el paisaje sí que ha sido el mismo durante el viaje: llanuras inmensas muy verdes bordeadas de árboles, y muchas vacas pastando felices en ese paraíso natural). Este paisanaje germánico de Hamburgo es muy ecléctico, hay muchos alemanes locales y muchos con origen en otros continentes. Veo población de muchas razas diversas, y bastantes familias mixtas con niños. 

Ya se sabe que alrededor de las estaciones suele haber una miscelánea de personas de todo tipo y condición, pero nunca falta un porcentaje de personas marginales, que ahora llamamos en riesgo de exclusión social. Pues bien, los excluidos sociales de la estación central de Hamburgo están mucho más excluídos que en otros sitios similares, y tras la hora del cierre de comercios, la verdad es que dan bastante aprensión. Mi hotelito barato se sitúa justo en la calle fronteriza entre el universo mugriento y maloliente de estos desgraciados y unas calles normales y corrientes. Así que me aprendo rápidamente el recorrido del gran rodeo que debo dar para llegar a los lugares que en realidad tengo a dos pasos. Malditas drogas que envenenan cuerpos y destruyen mentes. 

Hamburgo es una ciudad que en los últimos tiempos se ha puesto de moda como destino turístico, con fama de ser la más bonita de Alemania. Tras haberla visitado, mi opinión personalísima es que efectivamente cuenta con muchos lugares de gran belleza, pero no comparto el entusiasmo general, que me parece más fruto de una operación de marketing que otra cosa. Por supuesto que se trata de una gran urbe industrial muy cosmopolita y que tiene mucho que ofrecer al visitante, pero el cartelito de "la más bonita de Alemania" yo no sé lo colgaría cuando en el mismo país están Heidelberg (de las pocas localidades que están intactas porque se libró de ser bombardeada por los aliados), Munich, Nuremberg, Friburgo, Lübeck, Rottemburgo, Bremen y supongo que muchas otras que en mi ignorancia no he oído nunca nombrar. Me parece que, de entre las grandes urbes alemanas, el puerto de Hamburgo necesitaba recibir su cuota de negocio turístico... y como es natural se ha hecho publicidad para no quedarse atrás en los circuitos, y cotizar al alza en la industria del ramo. Lo que me parece muy respetable y acertado. Pero exagerado también me lo parece. 

Aún así, me ha gustado recorrer Hamburgo, aunque lamentablemente las obras me han impedido hacerlo con soltura. Yo no sé por qué Europa entera está en obras a la vez, en toda ciudad de todo país, me da que pensar. Quizá los alcaldes saben que los fondos de la UE van a desaparecer y han solicitado subvenciones todos a un tiempo, antes de que se agoten? Misterios sin resolver. Mis anotaciones sin orden ni concierto sobre mis pasos por Hamburgo, a continuación:

- Pese a haber quedado mermado en la guerra, por su patrimonio se nota que está ciudad siempre ha sido rica. Poderío hanseático, porque Hamburgo formó parte de la Liga Hanseática para el comercio fluvial y marítimo en la Edad Media, y ahí comenzó su pujanza económica. 

- La zona más llamativa y original que tiene Hamburgo es sin duda la de los almacenes del puerto sobre el río Elba, llamada Speicherstadt. Leo en las cartelas que el antiguo puerto se expandió en el s. XIX con estatus de puerto franco, y cuando los armadores enriquecidos aprovecharon para construir una zona conveniente para su negocio, ya de paso la dotaron de gran valor arquitectónico, para fardar. Son unos canales bordeados por magníficos edificios industriales Art Nouveau de ladrillo rojo, sustentados por pilotes de madera, formando una fachada compacta hasta donde alcanza la vista. Estos canales están cruzados por multitud de puentes (en total hay más de dos mil en Hamburgo), a cual más bonito, franqueados por estatuas que conmemoran los personajes míticos de la historia de la ciudad. En los bajos de estos maravillosos edificios veo algunas tiendas de anticuarios, y hay cafés con terrazas a lo largo de los canales. Coincido con unos recién casados que se están fotografiando, ellos y sus invitados, en las escaleras metálicas que conectan las partes del complejo. Bonitas fotos van a tener de recuerdo, porque el marco verdaderamente es incomparable, patrimonio de la UNESCO por ser el distrito de almacenes portuarios más grande del mundo. Wircklich Wunderbar.

- El ayuntamiento lo coloco en segundo lugar de los lugares más bellos y más impresionantes de Hamburgo. Es un ejemplo del estilo fantasioso-historicista de finales del s. XIX, inspirado en el renacimiento local  y construido a lo grande, y cuando digo grande es que sus dimensiones casi no caben en la foto. Pero aunque no sea renacentista del renacimiento fetén, qué bonito es! Todos sus detalles son dignos de dedicarles un buen rato de contemplación, aunque lo que es un gozo para la vista termina resultando un poco perjudicial para las cervicales, tan en lo alto quedan los remates de los ventanales, las estatuas que coronan los tejados y la torre con su carrillón. Leo que se construyó tras la victoria en la guerra franco-prusiana, cuando el gobierno local estaba muy subidito de moral. Se refleja en el aire de triunfo y esplendor del edificio. Diga usted que sí, que hay que aprovechar y celebrar los buenos tiempos mientras duren... Pero el ardor guerrero tiene doble filo. Poco imaginaba aquella gente que con el tiempo Hamburgo sería bombardeado y amplias zonas de la ciudad quedarían arrasadas, las riqueza mermada, y la moral humillada. Haberse adherido con tanto entusiasmo al Tercer Reich (el Gau) es lo que tiene. Ochenta años después de les ve totalmente recuperados, eso sí. Y muy partidarios del pacifismo, también. 

- Hamburgo cuenta con muchas iglesias de varias denominaciones, con altas torres marronáceas de distintas formas que me resultan originales por lo poco habituada que estoy a este estilo germánico. Pero en la que me encuentro algo original también en el interior es en Saint Katharinen, donde me topo con una instalación del británico Luke Jerram. Al entrar, una señora muy amable me avisa de que va a empezar un concierto de órgano. Lo que no me advierte es que la música mece un gigantesco globo terráqueo que cuelga del techo de la (única) nave, girando lentamente. Es la reproducción exacta de nuestro planeta mapeado desde el espacio por la NASA. Hay sacos-puff por el suelo para tumbarte y sentir que literalmente se te cae el mundo encima. Pero yo prefiero verlo cómodamente sentada en una silla, convencional que es una. El órgano es magnífico, y el concertista superior. Pero lo que más eleva mi espíritu de toda la experiencia es que la iglesia cuenta con unos WC públicos que me vienen divinamente (excuse the pun). 

- Las principales calles comerciales, donde se encuentra todo el ocio de Hamburgo son amplias, hermosas y bordeadas de algunos grandes edificios Art Nouveau muy bonitos. Pero carecen de animación, es decir, la gente que camina entre las tiendas y cafeterías etc lo hace con expresión seria y algunos con cara de preocupación. Por la noche, en los lugares de ocio, los jóvenes y no tan jóvenes se muestran más expansivos y alegres, pero sin estridencias. La impresión que me llevo es que aquí la gente se comunica con sordina. He leído que los alemanes del norte son amables y corteses, pero muy reservados y cautelosos, y que aquí cuesta entablar relaciones de amistad, aunque para cuando lo consigues obtienes amigos fieles para toda la vida. Ignoro si se trata de un tópico o si es un cliché basado en hechos reales, pero el contraste de la gente que veo por la calle en Hamburgo con la que me he dejado atrás en Holanda es ciertamente muy llamativo.  

- La gran belleza de esta ciudad es sin duda sus lagos artificiales, el Alster y Binnenalster. El de menor tamaño está integrado en el centro, y tiene un gran surtidor que suelta espuma de agua, debido al intenso viento (leo que en esta ciudad siempre hace mucho viento, y no cálido precisamente). En una de las orillas hay bares en forma de barcos atracados con terraza en cubierta. Y mucha gente se sienta en la orilla con su picnic y/o bebida para cenar viendo la puesta de sol. Exactamente lo mismo se encuentra en el lago mayor, pero bordeado de un parque con hermosos árboles y con un club de remo donde la gente practica su deporte favorito, observada por otra gente vestida al estilo de cualquier boutique pija de la calle Serrano de Madrid, sección naútica. Los que aparcan allí sus bicis llevan ropita de la sección ciclismo. Y la gente que pasea pero no pertenece al club viste de pueblo llano. Los tipos físicos de por aquí también son muy distintos a los que he visto en Holanda, digamos que mis ojos se habían malacostumbrado a ver mucha gente atractiva físicamente, y ahora sufren síndrome de abstinencia. Pero mis paseos por esta zona no pueden ser más agradables, pese a la ventolera. 

- Paso por la casa donde vivía Otto Meissner, el editor que se atrevió a publicar El Capital de Carl Marx a mediados del s. XIX. Valor torero el de este hombre, que además preparó una edición más barata para que la pudieran costear los obreros. Al proletariado lúmpen de la época me lo figuro casi analfabeto, y me pregunto si entenderían algo, o necesitarían que algún proto-sindicalista les glosara lo que pone el libro en cuestión. Yo nunca lo he leído, pero sospecho que aunque te vaya la vida en ello no vas a encontrar lo que se dice amena su lectura. 

- Me entero demasiado tarde de que hay un barrio llamado "de las escaleras", el Treppenviertel, que merece una visita porque son villas antiguas construidas en una ladera, a las que solo se puede acceder subiendo sus correspondientes escalinatas. No me da tiempo a acercarme y es una pena, pero sospecho que mis rodillas se alegran en secreto. 

