29.5.25

Llevo dos días en Poitiers, adonde llego para explorar desde aquí la región de Charente, departamento de Vienne. En estos días quiero visitar los pueblos medievales de Ligugé, Lusignan y Montmorillon, además de las ciudades de Angulema, Limoges y Périgueux. Hubiera querido ir a Niart y Chauvigny, pero me faltan días y debo ir avanzando hacia Tours, de donde salen muchas rutas hacia el Valle del Loira y sus castillos. Si me recreo demasiado en cada región, iré gastando el presupuesto antes de abandonar Francia, y me esperan otros países.

Mi alojamiento me encanta. Tras dos experiencias retirada de la civilización en moteles de polígono industrial, he vuelto a las casas antiguas con sabor en pleno casco histórico. Lo malo es que esta además de tener sabor también atesora una capa de mugre de la época, se ve que la limpian con poca ilusión. Pero lo perdono todo, porque está dentro de un ancho torreón cuadrado, con un tejado de pizarra rematado por una veleta, y suspendido sobre el dintel del arco de piedra que da acceso a un patio, justo en la trasera de una casa tradicional, con un pequeño jardín que tras su muro abunda en rosales de varios colores. Volver a casa es una delicia, y eso que mi habitáculo es casi tan estrecho como la escalera de la muerte que une los dos niveles. El WC está en el inferior, y cada vez que lo uso me aferro a las paredes para no llegar rodando hasta los pies de la misma taza. 

Resumo mis caminatas y mis excursiones en las siguientes

Notas:

- Poitiers, llamada "la de los cien campanarios", es la ciudad más dinámica del antiguo Poitou. Su importante universidad data del siglo XV, pero también recibe muchos turistas porque está cerca del famoso Futuroscope, una especie de parque temático divulgativo sobre ciencia y tecnología que es el segundo en visitas tras Disneyland París.

La gran época de esplendor de Poitiers fue durante el reinado de los duques de Aquitania (los de Leonor de ídem, reina al cuadrado como consorte primero de un rey de Francia y luego de uno de Inglaterra). Tenían aquí su palacio etc, pero eso de que estas tierras fueran inglesas por su segundo matrimonio no gustó nada de nada, como es comprensible. Su reconquista se disputó en la Guerra de los Cien Años (mal contados, porque no llegan). En este tiempo la villa fue cercada y retomada por el rey de Francia Carlos VII en el s. XV y hasta llegó a ser capital del país temporalmente. Cuando todo parecía más calmado, en siglos posteriores vino un nuevo cerco, pero esta vez a manos de los protestantes durante las Guerras de Religión, y vuelta a empezar.

Tras la Revolución Francesa por fin parece que tuvieron unos siglos comparativamente más tranquilitos, y con la llegada del ferrocarril esta ciudad pasó a ser un centro comercial y administrativo muy importante, lo que da lugar a que haya algunos edificios del s. XIX que están pidiendo a gritos "mírame, soy muy importante". En vano, porque lo que realmente es importante en Poitiers son sus iglesias románicas. Son auténticas joyas la catedral de Saint Pierre y la iglesia de Saint Porchaire (nombrecito que no retiene mi cabecita). Pero la que me deja muy impresionada es la Colegiata de Notre-Dame-la-Grande, del s. XII, con unos frisos y unos remates de torres de un estilo románico hasta ahora desconocido para mí. Desgraciadamente no puedo entrar porque se encuentra en plena restauración, pero en las fotos que hay en el exterior veo que sus columnas están todas policromadas, y que sus vidrieras son preciosas. 

Poitiers está rodeada de valles y ríos (el del Boivre y el del Clain), y sobre todo de espesos bosques de gran hermosura. El casco histórico, como otros de su entorno, está construido sobre un promontorio alto, muy alto, tan alto que por muchos sitios hay rampas y sobre todo interminables escaleras. Las cuestas son de aúpa, y yo aúpo mi cuerpo lo mejor que puedo, pero todos los días llego hasta arriba echando los bofes. Cosas de las ciudadelas defensivas... tampoco es de extrañar con tanto cerco.  

Los tejados de las casas son de pizarra, y el contraste del negro con las fachadas blanqueadas resulta muy alegre. Menos alegre es el carácter en general de la ciudad, pero es que lo estoy comparando con la bulliciosa Burdeos, de donde provengo. Aquí el talante de la gente me parece más serio, pero no por ello dejan de ser amables y distendidos. Esta ciudad, pese a contar con mucha juventud universitaria, se recoge pronto por las tardes, y tampoco madruga demasiado. Muchas veces me encuentro caminado sola por las calles, sin cruzarme con nadie.  

Las puertas en el casco antiguo de Poitiers son invariablemente azules. Salvo unos pocos disidentes, que las han pintado de verde o incluso se han atrevido a barnizarlas del tono marrón más habitual. Insolentes.

- En Angulema me espera una sorpresa. Voy allí porque sé de antemano que tiene mucha importancia en la historia. Y porque es sede mundial del cómic, con el festival anual más prestigioso de esta rama artística y un museo especializado. 

Nada más bajarme en la estación (en obras, como no) me encuentro con los primeros monumentos a los dibujantes y personajes del cómic (luego veo muchos más por todas partes). En la explanada hay un dolmen que conmemora a Uderzo, el dibujante de Astérix y Obélix, cómic que yo devoraba de pequeña porque me los prestaban los niños de la vecina francesa que teníamos en Barcelona. 

Emprendo la marcha con una sonrisa, que se me borra a los pocos pasos porque, un poco más allá, descubro un monumento que recuerda que desde esta misma estación salió el primer tren francés camino del campo de exterminio de Mautthausen, cargado de españoles republicanos que se habían refugiado en Francia huyendo de nuestra guerra civil. La mayoría no sobrevivieron. Uno de los fallecidos fue un familiar de mi madre, y me pregunto si iría en ese mismo tren. Era un chico muy joven que se alistó en la Resistencia para poder así salir del campo de refugiados donde le habían confinado las autoridades francesas al cruzar la frontera. Era invierno y les estaba nevando literalmente encima porque las instalaciones eran muy precarias. El texto bilingüe esculpido en el monumento da como fecha de partida del tren el 20 de agosto de 1940. Y finaliza diciendo "No os olvidamos". Efectivamente, mi memoria es pésima pero yo no olvido ni este genocidio del pasado, ni los actuales tampoco.

Aprovecho para resaltar que en muchos pueblos y ciudades francesas se recuerda el genocidio armenio (a manos del Imperio Otomano en 1915). Las estelas que lo conmemoran se llaman khatchkar, que significa cruz de piedra, y son de un tipo de piedra volcánica rojiza. Muchos armenios se exiliaron en Francia, y ya naturalizados acabaron participando en las dos guerras mundiales, por lo que se les honra como a patriotas franceses. Sus descendientes se han quedado aquí, Charles Aznavour por ejemplo era de origen armenio. 

Angulema, pese a su valioso patrimonio, está bastante más sucia y descuidada que Poitiers, sus aceras son un desastre y hay bastante mendicidad en el centro. Eso me da la oportunidad de observar durante unas horas la cotidianidad de la Francia real, no la de las postales para turistas. 

Pero turista soy a fin y al cabo, y termino recorriendo sus murallas, que están ajardinadas a varios niveles. Una vez más la villa está sobre un promontorio y las vistas son panorámicas, pero las pendientes son muy acusadas. Me cruzo con varias personas que desprenden un inquietante aroma a Eau de Sobac, y las critico para mis adentros por su falta de higiene etc... para acabar yo misma oliendo a la misma fragancia después de bajar y luego subir la cuesta del río bajo un sol despiadado. Sólo que yo voy dando el cante por soleares, que es más español.

La catedral de Angulema es maravillosa, de ese estilo románico local que me resulta tan original. El campanario es impresionante. Su fachada según las cartelas pretende ser un libro abierto, con renglones, para poder seguir la Historia Sagrada. Hasta ahí, nada inesperado. Pero no sólo aparecen santos, también incluye un friso que relata casi en secuencia de cómic un episodio de la Chanson de Roland. En este cantar de gesta medieval el héroe caballeresco Roland, sobrino de Carlomagno, ayuda en nuestra Reconquista matando con su Durandal, nombre de su espada legendaria, al rey musulmán de Zaragoza. Toma ya friso políticamente incorrecto.  

- Al salir de la catedral, veo en la valla unas cartelas que cuentan la historia del arquitecto que la restauró (por medio de un cómic, claro). Se llamaba Paul Abadie y fue el mismo que construyó el Sacré Coeur de París. Parece que el románico se consideraba un estilo menor en el s. XIX, y no se daba ninguna prioridad a restaurar las iglesias medievales. Pero este señor defendía el románico y se dedicó, con la ayuda de la curia local, a reconstruir esta catedral y también a restaurar otras muchas, entre ellas Notre Dame de París. También reconstruyó el castillo de los condes de Angulema (en... Angulema, como su propio nombre indica) y lo adaptó para convertirlo en el ayuntamiento. Este último edificio cuenta con dos grandes torres medievales, que él incorporó al conjunto para conseguir un efecto despampanante. Muy buen gusto tenía este Abadie, y mucha coherencia además, porque parecía ya predestinado por su apellido... 