- Dejo Hamburgo atrás a los dos días, y me doy un tremendo madrugón para coger el tren que tras cuatro horas y media me dejará en Copenhague. En algunos trenes es obligatorio reservar plaza, y en este no había otro horario disponible que no fuera el de las 7am. Me informan en el mostrador de la estación que cuando llegan las vacaciones muchos alemanes optan por cruzar a Dinamarca, y efectivamente, en el tren voy rodeada de grandes grupos de jóvenes senderistas, boy & girl scouts y familias que van hacer camping. Durante el trayecto, el tren para en la frontera danesa, y se nos advierte por megafonía que tengamos preparado el pasaporte por si nos lo requiere la policía. Un soldado y tres policías recorren los vagones, y luego reanudamos la marcha. Me extraña este procedimiento entre dos países de pleno derecho de la UE, yo que he cruzado en tren la frontera "blanda" entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte (Reino Unido) del tirón, sin que ocurriera nada semejante. Me informo por Miss Google y me entero de que Dinamarca hace algunos años endureció y reforzó su política fronteriza, para evitar los trapicheos que se habían convertido en habituales. Esto provocó una queja formal de Alemania en Bruselas, y la UE recriminó a Dinamarca su actitud para con otro estado miembro, pero sin consecuencias. Bueno sí, que el gobierno alemán amenazó con hacer campaña para que sus ciudadanos vacacionaran en Polonia en vez de en Dinamarca. Pero mi tren abarrotado es un ejemplo de que a los alemanes amantes de la naturaleza les gusta cruzar la misma frontera de siempre, con o sin pasaporte. 

Me hace gracia un pequeño detalle: en la frontera, el maquinista y el revisor alemanes del tren son sustituidos por sus colegas daneses, y nos vuelven a revisar el billete. Cuando llegamos a Copenhague, con algún retraso, por megafonía recalcan varias veces que se debe a problemas técnicos del lado alemán. No dudo que sea cierto, pero la insistencia me hace pensar que los vecinos ya se sabe, tienen sus resquemores y sus rencillas... 






Paso tres noches en Arnhem, cerca ya de la frontera con Alemania, porque he agotado mi tiempo en Amsterdam sin alejarme de la misma zona, y quiero explorar otras ciudades de Países Bajos. Dado que los precios de Amsterdam son de los más caros que he encontrado en todo el viaje, decido buscar un lugar menos turístico que me sirva de base para mis recorridos. Arnhem es ideal para este propósito, porque se puede llegar fácilmente a Utrecht y La Haya desde allí, y luego cruzar la frontera y proseguir camino hacia Hamburgo para continuar con la siguiente etapa, Copenhague. 

- En Arnhem me alojo en una urbanización algo alejada del centro, en un chalet particular con su dueño dentro. Pero yo duermo en un pequeño pabellón del jardín, un estudio para invitados que cuenta con todo lo que pueda necesitar, incluida una lavadora a la que casi casi le doy un beso cuando la veo. Además, al lado de mi estudio hay un agradable rincón con suelo de gravilla y muebles de jardín bajo una pérgola, un espacio que ahora todos llamamos chill-out pero que antes era un porche de toda la vida. 

Mi anfitrión es muy amable y tiene mucho mundo, se nota que está acostumbrado a tratar con todo tipo de gente. Debe de tener más o menos mi edad. Se aburre un poco, y tenemos largas conversaciones cuando vuelvo a casa y le cuento mis aventuras del día. Me cuenta que siempre ha trabajado en recursos humanos y con el tiempo llegó a tener su propia empresa de empleo, pero anhelaba un cambio de vida y terminó por dejarlo. Ahora vive a caballo entre su país y algunos países asiáticos, y se ha convertido en un nómada digital a tiempo parcial para procurarse libertad de movimientos. Alquila parte de su casa a expatriados desplazados por sus empresas durante varios meses. No le debe ir nada mal, porque la urbanización es de categoría. Está rideada de campo y junto a un río y cuenta con un parque infantil muy cuco con instalaciones de madera, donde un cabra muy aseada convive en aparente paz y armonía con los niños. 

Claro que en toda esta zona el nivel de vida es estupendo, y la propia ciudad de Arnhem lo atestigua. Está situada entre dos ríos, y del tráfico fluvial proviene su riqueza desde la Edad Media. Aparte de su próspero pasado, en el s. XIX se convirtió en un lugar de moda como lugar de residencia de ricos plantadores de azúcar venidos de las colonias. Pero la Segunda Guerra Mundial arrasó la ciudad. Los nazis construyeron un campo de concentración en las afueras. Y el puente sobre el río Nederrijn, hoy lugar de paseo donde hay dos playas fluviales, fue muy disputado entre el ejército aliado y el del Tercer Reich. Los soldados polacos abandonaron la misión, pero los británicos no cejaron e intentaron defenderlo sin conseguirlo del todo, porque los paracaídas habían caído demasiado lejos del objetivo a cubrir. La hazaña se cuenta en la película "Un puente lejano", y hay un museo sobre la guerra en las afueras, que me paso por alto. 

El casco histórico logró conservar algunos bellos edificios originales, entre los que destaca el ayuntamiento, un palacio renacentista llamado "la casa de los demonios", porque estos malignos personajes sujetan las cornisas. También tiene una sala de conciertos llamada Musis Sacrum que es todo un ejemplo del entusiasmo arquitectónico de otras épocas más glamourosas.

- Desde Arnhem voy en tren hasta La Haya, capital administrativa de facto, donde hay una temperatura de 32°C con alta humedad. La ola de calor me impide disfrutar de la ciudad como hubiera querido, porque debo sentarme a descansar casa dos por tres. Pierdo la cuenta de todos los botes de bebidas que consumo, entre cafés, refrescos y bebidas isotónicas. En Holanda venden un agua embotellada con un complejo vitamínico muy completo, y se convierte en mi bebida preferida. Pero no doy mucho de mí, arrastro cuerpo y alma por esas calles, y a pesar del sol radiante, me instalo en la niebla cognitiva. Para empezar, soy incapaz de encontrar la oficina de turismo. Toda la ciudad parece estar en obras, y por algunos tramos no se puede pasar sin arriesgarse a que te enganche una bicicleta. Miss Google y yo no nos entendemos, y repito el mismo recorrido varias veces seguidas. Los parroquianos de las terrazas ya empiezan a reconocerme como una presencia familiar en sus vidas. Llega un momento en que me siento en el bordillo de una acera, en el parque frente al Binnenhof, uno de los centros administrativos de esta ciudad cuajada de ellos. Me voy sentando en los bancos de las plazas, en las cafeterías, en donde pillo. Cuando pasan las horas centrales del día consigo revivir un poco, y hago un recorrido por lo esencial. Lo que más me gusta, como siempre, es el ambientillo, y lo encuentro en la plaza del Plein y en Buitenhof. Veo frente al palacio del Noordeinde, uno de los que usa la familia real, una estatua ecuestre de Guillermo I, primer rey de los Países Bajos. Y en la placita de detrás, se encuentra como por casualidad un monumento a la reina Wilhemina. No ha tenido suerte esta reina con sus estatuas, porque esta es aún peor que la de Amsterdam: la representa como un bulto informe pero muy regordete. 

Veo desde la verja el Palacio de la Paz, construido a este efecto tras la Primera Guerra Mundial y donde se aloja, entre otros organismos, el Tribunal de Justicia que tanto sale en los telediarios. Junto a la verja hay una llama eternamente encendida con un letrero que nos insta a pedir por la paz. La Haya casi no tiene canales porque fueron desecados en la expansión de la ciudad. 

A la vuelta de La Haya, mi tren tiene que parar en el aeropuerto, porque el intenso calor le ha provocado una avería. Nos desalojan al andén, donde esperamos unos tres cuartos de hora hasta el siguiente tren, informados en todo momento por la pantalla y por megafonía sobre la situación. Las comparaciones son odiosas y me las guardo. Pero no todo es eficiencia en los ferrocarriles holandeses. Me he librado de una huelga del sector que ha habido unas semanas antes de llegar yo, y mi casero me informa de que las magníficas y modernas estaciones provocaron quejas en su día, por ser un dispendio desproporcionado. 

- Al día siguiente voy a Utrecht. Pese a que hay 36°C de temperatura, corre el aire y lo soporto mejor. La ciudad me gusta mucho, le encuentro un atractivo que no supe ver en La Haya. En Utrecht se han firmado tratados importantes en la historia, entre ellos el que certificó la unión de los territorios de lo que con el tiempo serían los Países Bajos. También se firmó aquí el tratado que puso fin a la Guerra de Sucesión española y colocó a los Borbones franceses en el trono. Con esa firma perdimos la hegemonía del comercio maritimo, los territorios de la actual Bélgica, y numerosas posesiones en Italia, además de Gibraltar y Menorca. Sólo conseguimos recuperar esta última de manos de los ingleses, pero para entonces ya nos habían tomado la delantera en eso de los imperios, porque dominaban los mares de una forma un poco ejem, ejem. 

Utrecht ha sido desde siempre el centro religioso de Holanda, formó parte de la Reforma protestante y aun hoy se encuentran allí templos de todas las denominaciones. Entro en una iglesia luterana, y a dos señores que hay allí acogiendo al que llega les explico que nunca había estado en una, y que es sólo la curiosidad la que me mueve. Se muestran encantadores conmigo, me explican que Utrecht es sede episcopal católica pero que hay muchas iglesias de las diferentes ramas del protestantismo. Me dirigen al templo católico de de Sta Catharinakatedraal, y a otros templos protestantes donde me pueden ofrecer una taza de café o té. Me regalan un plano con un recorrido, pero el intenso calor sólo me permite acercarme a un templo bautista y a otro menonita. Busco las ocho diferencias, como en los pasatiempos de la prensa escrita. 