- A la vuelta desde Angulema me bajo del tren a diez minutos de Poitiers, para darme un paseo por el encantador villorrio de Ligugé, donde se dice que está la primera abadía que se construyó en todo el Occidente. Es benedictina y según la leyenda la fundó el mismo S. Martín en el s. IV. A mí estos datos se me olvidan muy pronto porque, siendo la abadía muy bonita, prefiero deambular por las calles de esta aldea de cuento, rodeada de unos bosques también de cuento, donde el sol del atardecer resalta los colores de las flores y el rumor del río se oye desde cualquier calle porque todo es silencio. En los días siguientes voy a recorrer muchos pueblos medievales llenos de encanto como este, y en todos me cruzo con muy poca gente, con la que me intercambio unos bonjours o bonsoirs susurrados, para no romper ese silencio tan preciado. Me parecen lugares idílicos, pero yo, que paso de largo, sé que sería incapaz de quedarme a vivir en ninguno de ellos. 

Ligugé, a juzgar por los precios del escaparate de la inmobiliaria local, es lugar para gente adinerada. Y muy acorde con esto sus calles están impecables, en contraste con Poitiers a sólo diez minutos de tren, que no está, como diría mi madre, saltando de limpio. 

- Al día siguiente visito las villas medievales de Lusignan y Montmorillon. La línea de tren regional que sirve a esta zona desde Poitiers está en obras, por lo que hay un autocar de sustitución. Solamente uno para cada tramo horario, puesto que se trata de pequeños pueblos mayormente agrícolas y no parece que haya mucha demanda. Los propietarios de estas casas pintorescas no utilizan el transporte público. Mi padre siempre me decía que la Francia de provincias es un país de grandes ahorradores, y que eso les permite un buen nivel de vida sin grandes aspavientos. Por tanto, quienes atestan el autocar por la tarde son los trabajadores de las granjas y/o almacenes, que están de vuelta de sus labores y se desplazan de un pueblo a otro. Puedo oler lo dura que ha sido su jornada. 

- Llego a Lusignan demasiado temprano, porque precisamente por la combinación tren-autocar mis itinerarios se complican y debo combinar la poca oferta de horarios con las distancias que quiero recorrer. Puedo dar fe de que Lusignan a las 7:00 de la mañana es un pueblo fantasma. O han puesto el despertador todavía más temprano que yo, o están todos durmiendo. Sólo pasan tres coches, y menos mal porque ya empezaba a pensar que los únicos seres vivos del pueblo eran los pajaritos mañaneros. Me marcho de allí dos horas después, y sigo sin cruzarme con nadie, ni ver luz en las ventanas, ni oler al café del desayuno, ni el rumor de la tele o la radio... Un momento, la boulangerie acaba de abrir! Yo estoy acostumbrada a una ciudad que nunca duerme, y me llama mucho la atención este ritmo reposado y demorado. Sin duda esta gente sabe entender la vida mejor que yo, que debo andar errada en mis convicciones de urbanita impenitente. 

En su evocador casco histórico, Lusignan comprendre un puente de entrada sobre un ancho foso, los restos de un castillo sobre la vereda del río Vonne, un albergue para peregrinos hacia Santiago, una preciosa iglesia románica, un gran mercado (les Halles) medieval de madera, y sobre todo unas calles con casas de piedra que, si no son medievales, desde luego tienen muchos siglos a sus espaldas. 

En busca de las ruinas del castillo me adentro unos minutos entre la maravillosa arboleda, y piso la hierba todavía empapada de rocío. En las cartelas leo que la antigua fortaleza del s. XI fue destruida en la Guerra de los Cien Años, y que luego la reconstruyó Jean de Berry en el s. XIV. Este duque fue el que mandó ilustrar el famoso libro de horas "Las muy ricas horas del Duque de Berry". Esta joya contiene iluminaciones, o grabados policromados, que son una auténtica maravilla. Mi padre, que era un aficionado a las ediciones facsímil para bibliófilos, tenía un ejemplar de esta obra, un gran tomo forrado de felpa que, al abrirlo, deslumbra en cada página con unos colores refulgentes. En una de esas iluminaciones aparecen la villa de Lusignon y su castillo tal como eran entonces. Habría por entonces algo más de vidilla por las calles? Sospecho que sí.  

Mientras me alejo, la única presencia que encuentro en el escaparate de una librería  es la de un retrato gigante de la celebridad local André Léo, seudónimo de una escritora decimonónica que aparece sentada en un butacón, desplegando los volantes en cascada sobre un miriñaque y sujetándose la frente con el codo apoyado en una mesa. Pensativa estaba esta señora ante las desigualdades que sufrían las mujeres de su época, y por medio de sus escritos las denunció y sentó las bases para ponerles remedio. 

- Desde allí me desplazo a Montmorillon. Se trata de un pueblo más escénico, de mayor tamaño y además es un foco turístico de primer orden desde que Régine Deforges, una novelista nacida en la localidad, creó allí un festival literario al estilo de los Hay Festival británicos, aprovechando que este lugar se ha dedicado siempre a la fabricación de papel y a la edición. Su idea fue evolucionando, y hoy día Montmorillon exhibe con orgullo su condición oficial de Ciudad de las Letras y de los Oficios Librescos. Más sobre este tema luego. 

En estas pequeñas localidades de la Vienne siempre hay matas de rosales florecidos por todas partes, y multitud de otras flores que no sé identificar y que en este clima húmedo crecen contentas y felices. Hay muchos caballos, vacas , cabras y ovejas. Hay un río (o dos), y nunca falta un espeso bosque. Hay un puente histórico (o dos) y una iglesia de espigada aguja (o varias, a veces de otro estilo más centroeuropeo, dependiendo de si durante su construcción la ciudad era católica o protestante). Suele haber una antigua fortaleza sobre un promontorio, y un château (o más) al gusto de la aristocracia del momento, o del nuevo rico que se empeñó en "reconstruirlo". También hay muchas casas tradicionales con encanto, casi siempre con las contraventanas metálicas (blancas) o de madera (azul pastel). Y a veces, en las afueras, alguien se ha construido un Versallitos, o un mini Tara, o una imitación de las casas de tablones de madera de los Hamptons, o ha recreado el jardín del papá de Amélie. Para gustos los colores, pero afortunadamente suele predominar el color local. 

La ciudad alta de Montmorillon, desde su puente más antiguo sobre el río Gartempe, ofrece una panorámica espectacular porque lo que se ofrece a la vista es una perspectiva de su iglesia de Notre Dame, rodeada de casas medievales (de adobe y traviesas de madera), todo ello suspendido en un acantilado rocoso sobre la orilla izquierda del río. Subo a la torre coronada por una Virgen de piedra que hace las veces de mirador. Desde allí el río, el puente del s. XV y la ciudad baja resultan bellísimos, pero está empezando bruscamente una ola de calor, y el sol literalmente me empieza a morder la piel, aunque vengo preparada con un sombrero de alas anchas y crema protectora. 

Busco desesperadamente la sombra, y deambulo por las tranquilas calles más arriba de los restaurantes turísticos. Sin buscarlo, me topo con un pequeño jardín encantador, todo él plantado de rosales, con un enorme plátano de sombra y un banco de madera que circunda su ancho tronco. Salvada! Cada rosal está dedicado a un escritor, todos franceses menos Shakespeare (y Cervantes, mire usted?). Me siento en el banco y paso una hora larga escribiendo en este blog, no porque me inspiren los genios de la literatura sino porque el frescor que sube del césped y el refugio de la sombra me dan la vida. La muerte me la quieren dar las abejas que se empeñan en intentar picarme, pero no se lo tengo en cuenta en atención a que son una especie en extinción. 

Al bajar hacia el puente, curioseo por las tiendas y los museos librescos de esta ciudad. Hay, aparte de librerías que es lo obvio, tiendas dedicadas al arte de la caligrafía, o al de la impresión. Hay un museo de la escritura y otro de la máquina de escribir y la de calcular. Uno de los establecimientos recuerda, desde su escaparate, que en Montmorillon se imprimían los cuadernos Rossignol, una especie de carteles didácticos que se utilizaban en todas las escuelas francesas del pasado, y que servían para enseñar por ejemplo los mapas, o las partes de una flor, o del cuerpo humano, etc. 

En la ciudad baja encuentro un museo dedicado a los macarons, que según proclaman es la especialidad local. Cambio de acera por dos motivos: Primero, ya me he dado cuenta de que muchos lugares aseguran ser los inventores de este dulce, como reclamo para que se lo compres. Segundo, ya hice lo propio hace unos días en Burdeos y me puse morada porque me zampé el paquete enterito de una sentada. 

- En mi último día en Poitiers, vuelvo a coger un autocar de sustitución y luego un tren para llegar hasta Limoges. También pretendía visitar Périgueux con la misma agotadora combinación, pero tenemos 32°C con un sol de castigo, y no me veo capaz de soportar una caminata energética presionada por las prisas para no perder el transporte. Renuncio pues a la capital del Périgord y me centro en Limoges.

La estación de Limoges es de las que pretenden epatar al viajero, y lo consiguen. Un torreón y una gran cúpula art déco son sus bazas. Además parece como si aquí supieran que me encanta remontarme a épocas pasadas, porque veo una locomotora antigua en marcha y preparada para circular, expulsando vaharadas de vapor por los bajos y humo de carbón por su chimenea. Los vagones que arrastra también son antiguos, y el maquinista está vestido a juego, con babilón azul y gorra de visera. Qué delicia viajar hacia el pasado, que siempre nos engañamos pensando que fue un tiempo mejor, cuando en el fondo sabemos que eso no es cierto, y mientras tanto dejamos pasar nuestro momento en el presente.