La torre de la catedral de Utrecht es la más alta de Holanda, y a su alrededor bulle toda la vida ciudadana. Los canales aquí tienen una curiosa configuración a dos niveles, el de la calle y otro a la altura de la superficie del agua, que antiguamente servía de muelle. Ahí abajo hay bancos, bares con terraza y hasta pequeñas viviendas. El canal principal se llama Oudegracht, y concentra toda la animación de una ciudad ya de por sí muy dinámica. Hay también una playa urbana montada sobre el margen del canal del antiguo puerto, y en plena ola de calor es una delicia ver y oír los chapuzones y ver a las canoas pasar, con su ocupante en pie haciendo equilibrios y ayudándose de la pala para avanzar. 

También me gusta mucho el centro comercial y financiero moderno en torno a la estación central, es un espacio acogedor y alegre con edificios originales, uno de ellos hasta tiene  una tetera gigante colocada sobre la azotea. El carácter ahorrativo y el sentido práctico de los holandeses se pone de manifiesto en muchos detalles, y en el principal centro comercial hay varios exponentes. Se venden, en un envase y a menor precio, los trozos rotos de las galletas típicas, las stroopwaffles, para aprovechar los excedentes. Y hay un precioso estanque que refleja el techo translúcido, pero es sólo una ilusión óptica porque se trata de una finísima lámina de agua, que requiere menos mantenimiento. En el WC, según la hora y por tanto la afluencia, se cobra diferente. Es decir, que la meada sale más cara cuando hay más cola, y por tanto el operario tiene más trabajo para limpiar.   

Me despido del chalet en Arnhem y de Holanda entera, y atravieso la frontera alemana en un viaje que requiere cuatro trenes distintos. Mi casero ya me había advertido que el sistema ferroviario alemán no funciona bien, y efectivamente tengo algún contratiempo con los retrasos y las horas de espera, pero al fin llego a Hamburgo, que me va a servir de etapa de transición y descanso en mi camino hacia Copenhague. 












30.6.25

En todos los meses que llevo viajando me he encontrado en lugares donde estaba muy a gusto, otros que me han sorprendido gratamente, algunos que me han entusiasmado, y unos cuantos a los que quiero volver en cuanto me sea posible. Pero cuando me preguntaba a mí misma, "Mi misma, te quedarías aquí un año entero?", mí misma me respondía, "Tanto?". En Amsterdam, la respuesta ha sido "De verdad hay que marcharse?". 

Esta mañana me marcho, y no quiero irme. El único motivo que me impulsa a continuar el viaje es que no creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta de visitar de corrido los países que aún están en mi lista, y a estas alturas no voy a renunciar a mi sueño se vagabundear de un lugar a otro durante un año sabático. Pero me he estado planteando pasar en Amsterdam o alrededores una larga temporada en un futuro, de hecho hasta he mirado el precio de los alquileres en el barrio de De Pijp, y he consultado un par de casas a la venta en el caso antiguo de Haarlem. Fantasías húmedas que me alcanzan cuando voy huyendo de la realidad a toda carrera. 

Había reservado cinco noches de hotel en Amsterdam, con la intención de dedicar un par de días a revisitar la ciudad (ya había estado aquí de adolescente) y luego coger trenes para pasar un día entero en Haarlem, La Haya, Utrecht (Rotterdam lo descarto porque desde ahí cogí un ferry a Inglaterra en mi anterior viaje, y puede que haga lo mismo en este). 

Pues bien, he dedicado casi todo el tiempo disponible a la ciudad de Amsterdam porque no he sido capaz de alejarme, y sólo me he aventurado un poco por los alrededores (Haarlem, Zandvoort, Volendam, Edam). De modo que, para ver un poco el resto de Holanda, a partir de hoy me alojo en la ciudad de Arnhem, casi en la frontera con Alemania. Allí los precios no son tan prohibitivos como en Amsterdam, y al ser este un país pequeño, las distancias de los recorridos en tren no varían demasiado.  

Pero el hecho es que aunque tengo a mis Resilias ya empaquetadas y el billete de tren reservado para dentro de un rato, no me quiero marchar. Hay una vocecilla perversa, infantilona, que insiste en que me quede por aquí hasta gastar todas las hojas del calendario y reventar la tarjeta de crédito. "No te vayas, no te vayas" me dice la muy ca...riñosa. Menos mal que soy bastante cerebral, pese a que al estrógeno menopáusico le gusta juguetear conmigo. He hecho muy pocas cosas espontáneas en mi vida, soy como Katherine Hepburn en "Locuras de verano": me dejo tentar por las excentricidades, pero nunca permito que la posibilidad de cometer una imprudencia me complique la existencia.   

Pero estoy convencida de que, cuando sea más vieja y me vaya volviendo más y más aniñada, me arrepentiré de no haberme quedado a vivir en Amsterdam una temporada larga. Esta ciudad lo tiene todo, o al menos todo lo que a mí me gusta. Es muy, muy bonita. Hay una enorme oferta de iniciativas culturales de todo tipo y para todos los gustos. El calor en verano es soportable (imagino que en invierno hará un frío húmedo espantoso). Se respetan las normas de cortesía, esas pequeñas hipocresías en vías de extinción pero que hacen tan cómoda la convivencia. Está aceptablemente limpia (menos el fin de semana), y a simple vista parece que bastante bien gestionada. Goza de amplias libertades, pero hasta un cierto punto razonable. Es cosmopolita, pero sin haber perdido su fuerte personalidad. Su tamaño es muy abarcable y el terreno es llano, con lo que se puede llegar cómodamente andando a todas partes, y hasta tiene un ferry gratuito para cruzar el canal hacia los barrios más alejados, al norte. La mezcolanza de personas que caminan o pedalean por sus calles incluye casi toda la diversidad humana. La atmósfera es animada, distendida, abierta y optimista. 

Su melting pot es fascinante para una urbe que no es de gran tamaño: aparte de la población autóctona, la habita una mezcla de razas y culturas muy diversa, procedente de las antiguas colonias holandesas en el Caribe, África y Asia (los turistas, estudiantes, nómadas digitales y expatriados venimos desde los cinco continentes, pero no lo sumo porque somos población flotante). Sin contar su área metropolitana, Ámsterdam roza el millón de habitantes, pero quitando las zonas turísticas  más concurridas, el resto de la ciudad no resulta nada agobiante, hay muchas calles céntricas bastante silenciosas y hasta solitarias. Muchos barrios que rodean el meollo monumental gozan de un ritmo de vida envidiable:  la simbiosis perfecta entre la privacidad y la convivencia con el vecindario, la tranquilidad y la animación, la cercanía a todos los comercios y servicios, pero sin perder la sensación de vivir en un pueblecito que ha retrocedido mágicamente en el tiempo y aún está instalado una época más afable y menos exigente. Esta gente ha sabido conservar lo mejor de un modo de vida a escala humana, con los valores de antaño, pero al mismo tiempo han sabido aprovechar, para bien y para mal, todo lo que el progreso puede aportar, y le han incorporado a su día día día los adelantos técnicos y sociales, incluidos los que convierten nuestra vida actual en ese infierno de comodidades a medida de los insociables, entre los que me cuento. Ámsterdam es una ciudad en la que la gente no te interpela si no les das pie, pero en donde la conversación educada es bienvenida. Si no te apetece hablar con nadie, puedes hacer de todo tocando una pantalla con el dedo (y pasando la tarjeta de crédito, of course). Pero si tienes un día en que te apetece el contacto humano y buscas palique o algo más, bastante más, mucho más que eso, también te lo proporciona con relativa facilidad. Aquí la gente es abierta, asequible, tolerante, y la mayoría están relajados y de buen humor. La mentalidad de la ciudad es liberal, progresista, mundana, y eso se refleja en el talante de sus habitantes. Practicamente todo el mundo habla inglés, muy bien además, pero no es sólo ese detalle el que facilita la comunicación: es que el entendimiento es fluido cuando las personas están acostumbradas a cohabitar con la diversidad, la aceptan y saben valorarla. Este es el paraíso de los apátridas, los nómadas, los descreídos, los bohemios y los introvertidos-extrovertidos. Siempre que tengan fondos suficientes en su cuenta corriente, tampoco nos engañemos. No todo es armonía, bienestar y paz social, naturalmente. He presenciado discusiones y hasta broncas callejeras que comentaré más adelante.  

En este sesudo análisis que me dicta la experiencia de unos pocos días en Ámsterdam, y que interpretan a dos manos mis hormonas y mi capricho imposible, sólo le encuentro a Ámsterdam dos defectos insalvables, que me rebajan un tanto el entusiasmo. Me he cruzado con unas cuantas ratas bien grandes en todo tipo de barrios (ay, tanta agüita en los canales, tantas casitas viejas, tantas bolsitas de basura por las aceras, tanto calorcito). Y luego están las bicicletas, mamma mia. Los ciclistas a toda velocidad tienen preferencia sobre todo y sobre todos. Y a las bicis que una vez aparcadas invaden el espacio vital hay que admirarlas, venerarlas, idolatrarlas. Respeto la prioridad, más que nada porque no puedo ignorarla sin peligro de mi integridad. Y de verdad que intento quitarme de en medio porque una de mis máximas es no estorbar, pero también porque quiero volver a España con los huesos intactos. Sin embargo me lo ponen muy difícil, para empezar los ciclistas aquí son multitud, cada carril de cada avenida parece la manifestación del día de la bici en Madrid. Y luego, no siempre me resulta evidente la señalización que diferencia por donde pasamos los peatones, y tengo tendencia a ponerme en medio, como el jueves. Me he llevado un par de regañinas de ciclistas, pero a favor de los holandeses debo decir que la mayoría no dice nada, sólo me miran, tampoco con malos modos, y eso es todo. Pero si ya estoy hasta el alma de las bicis en sólo cuatro días y medio, no sé qué haría si me quedara más tiempo...  insertarme otro par de ojos en el cogote, supongo.  En cuanto a las ratas... ay, ay, ay, tendría que cerrar los ojos y aún así hay cosas que, una vez vistas, ya no puedes olvidar. 

Por último y para compensar, nombraré otras dos cosas de esas que no son imprescindibles, pero que hacen la vida más placentera. En Amsterdam hay sentido del humor. Se nota en muchos detalles, sobre todo en los carteles de todo tipo que te encuentras por la calle (en inglés, es una ciudad casi bilingüe). Las pocas interacciones que he tenido aquí siempre han estado salpicadas de humorismo. La otra cosa es que aquí abunda la gente guapa. Hay muchas personas muy atractivas físicamente de cualquier raza, edad, sexo y condición. Yo no sé si lo da la dieta, el buen nivel de vida general, o se debe a que los genes de sus ancestros estaban bendecidos por la Madre Naturaleza. El caso es que es un aliciente más que sumar a la larga lista de ventajas. La lista de inconvenientes crecería tras una estancia más larga, estoy convencida. Pero como no me ha dado tiempo a experimentarlos, en mi libro de notas ganan por mayoría los puntos positivos.  

A Ámsterdam la llaman LA Venecia del Norte (por antonomasia). Y yo digo, qué más quisiera Venecia. La Serenísima es una de las joyas de Europa, una de las grandes bellezas urbanas del mundo entero, no tiene igual... pero no deja de ser un esplendoroso museo al aire libre, donde hay muy pocos vecindarios al uso, porque los venecianos están agolpados en el último reducto del Cannareggio, y como la mayoría no cabe, en realidad viven en la cercana cuidad de Mestre. No se trata solamente de que la invasión del turismo de masas ha hecho imposible hacer vida en la propia Venecia. Es que la configuración misma de la ciudad está constreñida a una época ya superada, diseñada como está para la vida de siglos pasados, y no permite llevar a cabo las actividades del día a día correspondientes al siglo XXI. Venecia es víctima de su éxito y esclava de su belleza. En cambio Ámsterdam, que también venera su pasado glorioso con la misma vanidad y coquetería, tiene la fortuna de haber podido incorporar a la red urbana los campos colindantes al casco histórico, porque está mucho más al interior, y además en Holanda el terreno llano ganado al mar no presenta obstáculos. Así, las sucesivas expansiones urbanas han podido dar cabida sin problema a las necesidades de los nuevos tiempos. Es una ciudad muy viva y muy vivida. Las comparaciones son odiosas, lo sé.   

En fin, me marcho hoy porque la realidad se impone con su tozudez habitual sobre mis fantasías. Y mientras llega la hora de salida de mi tren, intentaré resumir en algunas notas desordenadas todo lo visto, oído y sentido estos maravillosos días pasados.

Notas:

- Por todas partes huele a barbacoa en las horas de las comidas. Es un olor característico de las zonas comerciales de Holanda, igual que lo es el del fish& chips en Reino Unido y en Irlanda, ese aroma a fritanga de pescado mezclado con ketchup y vinagre. No son olores que de por sí me provoquen rechazo, pero me termina cansando su omnipresencia. Hablando en basto, una vez que se te meten por las narices ya es difícil sacarlos de ahí. 

- Todos los hotelitos de la zona de Nassaukade, frente a Leidsplein, se llaman a sí mismos hotel boutique y se adjudican tres estrellas. Si omitimos estas dos mentirijillas, la verdad es que son lugares muy agradables en casas antiguas con encanto, esas edificaciones estrechas tan características que están rematadas por un frontón. Además están a un mero paseo de las calles comerciales y del centro histórico: el canal de Singelgracht está enfrente, y un puente art decó lo cruza hasta el Teatro Internacional (neo renacentista) y el Hotel Americano (también art decó). Así que no puedo estar más feliz con la ubicación. 

Mi hotelito en cuestión me encanta, aunque tiene la escalera de la muerte más mortífera que me he encontrado nunca, con peldaños de la talla de un piececito infantil. Pero cuenta con un ascensor que ilustra a la par que entretiene, ya que de la puerta cuelga un letrero que dice: "Bienvenido al ascensor más lento de Amsterdam. No intente presionar ningún botón hasta que se hayan cerrado las puertas interiores". La puertas en cuestión se toman su tiempo. Para amenizarte el len-to-tra-yec-to, dispones de algunos folletos que publicitan locales y atracciones turísticas. Menos mal, porque si no a mi mente neurótica le daría por reflexionar sobre todos los errores cometidos en mi vida por orden cronológico, con tiempo sobrado hasta llegar por fin al segundo piso. Una vez allí, mi habitación es tan angosta como cabe esperar en un edificio tan estrecho, pero tampoco me importa porque da al interior de la manzana, donde hay árboles. Y al anochecer la voyeur que habita en mí disfruta cotilleando los interiores de las casas colindantes a los sones de un piano donde alguien practica. Ausencia total de cortinas o persianas, mobiliario nórdico y deshinibición total, que para eso los vecinos están en su casa, y aquí la gente prioriza el disfrute de la luz natural sobre la pérdida de privacidad. 

- Cuando vine de jovencilla, me impresionó que la gente de Amsterdam tuviera el valor de exponer su intimidad a las miradas indiscretas con toda naturalidad. Pero hay que comprender que debido a su climatología, aprovechan cada rayo de sol, o al menos la luminosidad exterior, y salen al aire libre tanto como pueden. Están habituados a que los transeúntes les miren a través del cristal mientras están dentro de casa, o cuando están sentados en un banco junto a la puerta de su edificio con un café o una copa, o cuando sacan una mesa a la acera para cenar.  

Este último aspecto está regulado por el ayuntamiento. Cada año, se solicita el uso de unos pocos metros cuadrados acotados sobre la acera, delante de la puerta del edificio. Una vez concedido el permiso, durante la temporada de buen tiempo se puede disponer de ese espacio público para uso particular, y por lo que he visto, aunque dispongan de un patio trasero, la mayoría lo que quiere es sacar una mesita a la calle y cenar al aire libre viendo pasar la gente. Me impresionan esas mesas preparadas con tanto primor, a las que no les falta su mantel, su vajilla y a veces hasta su cubitera para mantener el vino blanco bien fresquito. Teniendo en cuenta que las aceras son muy angostas y que el trasiego constante de bicicletas nos obliga a los peatones a arrimarnos, el resultado es que a estos comensales el transeúnte se les viene encima. Es inevitable mirarles para no tropezar, pero ellos actúan como si tú no estuvieras allí y siguen enfrascados en su tertulia o en el plato que tienen delante. Es el primer truco que aprenden los actores: cómo ignorar la cámara y hacer como si nadie ajeno a la escena estuviera mirándoles. 

- La cantidad de teatros, cines y y librerías que hay en Amsterdam es apabullante. Hay una sucursal de la prestigiosa cadena inglesa Waterstones, muy concurrida porque aquí se habla inglés de forma orgánica, de hecho se intercalan muchas expresiones inglesas en conversaciones en neerlandés entre holandeses, según oigo en mis paseos. Entre los cines, destaco el complejo Pathé y sobre todo el maravilloso edificio art decó que es el cine Tuschinski, que me parece más imaginativo y mucho más bonito que algunos grandes cines americanos de la misma época que he visto en fotos. La historia de este gran edificio es muy triste: la familia Tuschinski, en la época entre el cine mudo y el sonoro, hizo un gran dispendio en decoración, instaló un gran órgano y además lo dotó con las últimas novedades del momento, entre ellas un sistema de ventilación. Pero durante la invasión nazi perdieron la propiedad y se vieron recolocados como empleados de su propia empresa, hasta que finalmente les internaron en un campo de concentración, donde fueron asesinados.  

- Frente al complejo Pathé City, hay un curioso edificio ecléctico con muchas iniciativas culturales, donde se juega al ajedrez en un tablero gigante, y de donde sale una voz pregrabada que recita a Dylan Thomas a través de un potente altavoz ("Rage, rage against the dying of the light"). Es curioso como en una de las plazas más animadas de una ciudad tan vitalista como esta, se nos recuerde que somos mortales y se nos anime a luchar contra lo inevitable. Conclusión: disfruta a tope mientras puedas, estás rodeado de entretenimientos, utilízalos a tu gusto (y de paso haz algo de gasto). 

- Un poco más allá, una escultura de dos enormes manos unidas reclama la atención. La epidermis de piedra de las manos está tatuada con frases en todos los idiomas, que nosninstan a ejercer nuestro pensamiento crítico y a expresarlo libremente. Con este monumento se recuerda al periodista Peter de Vries, asesinado justo en ese mismo lugar porque se atrevió a denunciar la corrupción de las bandas del narcotráfico local. 

- Pero Amsterdam es una ciudad fundamentalmente alegre que celebra la vida, donde hay gente por la calle a todas horas que, por lo que he observado, una vez que salen de clae o del trabajo intentan disfrutar del aire libre todo lo que pueden y más. Los canales, a partir de media tarde (aquí se enpieza a cenar a las 17:30) no están surcados solamente por barcazas repletas de turistas. También se llenan de barcos particulares, alquilados o propios, donde grandes grupos de amigos cenan en una mesa larga instalada en cubierta. En los barcos más pequeños se ven muchas parejas de novios, o de jóvenes en pequeños grupito de tres o cuatro personas, todos cerveza en mano. Unos y otros se deleitan en la comida y la bebida, primero bajo el sol y mucho más tarde a la luz de las farolas y las bombillas que adornan los puentes. Verlos gozar así es todo un espectáculo.