En Limoges hace tanto calor, y sudo tanto subiendo las cuestas, que voy dando culadas en los bancos que encuentro bajo la sombra de un árbol. En uno de ellos me como una croque monsieur que podría dejar satisfechas a dos personas, pero es que yo tengo dos bocas que alimentar: la mía, y la de mi trastorno por atracón. El postre, una ensalada de fruta variada, me lo tomo sentada en el poyete de un puente sobre el río Vienne. Data del s. XIII, y por él cruzan los peregrinos de la Vía Lemosina, otro de los cuatro Caminos de Santiago desde Francia (sale de Vézelay y entra en España por Roncesvalles). 

Desde ese puente se ve un lienzo de muralla en la ciudad vieja, y sobre él están la catedral de Saint Étienne, con su estilizada torre, y un pequeño barrio de casas medievales con las fachadas cruzadas de traviesas de madera. Esta catedral tiene un coro alto que es todo un compendio de pilastras, bajorelieves, medallones y todo tipo de pirindolos de los que desconozco el nombre pero que son una maravilla. Me parece que son platerescos, pero tampoco lo podría asegurar.... ay, esas clases de Historia del Arte que siempre me tocaban a la hora de la siesta y a las que prestaba solamente medio cerebro de atención...

En la plaza contigua a esta catedral hay un mercadillo de productores locales, y unas mesas para desgustar las viandas con musiquita. Me arrepiento de haber entrado en el súper y hago acto de contricción de mi croque monsieur y mi macedonia, pero ya es tarde para salvar mi digestión. Por detrás están el jardín botánico y el del obispo, situado encima de la muralla. 

Paseo sin rumbo por Limoges, por sus calles perezosas bajo la calorera, que tienen el ambiente esperanzado y juguetón propio de un comienzo del fin de semana. Paso por delante del ayuntamiento, con su fuente de porcelana, y por su plaza Dussoubs, que es redonda y tiene las fachadas de color rojo. Estoy haciendo tiempo para visitar el Museo Adrien Dubouché, que tiene una de las mejores colecciones de cerámica y porcelana del mundo. Este museo cierra al mediodía y reabre a las 14:00 con lo que resulta un oasis donde refugiarse de la flama gracias al piadoso respiro que da el aire acondicionado. 

En este museo paso tres horas maravillosas. Una primera exposición explica con todo detalle el proceso de fabricación de la alfarería tradicional. Luego viene su extensísima colección de cerámica internacional, que le reserva a España piezas de Talavera y de Alcora. Tienen piezas de todos los países imaginables... pero por mucho que he rebuscado no he encontrado ni una originaria de Turquía, sólo imitaciones. Me lo debo de haber saltado sin duda. El relato sobre la historia de la porcelana es apasionante: cómo se empezó a fabricar en China gracias a una aleación de caolín con otros elementos, y como posteriormente esa fórmula secreta se intentó imitar en Europa sin mucho éxito. Hasta que se descubrieron yacimientos de caolín cerca de Limoges en el s. XVIII y desde entonces esta región pasó a enriquecerse gracias a sus más de treinta talleres especializados. Las piezas locales que se exhiben son de ensueño. Mis preferidas son las de la Belle Époque y las Art Nouveau, qué combinación de buen gusto y buen hacer. Una de ellas es genial: una taza con una pieza suplementaria adherida al borde para no mojarse el bigote. Las piezas contemporáneas me emocionan poco, salvo alguna que otra curiosidad. 

Me marcho de esta ciudad con pena por no haberla podido recorrer más a fondo, pero ya veo carteles digitales que nos animan a hidratarnos, a reposar y buscar la sombra para evitar golpes de calor. Como soy muy obediente, reposo en varios asientos en el tren y autocar de vuelta. 

Por cierto que la megafonía de las estaciones y trenes es trilingüe, incluyendo el español. Debe de ser producto de la inteligencia artificial, porque la dicción es perfecta pero hay alguna falta de coherencia (confusión entre el usted y el tú). La guía de la cata de vinos en Burdeos me dijo que en Francia el segundo idioma extranjero durante los estudios es siempre el español, y lo noto porque los días que estoy muy espesa la gente joven se esfuerza por hablarme en mi idioma.  

Anecdotario: 

- El conductor de uno de los autobuses estaciona un momento el vehículo para atender la llamada urgente de la naturaleza, pero no se ocupa de ocultarse siquiera un poquito, y todos los pasajeros contemplamos fascinados sus maniobras urinarias. Todo sea por la seguridad vial.