Tampoco yo me privo, y me tomo mi Radler mientra surco los canales y parte del puerto durante una horita, en una de las barcazas de madera que se toman junto al monumento a la Reina Wilhemina. A la que por cierto al principio confundí con nuestra Cayetana de Alba, porque en la escultura la reina monta a caballo y lleva lo que parece un sombrero cordobés y un traje de corto. No sé si a Wilhemina le gustaba horrores la Feria del Caballo de Jerez, o es que el escultor se equivocó de página al consultar las fotos de la revista Hola!. Misterios sin resolver. 

- Visito la Casa Museo de Rembrandt, y como en el fondo soy una cotilla redomada disfruto mucho del chismorreo biográfico que allí se cuenta. Entre pintura y pintura, la audioguía va dejando caer que Rembrandt compró la casa en la cúspide de su fama, en plena gloria artística y muy enamorado de su mujer, quien murió joven. Pero el señor también tenía un algo con la criada, y la visitaba en su cama-mueble de la cocina, donde una vez viudo ella le tiró literalmente los trastos a la cabeza, al negarse él a casarse de nuevo con ella, tal como le había prometido. Fue despedida, y con la nueva criada se repitió la historia paso por paso, pero esta segunda sirvienta aguantó la situación (tuvieron una hija en común) y ejerció de señora de facto de la casa,  llevando incluso las finanzas familiares aun sin haber pasasado por el altar. Parece que el todo Amsterdam se escandalizaba del concubinato, pero a los genios se les perdonan esas cosillas porque forman parte del estilo de vida del mundillo artístico. Lo que no se le perdona a nadie son las deudas, y Rembrandt una vez arruinado tuvo que vender esta hermosa casa, que resulta tan curiosa de recorrer estancia a estancia. Lo que más asombra es que pudieran conciliar el sueño en esas camas mueble de madera con sus puertas y todo, un armario en la práctica,  donde dormían incorporados en los cojines porque no hay espacio suficiente para estirar las piernas. Qué lumbalgias más malas debían de padecer. 

- Al salir de la casa de Rembrandt me paso por el afamado mercadillo de Waterloo Plein, que está al lado. Se habla mucho de él, y francamente no comprendo que suscite tanta expectación porque no es muy grande y no veo que ofrezca nada de especial. No tiene punto de comparación con otros mercadillos que he visto en otros países, incluyendo el mío. La única diferencia es que hay muchos montones de ropa tirada por el suelo, en montañitas separadas por tipos y tallas. Ver a la gente agacharse como quien recoge la cosecha para rebuscar entre los trapos es todo un espectáculo. 

- Otro museo que visito es el Rijksmuseum, porque me parece que en mi viaje anterior no estuve allí, y si estuve desde luego lo había olvidado por completo. El edificio es una maravilla y las obras que se exhiben también. El cuadro estrella, "La ronda de noche", está siendo restaurado y resulta muy curioso verlo en el quirófano como si dijéramos, colocado en un caballete gigantesco. También se muestran muchas piezas provenientes de las antiguas colonias holandesas en África, Asia y el Caribe, y se explican retazos de cómo era la vida de los criollos allí, creo advertir que con cierto tono de disculpa. La relación posterior de la metrópoli tras independizarse estos territorios de ultramar no ha sido nada fácil, y con algunos, según leo, ha costado mucho mantener lazos de amistad, para lo que según parece resulta de alguna utilidad el papel de la familia real neerlandesa como relaciones públicas de luxe. Lo malo es que cada desplazamiento royal le sale muy costoso al erario público por el empeño de Sus Majestades en viajar majestuosamente. But I digress. 

El barrio que rodea este y otros museos cercanos, el Museumplein, me recuerda mucho al de Kensington en Londres. Preciosas casas señoriales que ocupan toda una manzana, un parque precioso (el Vondelpark), anchas calles arboladas y un ancho canal con villas en la orilla: mucha clase. Curiosamente, atravesando ese parque se llega a mi alojamiento, en un barrio mucho más normal: mucha clase, pero clase media. 

- Los museos de Van Ghogh y Anna Frank requieren reserva de entrada online con semanas de antelación, y en el caso del segundo de todos modos no me veo capaz de entrar. Me da congoja sólo de pensar en ver en persona el lugar sobre el que tanto me apenó leer en el famoso diario. Por supuesto que no debemos olvidar jamás los crímenes nazis, pero tampoco creo que haya que revivir en directo los morbosos detalles del terrible confinamiento de esta desdichada niña y su familia y vecinos. Es mi opinión. 

- Busco alejarme del tipismo de las calles más turísticas del centro para observar algunos retazos de la verdadera vida cotidiana de Ámsterdam. Como no conozco la ciudad, me dejo aconsejar. Me dirigen a los barrios de Jordaan, Grachtengordel, De Pijp y De Plantage. También me acerco a la cercana población de Haarlem y un poco más allá, a la playa de Zandvoort. 

- Jordaan era un barrio de trabajadores, pero sus casitas han sido restauradas y ahora vivir allí es un capricho para gente con dinero. No puede ser más en encantador el ambiente de esas calles estrechas, cuajadas de macetas florecidas en torno a los bancos junto a los portales. Los vecinos se sientan allí a charlar como ya he explicado, con una copa de vino blanco y, en apariencia, con todo el tiempo por delante. Son gente sofisticada pero sin afectación. Muchos hablan en inglés, pero no son hablantes nativos. Debe de ser el barrio donde se juntan los expatriados con buenos salarios y dietas. Aparte de todo tipo de restaurantes y galerías, por allí hay muchas tiendas de esas que venden cosas para nada imprescindibles, de las que sólo los clientes que ya tienen de todo creen que necesitan. Los restaurantes están en esa misma línea, mucha comida fusión y decoración imaginativa, pero sin estridencias.

- Grachtengordel (espero haberlo escrito bien) es el distrito de los canales más conocido del centro, por lo que no encuentro allí vida cotidiana propiamente dicha, sino gente guapa en busca de una mesa en una terraza, o de pie a la puerta de una cervecería, en animada charla grupal. El barrio lo componen nueve calles separadas por cuatro canales, por lo que la gente de Ámsterdam le llama "las nueve calles". El ambiente es animadísimo y, llegada la noche, los barcos particulares navegan lentamente bajo los puentes, iluminados por ristras de bombillas y por las luces que se filtran a través de las ventanas de las casas. La verdad es que aunque mis pies me pidan compasión, he paseado por allí de noche hasta caer derrengada.

- Este distrito está en las antípodas del famoso De Wallen, el distrito rojo de las trabajadoras del sexo metidas en un escaparate, iluminado con luces de neón de ese color. Me acerco también por allí, y veo que algunos interesados en los servicios de estas señoritas entran en la cabina, y entonces se cierran las cortinas. Pero la mayoría de los que circulamos por allí estamos de simples mirones y pasamos de largo. Camino rodeada de matrimonios, de parejas de novios, de grupos de amigos más o menos borrachos que se creen muy graciosos, y de mujeres de todas las edades que viajan solas, como yo misma. Hay largas colas de jóvenes, chicos y chicas, para entrar en un peep show con espectáculo. Todo es muy vulgar y chabacano, como cabe esperar de este tipo de lugares. No me siento escandalizada sino ridícula, y creo que todos allí estamos haciendo el ridículo menos las prostitutas, que están ganándose el pan, y de qué injusta manera, por muy bien regulada que esté su actividad laboral. La mayoría son muy jóvenes, y sólo algunas son transgénero. Muchas son latinas, asiáticas o eslavas. De las que sean locales, me pregunto si su familia, amigos y conocidos pasarán por delante para recriminarlas y humillarlas en horario laboral, y como reaccionarán ellas. Las calles de los alrededores son tirando a desagradables, y están muy sucias. Hay bastantes policías dirigiendo el tráfico de personas, y muchos borrachos saboteando a los policías. Estoy incómoda y quiero salir de allí, pero me pierdo. Miss Google y yo no nos entendemos porque la noche me confunde, y eso que no he consumido nada que no pueda merendar una abuelita. Estoy mayor y ya no se me puede sacar de sarao. 

 - Al día siguiente me acerco a De Plantage, el antiguo barrio judío que tiene dos sinagogas, una de ellas portuguesa. Hay muchos jardines (allí está el Hortus Botanicus y el zoológico) y un monumento que recuerda el holocausto judío y gitano. Las cartelas me informan de que antes de la guerra, las casas donde vivían los judíos de este barrio, en su mayoría comerciantes acomodados, se quedaron vacías tras la deportación de sus ocupantes. Fueron repobladas ya en la posguerra con judíos provenientes de Portugal y de España. En algunos grandes paneles se cuenta la vida de algunos vecinos destacados de este barrio en todas sus épocas. Miss Google y su primita Google Lens me traducen el contenido, porque sólo está escrito en neerlandés. Muchos guías dan explicaciones a grupitos de turistas delante de los edificios más destacados, como el Teatro Judío, de estilo neo-neoclásico. Hay unas pequeñas placas doradas, del tamaño de un adoquín, incrustadas en las aceras junto a la puerta de cada casa. Tienen grabados los nombres de los judíos que vivían allí y que fueron internados en los campos de concentración. En ellas se lee el nombre de la persona, las fechas de nacimiento y muerte, y los campos a donde les deportaron. Prácticamente todos acaban con la palabra "gemoord", asesinado. Casi nunca se puede leer que la persona fue liberada. Hay familias enteras. Este proyecto se llama "Stoperlsteine" (piedras con las que tropiezas) y es internacional, porque yo he visto estas placas en Francia, en Italia y hasta en España, concretamente en Madrid. En la actualidad, este tranquilo barrio todavía es predominantemente judío, según leo. Sus calles son muy relajadas y las casas son preciosas. 

- Pero mi barrio preferido para instalarme en Amsterdam, en mis fantasía por supuesto, es De Pijp, y el contiguo De Nieuwe Pijp. Rodean al precioso parque de Sarphatipark, y son como un Malasaña holandés, es decir, un barrio hipster con ambiente multicultural, lleno de cafés, restaurantes y tiendas con imaginación. Según leo viven allí muchos treintañeros y cuarentones que no quieren crecer, y muchos veinteañeros que se acercan por allí para quedar a tomar algo y charlar. Divino tesoro. El movimiento de las calles es el de la vida cotidiana auténtica de un barrio de verdad, y no podía resultar más agradable. Los edificios son de principios del s. XX y muestran ese buen gusto que por lo visto está superado y no ha de volver. Este tipo de lugares están hechos para las ensoñaciones, y a ellas me entrego mientras espero a que cambie el disco del semáforo, cuando veo junto a mí a una rata de grandes dimensiones, plantada tranquilamente en la acera. Cruzo en rojo, ignorando las bicicletas y cagándome en todo. Vaya despertar más brusco. 

- Frente al mercado de las flores compro unas galletitas que vienen envasadas y que tienen una etiqueta color naranja con una hoja de maría pintada, sobre las palabras "cannabis inside, light". Otros envases con el mismo producto están ornenados por colores, según la intensidad de los supuestos efectos alucinógenos. Un cartelito muy informativo detalla el precio, y la sensación que provoca su ingesta: relax, amnesia, etc. Las Space Cakes de Amsteram tienen una fama muy notoria, y yo no puedo resistirme a probarlas. Se venden en tiendas de souvenirs, y hasta las he visto en algunos supermercados informales (no los de las grandes cadenas). Escojo el nivel más liviano y anodino, por temor a que el experimento me haga pasar un mal rato. Además, me prometen relax y yo al ser insomne duermo muy mal, a pesar de caer derrengada en la cama tras interminables jornadas de caminatas autoimpuestas. Reservo las galletas para la hora de la cena, para beneficiarme del tan cacareado efecto relajante. Pues bien, las galletitas de color naranja son cookies con sabor a eso, a naranja, y poco más. Yo creo que son un timo para turistas incautos, y además no me parece mal del todo, porque nos lo merecemos por imbéciles. Aunque hay que reconocer que están ricas, estas galletitas no creo que lleven cannabis, pero en cambio sobreprecio sí que tienen... 

-  El fin de semana me decido a salir de Ámsterdam, pero en cortos trayectos de tren hasta Haarlem, Zandvoort, Volendam y Edam. 

- Haarlem es un mini-Amsterdam del que me enamoro perdidamente. Tanto, que al pasar por un par de casitas que están en venta consulto la web del anuncio, para calibrar calidad-precio, como si fuera a hacer una oferta o algo. En mi corazoncito yo no albergo sentimientos románticos, sino una agencia inmobiliaria. Y esta población resulta algo más barata que la capital, con la que está muy bien comunicada (15 minutos de trayecto en tren). Tiene encanto, un par de plazas monumentales con un mercado callejero de comida de calidad, una zona peatonal comercial muy extensa, vida cultural y mucha animación, pero luego en muchas calles se respira una tranquilidad maravillosa. Y encima la playa desde allí está a sólo 10 minutos más de tren. Me marcho de allí haciendo cuentas, yo que no estoy dotada para la aritmética. Se puede ser ilusa. 

En Haarlem visito el Koepel, un centro penitenciario circular (panopticon le llaman) que ha sido reconvertido en centro cultural y de ocio. Muchas prisiones holandesas en desuso siguen el mismo camino. En su día fueron innovadoras porque proporcionaban a los reclusos mejores condiciones de vida debido a su forma circular, que favorecía un mayor espacio. 

También veo el precioso molino De Adriaan, del s. XVIII. Es una visita guiada, y las explicaciones las dan un grupo de viejecitos entusiastas, que de niños vieron muchos molinos en activo e incluso ayudaron a su funcionamiento. En este en concreto se molía harina, pero nos muestran como se hacía para moler aceite y picar tabaco. Las explicaciones nos van llevando poco a poco a lo alto de este ingenio, y por una vez en mi vida no siento casi vértigo. Cuando el viejo que nos hace de guía pregunta "Alguno de ustedes ha leído..." [y murmura algo incomprensible], todos (una familia romana y un matrimonio de San Francisco) dicen que no, y yo también niego con la cabeza, hasta que caigo en la cuenta de que ha dicho "Don Quijote", sólo que lo ha pronunciado a la holandesa. Yo para ser franca me he leído sólo la primera parte, y eso que era el libro de cabecera de mi madre y siempre estaba fuera de la estantería. Le pregunto al viejo cuando fue la última gran inundación de los Países Bajos, y me dice que en 1953, y que desde entonces se reforzaron y modernizaron los diques para que la combinación de mareas altas, viento y tormentas no volvieran a producir otro desastre similar. Parece que, salvo algún susto, hasta ahora ha funcionado. Los molinos en su mayor parte están en desuso, pero se restauran y se conservan para rememorar un modo de vida perdido y una identidad que también se va difuminando en este mundo globalizado. 

- Zandvoort aan Zee y la vecina Bloemendal son las playas adonde acude la gente de Amsterdam y alrededores. Yo sólo paso por Zandvoort por falta de tiempo, porque ya se está poniendo el sol. No presenta una primera línea de edificaciones en la orilla que suponga una muralla urbanizada porque, como ocurre en las poblaciones costeras de los Países Bajos, las casas en su mayor parte están por debajo del nivel del mar, del que las separa un dique que en este caso hace las veces de paseo marítimo. La arena es harinosa y no se pega a la piel. Me descalzo y me mojo los pies en la orilla. El agua está bastante fría, pero no más que en Fuengirola, donde he veraneado veinte años y no recuerdo más que un par de baños sin tiritonas. Me encanta mirar el Mar del Norte, tan novedoso para mis ojos. La playa es muy larga, y se ven dunas a lo lejos. Hay muchas gaviotas que ponen el punto sobre la i con sus graznidos.

En el paseo hay un camión (foodtruck, dirían los modernos) que vende frituras de pescado. Decido probarlas, y pido un poco de todo para tomármelo sentada en uno de los bancos frente al mar. Me lo sirven, junto con unas salsas pringosas (qué necesidad había?) en una caja de poliuretano con dos cierres, como si fuera un cofre. Me imagino que tantas precauciones se deben a que quieren que la fritura conserve el calor... sin sospechar la verdadera razón. En cuanto abro la caja, siento un golpe en el hombro y veo un animal gigantesco que me agrede por detrás, y que además me quiere dejar sin cena. Pero esta hija de.... Juan Salvador Gaviota no me conoce, no sabe que he sido hija única y nunca he compartido mis juguetes con nadie, y mucho menos mi cena cuando estoy hambrienta. En una acto reflejo muy alejado de la valentía y más cercano al instinto, le cierro el cofre al bicho en sus naric...  en su pico, gritando "Ah, no, no, no, qué te has creído" y no sé cómo logro espantarla. Pero en cuanto abro la tapa, vuelven las gaviotas, y bien agresivas por cierto. Me levanto pero me persiguen, parece que prefieren el pescado frito al crudo. Es inútil alejarse, porque he visto al llegar que están por todo el pueblo. Como consecuencia, termino abriendo un resquicio de la tapa del envase por una esquina, y sacando miguitas de pescado con el tenedor de plástico con todo el disimulo que puedo, para no levantar las sospechas de estas depredadoras tan chillonas. En el libro de Richard Bach eran unos animales muy poéticos cargados de filosofía. En la realidad, son unas vecindonas de lo más ordinario y descarado. 

Aparte de ellas, hay en el paseo marítimo de Zandvoort un busto de la emperatriz Sissi, que también pasó por esta playa, porque Su Majestad Imperial viajaba constantemente, y estaba en cualquier sitio menos sentada en su despacho de Viena trabajando en lo suyo. Sé que debería sentir más simpatía por esta mujer desgraciadísima, que imagino que por encima de todo era una enferma mental, como tantos miembros de su familia. Pero es que tengo la impresión de que también le echaba bastante cuento, y no de hadas precisamente. Había tremendo lío en palacio y esta señora se desentendía totalmente, porque estaba centrada por completo en su ombliguismo. Es mi opinión, que me deja en bastante mal lugar como jueza implacable de todo aquel que no me caen bien. En este monumento playero representan a la emperatriz con su característico peinado y un collar de perlas. Bajo el busto hay una placa con un poema que ella escribió sobre esta playa, y que Miss Google Lens me traduce. En su poema, Sissi viene a decir que el mar es tan bonito que no quisiera tener que marcharse para poder seguir mirándolo. Tanto el busto como el poema me recuerdan, no sé por qué, que Berlanga tenía una manía supersticiosa, y era que en todas sus películas se hacía mención al extinto Imperio Austrohúngaro, en voz en off o en boca de algún personaje. 

- Al día siguiente voy en autobús interurbano a Volendam y Edam. En Volendam hay unas casitas de cuento del antiguo pueblo de pescadores, con sus canales y sus puentes. Se conserva la marca de hasta dónde llegó la inundación de 1916, una de las peores que ha sufrido esta localidad pesquera. No sé cómo pudo sobrevivir alguien, porque el nivel del agua alcanzó los 150 metros. Me paseo por el puerto y también camino por encima del dique, bajo el nivel del cual hay más casitas encantadoras. Todo el pueblo es muy bonito, pero parece más un decorado que un lugar real. Refuerzan está impresión la gran cantidad de lugareños que se pasean en traje típico para que los turistas se hagan fotos con ellos. No les falta un detalle, los gorros bordados de las mujeres son una auténtica obra de arte, y muchos hombres hasta llevan zuecos. Es como un sainete, pero comprendo que fomenten el turismo de esta forma. ya no pescan peces, sino visitantes. 