- En Limoges,un chico que pasea un perro me para para contarme que una amiga suya vende sombreros parecidos al que llevo puesto (con cordel al cuello y alas anchas que se pueden abotonar a los lados para subirlas). Me explica que los de la tienda de su amiga se llaman coreanos, de material flexible y las alas son todavía más grandes. Me da la dirección, el horario y el precio. Le agradezco tan valiosa como inesperada información, y sigo mi camino. Al día siguiente, en la estación de Tours, una chica se sienta a mi lado y sin mediar palabra me cuenta que está muerta de hambre porque no ha tenido tiempo de almorzar en casa, y pasa a describirme los ingredientes del bocadillo que se está comiendo, una larga barra de pan que al parecer contiene todos los alimentos conocidos por el hombre. Como veo que va a invertir un rato largo en terminarse este manjar, a esta muchacha le digo que no entiendo el francés (lo sé, soy horrible). La gente está muy sola y necesita compañía. Yo estoy sola y lo disfruto (lo sé etc). A veces agradezco el contacto humano y es bienvenido por mi parte, o lo necesito y entonces lo busco. Pero en general me gusta elegirlo a mí, no que me lo impongan.  











24.5.25

Hay lugares más o menos anodinos, otros simplemente agradables, y otros que son epatantes (préstamo del francés, por cierto). Burdeos es de estos últimos. No he podido recorrerla sin quedarme boquiabierta, ojiplática y en resumen tó loca. 

Las poblaciones que acabo de visitar en los Pirineos Atlánticos son preciosas y muy coquetas, pero algunas tienen aires de pueblo grande que aún no ha perdido su carácter familiar, tranquilo y discreto. Al llegar a la capital de Nueva Aquitania (región de Gascuña) las cosas cambian. 

Burdeos es toda una ciudad señorial con plena conciencia de serlo, un prolongado escaparate de hermosuras que se despliega majestuoso a lo largo del ancho Garona. Está bien plantada sobre su prosperidad, enamorada de sí misma, bulliciosa y jaranera (será por el vino?). La joie de vivre se respira en cada esquina. Las bicicletas se adueñan de las calles. Las terrazas invaden muchas plazas con sus conversaciones y sus risas. Los imponentes monumentos toman por asalto el campo visual. Burdeos es cualquier cosa menos un ciudad que te deja indiferente, y no contenta con eso, despliega todo su encanto para enamorarte. No poquito a poco, sino como un auténtico coup de foudre, un flechazo arrebatador. Me rindo, Burdeos. Me has conquistado nada más verte.

Hay aquí tantas cosas destacables, y tantas otras que no lo son pero que me llaman la atención, que sólo puedo alcanzar a recordar algunas ráfagas desordenadas en las siguientes


Notas:

- La antigua Burdigala, más tarde bajo dominio de los Condes de Gascuña en la Edad Medía, vio como la bella e inteligente Leonor de Aquitania se casaba nada menos que dos veces con dos reyes para reinar primero en Francia y luego en Inglaterra. (vamos, un caso extremo de intercambio cultural, royal style). 

Mucho más tarde, pese a la importancia del comercio del vino, Burdeos se había ganado el apodo se La Bella Durmiente, hasta que en el s. XVIII resurgió, producto de sus explotaciones en las colonias francesas del Caribe y, desgraciadamente, gracias al comercio de esclavos. Su puerto llegó a ser el primero de Francia, y le hacía la competencia al mismo Londres. Fue entonces cuando el intendente Louis de Tourny se propuso embellecer y modernizar la ciudad, y vaya si lo consiguió. El resultado es que Burdeos presenta una mayoría de edificios, muchos de ellos palaciegos, que se alinean en grandes avenidas en forma de tridente que parten de plazas monumentales, a las que nunca les falta su fuente o su estatua o su columna en el centro. Este modelo sirvió de inspiración para que el barón Hausmann lo imitara en el París del segundo imperio. 

- Las casas no palaciegas y mucho más normales son casi todas de piedra caliza color miel, y por todas partes huele a jazmín, que han plantado en el suelo junto a la puerta de entrada y con el tiempo ha ido trepando por la fachada, a veces hasta rodear las ventanas del piso superior. En muchos casos también hay plantadas malvalocas al otro lado de la puerta. Y suele haber bicicletas aparcadas bajo las ventanas. Es como un cuadrito costumbrista, con la belleza de las cosas sencillas y sin grandes pretensiones.

- Desde mi humilde hotelito mono estrella en un polígono de La Bastide, puedo coger el autobús a la estación frente a un gran auditorio de moderno diseño en el descampado contiguo ("Campos de soledad/ mustio collado..."). Pero si voy al centro, tengo otra parada a cinco minutos del hotel, frente a una École  Maternelle. O bien puedo llegar andando por la ribera ajardinada del Garona, con cuidado de no ser atropellada por los ciclistas. En este segundo caso, accedo al casco histórico por el Puente de Piedra, de principios del XIX. Es una entrada panorámica.  

- El cauce del Garona es aquí tan ancho que se tardan siete minutos en cruzar este puente andando (y está en obras, cómo no). Las aguas se arremolinan en torno a los ojos del puente, y bajan de color fangoso debido al sedimento de arcilla que arrastran. Las únicas embarcaciones que veo son las turísticas y un ferry municipal que cruza de una orilla a otra. El puerto debe de estar mucho más lejos. [En días posteriores, dos cruceros tamaño monstruoso atracan frente a la Place des Quinconces. Son las naves nodrizas de una invasión que proviene de una galaxia muy, muy lejana]. 

- Al alcanzar la orilla  izquierda, tengo frente a mí una glorieta en semicírculo con un arco, la Puerta de Borgoña, que es una de las múltiples entradas monumentales a la ciudad. Con el paso de los días las voy coleccionando todas, y mis preferidas son las medievales: la Porte Cailhau y la del Gran Reloj, que además tiene un campanario.  Lo primero que veo es el extenso Quai (muelle) Richelieu, cuyos edificios ribereños se despliegan a la vista como una interminable fachada compacta. Caminando por la orilla del río se llega a la Place de la Bourse (Bolsa). No hay palabras para describir este amplio espacio majestuoso en forma de herradura, que además se ve reflejado en las aguas de un estanque gigantesco llamado del Espejo. 

- Si me adentro en el casco histórico, desde ahí llego a la Place du Parlement, donde siempre hay alguna actuación callejera y están las terrazas más bullangueras de esta ciudad repleta de ellas. Es el punto de partida de una red de placitas pintorescas en torno a diferentes iglesias góticas, a cual más bonita. Mis preferidas son Saint Pierre (porque las calles colindantes dan una idea de cómo era el viejo Burdeos), Saint Louis (rodeado de anticuarios y quincallerías) y Saint Seurin (preciosa iglesia románica). Estas placitas no sólo adornan el casco antiguo, sino que lo animan con su alegría y su vitalidad contagiosa. 

- De las innumerables grandes avenidas, destaco que en el Cour de l'Intendance está el edificio donde falleció Francisco de Goya, exiliado como tantos españoles ilustres. Un bajorrelieve de benlliure con su retrato señala el lugar, sede en la actualidad del Instituto Cervantes. Estaba Don Paco exiliado pero no creo que estuviese arruinado, porque es una casa muy buena en una calle muy principal, y ya en su época sería un alquiler prohibitivo. Cuando sus restos fueron trasladados a S. Antonio en Madrid, se encontraron con que algún admirador morboso había robado el cráneo, que nunca apareció. Hay que tener mal gusto. 

- En el Cours de XXX Juillet, frente al Gran Teatro, está el Café Quatre. Allí se juntaban durante el Segundo Imperio tanto las clases acomodadas con los intelectuales. Un joven Wagner se corrió en el hotel contiguo una aventura galante que fue la comidilla de la ciudad. Quedó allí con su amante, pero fue denunciado por el marido y tuvo que huir por patas. No pudo ser a los sones de la marcha de las walkirias porque me parece que aún no le había dado tiempo a componerla... pero habría sido de lo más apropiado.

- Muy cerca de ahí está la monumental columna que conmemora a los Girondinos, una especie de Comuneros locales. En todo lo alto hay una estatua de la libertad rompiendo sus cadenas. Muy republicano todo, o sea, muy de mi gusto. 

- Otras ciudades que he visitado estos días cogiendo un tren desde Burdeos son:

- Arcachon (Gironde, bosque de Las Landas): bellísima localidad costera a una hora de Burdeos. A mediados del XIX la pareja imperial, Luis Napoleón y Eugenia de Montijo pasaron varias veces por allí, y unas cartelas enormes levantan acta de cada visita con sumo detalle. Sólo les falta contar dónde hicieron pipí. Pese a haber guillotinado reyes y aristócratas y ser la república por excelencia, Francia sigue incomprensiblemente fascinada con los royals.... Je ne comprends rien!  

Más tarde, en la Belle Époque, Arcachon fue lugar de moda para el veraneo de las clases acomodadas. Los franceses, italianos y españoles de buen tono acudían en verano... y los ingleses, en invierno. Toda esta gente bien ha dejado como herencia una cantidad enorme de villas maravillosas de un gusto exquisito. Paso un par de horas muy felices recorriéndolas, y en contra de mi costumbre hago decenas de fotos. Uno de mis juegos mentales es, cuando llego a un sitio nuevo, "escoger" en qué casa viviría yo si me quedara... aquí estoy tan abrumada que me veo incapaz.