- Edam me gusta bastante más, aunque el casco urbano esté más alejado del mar. Es una localidad de mayor entidad que conserva su belleza con más autenticidad. El centro tiene edificios antiguos muy valiosos, y el barrio de casas que dan a su canal secundario son un remanso de paz. Pruebo el famoso queso que lleva su nombre en una fábrica, y me reconcilio con el mundo entero, qué morbo da olvidarse del colesterol durante un ratito de una forma tan deliciosa. Intento llegar hasta el mar dando un paseo, pero las urbanizaciones privadas acotadas y la entrada también privada de un cámping me impiden acercarme a la orilla. La ola de calor merma mis fuerzas y me impide seguir explorando, y cojo el autobús de vuelta.  

 












25.6.25

En la estación de Bruxelles-Centraal, esperando al tren hacia Rotterdam, desde donde transbordo hasta Ámsterdam. Hoy hay huelga general en Bélgica, como protesta ante las medidas de austeridad del gobierno de coalición (llamado "Arizona", no sé por qué). He visto sindicalistas vestidos de riguroso verde, pero no he detectado piquetes. El sector del ferrocarril no se suma, pero el recorrido de la manifestación pasará por esta estación central mas o menos ahora, sobre las 10am. La salida de mi tren está prevista para dos horas después, por lo que no barrunto problemas. 

De todos modos, por si acaso me he refugiado en un Starbucks, único lugar con asientos decentes en el vestíbulo de esta estación. En caso de asedio, siempre podemos montar una barricada con los sofás, y si nos vemos sitiados muchas horas,  podemos resistir a base de cafeína sobrepreciada. Y además tenemos a nuestra disposición docenas de brownies más duros que un adoquín para lanzar como proyectiles. Tras un americano largo servido en un tazón sopero, corre por mis venas un ardor guerrero digno de las walkirias, y me siento dispuesta a entrar en lucha con quien se me ponga por delante. Pero en las mesas cercanas sólo hay dos chicas que se cuentan batallitas de sus respectivas vidas sentimentales, y jóvenes solitarios concentrados en la pantalla de su portátil. Mejor me reservo la energía bélica para cargar con mis dos Resilias. 

Más tarde. 

Aparecen por la estación sindicalistas vestidos de verde y de rojo. Todos muy educados, haciendo una cola ordenada en el WC. Media hora antes de subir al tren, la megafonía anuncia que la policía ha realizado una intervención en el aeropuerto, que sí que está en huelga. Mi tren tiene que pasar por ahí y va a sufrir retrasos. Al rato, anuncian que mi tren ha sido suprimido. Aparece la policía en el andén, donde ya se agolpan los sindicalistas. Cojo un tren al aeropuerto para quitarme de en medio y para tener más alternativas de transporte en el peor de los casos (autobús? vuelo, si lo hay?), porque la movilización según la prensa se traslada al centro de la ciudad. No me queda otra que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. C'est la vie!  = Cago en tó!  

Un rato mas tarde.

Prosigo, porque la vida también lo hace.Y porque el efecto del café ámericano ya se me ha pasado, y ante estas situaciones complicadas siempre me siento cobarde y por tanto pacifista de toda la vida, no vaya a ser. Aunque no tiene mérito por mi parte, porque aquí en este apeadero semidesierto del aeropuerto las únicas que discuten son dos viajeras italianas, que se han puesto nerviosas con la situación y se están peleando.

Mientras espero, me dedico a relatar mis batallitas:

Conozco muy  bien la estación central de Bruselas, la he estado utilizando a diario para hacer excursiones a las ciudades flamencas que no pude visitar durante mi estacia en Amberes, porque me lo impidió la lumbalgia. Desde Bruselas en cambio se tarda muy poco en llegar a Waterloo, Lovaina y Gante. Quería haberme acercado a Ostende, pero el día que escogí  para la excursión soplaba un vendaval, y preferí ser prudente. El recuerdo de mi neumonía aún está reciente. Por riguroso orden cronológico:

- Waterloo. 

La población en sí se compone de un casco histórico reducido, rodeado de hileras de casas acomodadas, con su correspondiente jardín bien cuidado. Yo medio esperaba toparme en uno de estos jardines con una estelada izada en un mástil, y una ofrenda de rosas rojas y amarillas depositada al pie. Pero no, parece que el prófugo no es tan folklórico en sus gustos decorativos, y además no acerté a pasar por delante del pedazo de chalete que okupa. Desde allí, a 1.500 kms de distancia, se toman decisiones que nos afectan a todos los españoles. Ni al mismísimo Napoleón, que nos montó un numerito parecido en Fontainebleau con la colaboración de los borbones, le salió tan bien la carambola.  

Pero lo que nos interesa de Waterloo a los turistas no es el presente, sino el pasado. El campo de batalla donde se decidió el destino de Europa hace doscientos años está en realidad más cercano a la población de Braine l'Alleud, a dos kilómetros de Waterloo. Pero se la llama batalla de Waterloo porque el vencedor, el duque de Wellington, estableció su estado mayor en una posada de esta villa, y por tanto  la carta que dirigió a su gobierno participando de la victoria la fechó en Waterloo. 

Este Wellington era un señor profundamente antipático, que se avergonzaba de haber nacido en Irlanda por considerarla un lugar sin lustre del imperio británico. Cuando pasó por Madrid en 1812 se comportó con tanta altivez, que Goya, quien no era simpático tampoco y además no toleraba los dengues de los poderosos, le pintó un retrato en muy poco tiempo, para evitar que el posado durara varios días. Y de esta forma se quitó de encima al altanero duque, con quien cuenta la leyenda que se peleó acaloradamente en su estudio. 

But I digress. Yo no sabía de esta batalla más que algunos detalles sacados de las películas de época que tanto me gustan. Pero tras pasar un día entero en medio del campo, en el complejo museístico llamado Memorial y sus aledaños, ahora sé más de lo que nunca me atreví a preguntar. Y algunas cosas que hubiera preferido ignorar. Como por ejemplo, que ni en este ni en ninguno de los campos de batalla de las guerras napoleónicas se han hallado demasiados restos humanos. Los arqueólogos sólo han desenterrado unos pocos, cuando se estima que hubo miles de muertos (entre 30.000 y 40.000 bajas de ambos bandos). Un guía con uniforme de época, además de disparar arcabuces y pistolas y hasta un cañón de la época... nos explica que los huesos de los cadáveres de los soldados muy probablemente fueron utilizados para fabricar azúcar. Debido al bloqueo internacional, durante las guerras napoleónicas el suministro de caña de azúcar del Caribe estuvo interrumpido. No llegaba hasta Francia porque los barcos británicos lo interceptaban. Napoleón se vio obligado a recurrir a fabricar azúcar a partir del cultivo interno de remolacha, pero ello requería un aporte de calcio, y los investigadores sospechan que este provenía directamente de los huesos diseminados por los campos de batalla. Según parece, tras cada batalla, en los pueblos cercanos al poco tiempo se construía un ingenio para fabricar azúcar, lo que era bienvenido porque traía prosperidad a la comarca. Me imagino a los lugareños de la época, muy atareados machacando huesos y echando el polvillo resultante a la remolacha cocida... y el azúcar ya no me sabe tan dulcecita, más bien me amarga. 

Nos explican también cómo transcurrió la batalla, que duró todo un día. Llovió mucho por la mañana y se encharcó todo el terreno, lo que dificultó el rodamiento de los carros que llevaban los cañones franceses hasta su posición. Ese retraso lo aprovecharon las tropas inglesas y holandesas para avanzar en una maniobra envolvente. Luego hubo muchas escaramuzas a lo largo de varias hectáreas, entre ellas en una pequeña granja que servía a los ingleses y escoceses como punto de avituallamiento en la retaguardia. La granja fue asaltada por los franceses, pero sin resultado, porque los británicos se hicieron fuertes allí dentro. Parece que Napoleón ese día andaba poco inspirado, y tomó algunas malas decisiones según nos explican, pero mi cerebro llega un momento en que no procesa más información y se hace un lío. Ya no sé por dónde andan los buenos y por dónde avanzan los malos. Menos mal que no soy Ridley Scott... o a lo mejor él se encontró con el mismo problema rodando su película?

Tras visitar el museo, subo al monte artificial rematado por un enorme león, que conmemora el lugar donde fue herido el príncipe de Orange. El león mira hacia Francia con cara de advertencia, como diciendo: "Si queréis venir a por más, aquí os esperamos". Son 226 escalones de nada, multiplicados porque hay que bajarlos. Las agujetas me duran varios días, pero la vista de esos preciosos campos cultivados, tan pastorales ellos, me pone los pelos de punta en relación a todo lo que he visto y oído durante la jornada.

Imaginarme este bellísimo lugar, donde se respira la paz propia del campo abierto, cubierto de muerte y destrucción me hace saltar las lágrimas. Parece que hasta el mismo Wellington quedó impactado por la magnitud de la pérdida de vidas. Dijo al respecto algo así como: "Aparte de una batalla perdida, no hay nada tan deprimente como una batalla ganada". 

Tal como nos han explicado en el museo, en aquella época los avances médicos eran limitados y se recurría a bárbaras amputaciones, a las que pocos sobrevivían debido a las infecciones. A muchos soldados se les daba por perdidos y les dejaba morir sin recogerles del suelo. Unos 45 años después, el suizo Henry Dunant, un hombre de negocios que viajaba en diligencia, pasó por otro campo de batalla, el de Solferino, y se conmovió al ver a los soldados heridos sin atender, tumbados sobre el terreno esperando la muerte. Decidió organizar ayuda para socorrerles, recurriendo a la colaboración de las iglesias y las casas de los vecinos de la zona. Luego fundó la Cruz Roja, y su legado continúa hasta nuestros días. 