- Le Pilat. Un bus urbano lleva desde Arcachon hasta esta impresionante duna, la más grande de Europa. Leo que hicieron falta 4000 años para que se formara, que se extiende a lo largo de 3 kms y que su altura es de 110 metros. Como toda duna móvil amenazaba con engullir la población más cercana, pero gracias al ingenio de Nicolás Brémontier, que mandó plantar enormes pinedas, se pudo frenar en parte el avance. 

Me quito los zapatos y subo los escalones hasta la cumbre arenosa para divisar el mar desde lo alto de la duna. Algunos valientes trepan por la misma arena, con los pies hundidos hasta el tobillo, haciendo esfuerzos heroicos por salvar la honrilla sin desfallecer. Delante de mí hay un joven musculoso que se tiene que sentar en un escalón porque ha subido demasiado rápido y el esfuerzo le ha mareado. Más abajo, un perro llora porque su amo le obliga a seguir subiendo. Sólo las abuelas, siempre sabias, se toman sus descansos a cada tramo y llegan arriba sin signos externos de sufrimiento. 

Todo este padecer tiene su recompensa al llegar a lo alto y poder contemplar el panorama. La vista domina muchos kilómetros de costa bordeada por inmensas pinedas, y frente a la orilla hay un islote de arena alargado, un mini-Lido donde atracan algunas barquitas particulares. Muchas familias, grupos de amigos y parejas de novios montan un picnic bajo el sol. Yo para no ser menos me siento en la arena y saco mi sándwich y mi zumo de mandarina. El ambiente es reposado y familiar. El momento es perfecto, uno de esos raros minutos en la vida donde no hay nada que reprochar y todo es armonía y bienestar. La tan cacareada paz mundial, si llegara a existir, sería algo así... todos tumbados en la arena bajo el sol, sin molestarnos unos a otros. Dejo pasar un par de horas y sólo me arranca de allí el horario del tren de vuelta. 

- Île de Ré. Al día siguiente, un domingo que amenaza tormenta, mi despertador suena a las 5 am para poder aprovechar el día allí (debo hacer juegos malabares para combinar horarios de trenes y autobuses). Esta isla y su vecina Oléron, son bastante grandes y en unas pocas horas no se pueden hacer recorridos entre las poblaciones isleñas (se pueden alquilar bicis, pero no me atrevo por si me caigo y fastidio el resto del viaje). Ré está unida al continente por un puente. El conductor del autobús me recomienda bajarme en el pueblo de Saint Martin de Ré, por ser el más pintoresco y famoso. Yo me dejo aconsejar, y desde que pongo pie en tierra quedo encantada con la belleza de esta pequeña población en torno a un puertito que, en sí mismo, es una península unida al casco urbano. 

Leo en las cartelas que estás islas nunca se dedicaron a la pesca, sino que sus puertos comerciaban con mercaderías de toda clase. También sirvieron de destacamento militar estratégico, y por desgracia, de puerto de partida para el transporte de presos a las prisiones de las colonias francesas de La Guyana y Nueva Caledonia. Recorro un tramo del muro de la antigua ciudadela, y desde allí veo que, pese a que llueve, ventea y a lo lejos se ha levantado la niebla, hay veleros que no se resisten a salir a la mar por la estrecha bocana del puerto. Saben que luego a las cuatro de la tarde la mar se calma y hasta saldrá el sol. 

En Saint Martin hay una zona muy cuqui (no en vano allí disfrutan de su ocio los ricos y famosos) pero tiene otra que todavía conserva aires de pueblo. Hay casas tradicionales preciosas adornadas por rosales ya muy antiguos u otros arbustos florecidos que no sé cómo se llaman. Las plantas crecen muy felices en este ambiente húmedo de clima suave, y se nota. Son muchos los rincones de esta villa dignos de ser pintados mil veces. Entre los monumentos, un palacio renacentista y un monumento a George Washington, cuyos ancestros emigraron a América desde Saint Martin. Me voy de allí con pena, pero quiero que me dé tiempo a visitar La Rochelle.

- La Rochelle (Charente_Maririme). Esta ciudad portuaria me impresiona por su enorme belleza y su ambiente relajado de tarde de domingo. Sólo cuento con dos horas de margen para recorrer su centro, de modo que no puedo profundizar mucho. Pero lo que veo me gusta enormemente: El puerto y las terrazas que lo rodean. Las tres torres medievales, dos a cada lado de la bocana del puerto y una tercera con reloj. El ayuntamiento renacentista con sus torreones de tejados de pizarra. Los puentes y pasarelas. Las casas con traviesas de madera cuarteadas en la fachada. Las iglesias que alcanzo a pasar. 

La Rochelle fue una ciudad convertida al protestantismo porque cayó bajo influencia inglesa. Se enriqueció con la actividad de los bucaneros, hasta que en la Guerra de los Cien Años volvió a manos católicas (batalla entre españoles e ingleses mediante) y finalmente fue reconquistada por los franceses. Como