- Lovaina. 

Muy bella ciudad universitaria (desde el s. XV). Varias plazas espectaculares, en especial la del ayuntamiento, una maravilla del gótico tardío al estilo de esta región de Bravante. Es una filigrana que no acabas de abarcar con la mirada, por mucho que te empeñes. La biblioteca de la universidad con su carrillón ocupa otra plaza, y también es un edificio que te atrapa. La universidad cuenta asimismo con el magnífico castillo renacentista de Arenberg, un edificio concebido a lo grande. 

En la universidad de Lovaina hubo durante la Edad Media y el Renacimiento una escuela de traductores que, aunque no es tan famosa como la de Toledo, sí cobró mucha importancia al llegar la Reforma protestante, puesto que aquí había una imprenta donde se publicaron muchos libros del movimiento reformista que se difundieron por toda Europa. Hay una estatua erigida a Erasmo de Rotterdam, quién pasó seis años como profesor en Lovaina, donde fundó el Collegium Trilingue. Erasmo enseñaba a los clásicos en hebreo, griego y latín. Siglos después, los carteles que lo explican están escritos solamente en neerlandés flamenco, y para informarme tengo que recurrir a Miss Google, que me encuentra una web en inglés sobre el tema. The irony!  

Me gusta mucho el ambiente relajado de las calles de Lovaina, pero lo encuentro algo domesticado, como si le faltara un poco de espontaneidad. A lo mejor se debe al bochorno reinante, que nos tiene a todos aplatanados. Además, me he lastimado un pie pisando un adoquín suelto, y voy medio cojeando. A pasito cojo me acerco hasta el begijnhof (en neerlandés) o beguinage (en francés), donde vivían antaño las mujeres que querían dedicar sus vidas a la práctica de la religión, pero sin tener que profesar como monjas. Creo que en español se llama priorato cuando es la residencia de una comunidad de religiosos, pero no sé cómo se llama para los legos, así que no puedo traducirlo. Es demasiado pedirle a una agnóstica que sepa de estas cosillas... 

Este begijnhof de Lovaina tiene fama por ser de los más antiguos y bellos de Flandes (también está el de Brujas, pero no es tan grande). Se trata de una pequeña ciudad, con sus casitas de ladrillo y sus estrechas calles empedradas (ay, mi pie), donde las solteras y viudas vivían retiradas del mundanal ruido, dedicadas por entero a la oración y la contemplación, pero sin dar el paso de vestir los hábitos. Podían recibir visitas de sus familiares y tenían libertad para salir y entrar si lo deseaban. Tenían una parroquia, y un convento con sus religiosos a su disposición. Ignoro qué tipo de arreglo económico les permitía vivir allí, pero supongo que pagaban una renta, y que no debía de ser barata porque las casas no están nada mal. Hoy en día este recinto se utiliza como residencia de profesores y estudiantes de la Universidad de Lovaina. Algunos estudiantes se cruzan conmigo. Son calles tranquilas pero algo melancólicas, como un  mini Cambridge que hubiese perdido la jovialidad. En cambio, en torno a la parroquia del recinto hay un ambiente relajado de reunión de escuela dominical. Algunos vecinos han bajado sillas de su casa y están sentados en el atrio, charlando y degustando los helados que vende una furgoneta que ha aparcado enfrente. Sobre una mesa alargada aún quedan restos de un almuerzo grupal, y hay muchos niños jugando sobre la hierba. Una fiesta familiar de lo más agradable donde tampoco falta la cerveza, porque el famoso Artois provenía de Lovaina y transcurrido un siglo allí sigue su fábrica. 

- Gante. 

De todas las ciudades flamencas que he visitado, es de largo la que más me gusta. No la siento tan turística, y me parece que conserva mejor tanto su personalidad clásica como la actual. Su universidad es de las mayores de Bélgica, y está entre las más prestigiosas del mundo. Viajo a Gante un día entre semana, pero el ambiente estudiantil desde la hora del almuerzo ya es muy animado. Consulto a Miss Google, y no se trata todavía del último día del curso, pero me parece que estos chicos sí lo consideran como tal en su calendario emocional, porque se muestran de lo más celebratorio. Aunque quizá sea así durante todo el curso, porque hay un famoso cañón en una plaza que el ayuntamiento tuvo que taponar, porque por las mañanas era tradicional encontrarse a un estudiante durmiendo la mona resguardado en el hueco interior. Divino tesoro. 

Carlos V nació en Gante, y de este hecho todo lo que queda en la ciudad es una estatua en una placita, y la portada del palacio de su familia (el resto del edificio se derruyó para construir una fábrica encima). Nada más, salvo el recuerdo de la soga que debían llevar colgando del cuello los que se declaraban en rebeldía y no pagaban el tributo exigido por la corona española. Esta soga se convirtió en el símbolo de la sedición, y hay una estatua que la lleva, justo frente al antiguo palacio. 

Todo esto nos lo explicó el piloto del barco que nos hizo un recorrido por los canales. Quien también nos informó de que cuando toca drenarlos, aparecen en su lecho cientos de bicicletas, lo que atribuye a la buena calidad de la cerveza local y al entusiasmo con que los estudiantes la degustan. El recorrido tiene un momento de viaje atrás en el tiempo cuando pasamos junto al castillo medieval de Gravensteen. Contemplarlo desde la superficie del agua es como meterse dentro de un grabado antiguo.

El campanario civil de Gante es de los más espectaculares de Flandes, y su carrillón de los más cantarines. No sé el motivo, pero está sonando cada dos por tres. No sé si los vecinos compartirán el arrobo de los turistas al respecto. Nosotros sólo lo escuchamos durante un rato, y ellos en cambio lo oyen en bucle durante toda la vida. No me imagino cómo me afectaría a mí semejante repiqueteo al lado de mi casa. Sospecho que lo escucharía hasta en mis sueños. 

Hay una bonita costumbre en Gante, que es que alguna de sus farolas, que aún va a gas, se enciende durante unos segundos cada vez que nace un niño en la localidad. Está situada junto a la estupenda portada barroca del mercado del pescado, rematada por un Neptuno y su tridente, convirtiendo así al dios romano del mar en proveedor del pescado de esta villa. 

Anecdotario:

- En el recinto del Memorial de la batalla de Waterloo, en pleno campo y bajo un sol implacable, me empeño en recorrer a pie los tres kilómetros y medio que separan la Colina del León de la granja Hougoumont, recinto de avituallamiento y hospital de campaña del bando británico. Tras la caminata y la visita, no me veo capaz de repetir la proeza desandando el camino, y espero al minibús lanzadera para que me devuelva al punto de partida. 

En ese autobús trabo conversación con un señor norteamericano y su nieto adolescente. Vienen de un pueblo de Kansas, y sólo van a pasar una semana en Europa para visitar a una de las hijas, que cursa una especialización de arquitectura de unos meses en Amberes. En dos días la familia se va a París. Le pregunto el motivo de haber escogido precisamente Waterloo para pasar el día, contando con un espacio tan corto de tiempo para ver algo de Europa. Resulta que es el nieto quien ha tirado de su abuelo, porque este curso hizo un trabajo escolar sobre Napoleón y se quedó prendado del personaje. Como la mayoría de estadounidenses de la tercera edad que cruzan el charco, este señor está bastante desubicado y necesita algo de apoyo logístico. El nieto es demasiado joven para proporcionárselo, y además está instalado en su propio mundo interior de adolescente, de modo que el honor recae sobre mí.

Hacemos juntos el abrasador camino desde el Memorial a la carretera, donde está la parada del autobús que nos llevará hasta la estación de tren. En el autobús no llevan cambio de billetes. El abuelo no se aclara con las otras formas de pago, porque su app americana no es compatible con no sé qué cosa incierta del ciberespacio belga, y por mucho que teclee su móvil (celular, lo llaman ellos) no hay manera. Total, que pago yo con una tarjeta multiusos 24 horas, que había comprado en la oficina de turismo. El abuelo, acostumbrado a viajar en su coche por esas carreteras kansinas de Kansas, cree que he costeado su trayecto, porque las complejidades del transporte público europeo se le escapan, y el concepto de billete multiusos le es ajeno. Seguimos charlando durante el viaje en tren, que hacemos juntos en parte, porque si no el hombre se me pierde por esos andenes de la estación, con su nieto más preocupado por buscar un punto de carga para el celular que ninguna otra cosa. 

Me hace gracia como este señor lo cuantifica todo. Parece una excelente persona, un individuo "salt of the earth", la sal de la tierra a la americana. Pero sus comentarios siempre terminan con una cantidad, ya sea en dólares, centavos, en años, meses, en millas, en galones, onzas. Las distancias por carretera, la cantidad de combustible, el precio de las mercancías, el tiempo que le queda de vacaciones, lo que durará el vuelo de vuelta, el precio del alojamiento, los gastos totales por persona. Yo soy negada para los números y no puedo seguir sus argumentos. Cuando le digo que me apeo en Bruselas, me pregunta tres veces qué planes tengo para los próximos días. No me veo conversando con él sobre cifras, y tampoco le miento del todo cuando le digo que no lo sé, porque en este viaje voy improvisando mi día a día. 


(Al final, tras pasar por cuatro estaciones y coger tres trenes distintos, consigo llegar a Amsterdam desde Bruselas, con sólo dos horas de retraso y un par de cambios de andén de última hora. Todo un éxito para como pintaba de mal el viaje, porque a la huelga general belga se ha sumado luego una avería generalizada de la señalización en las vías férreas holandesas, y por si fuera poco algunos trenes han sido cancelados, supongo que con motivo de la celebración de la cumbre de la OTAN en La Haya. El caso es que por fin llegamos, mis Resilias y yo. Ojo Ámsterdam, que ya estoy aquí). 













Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina...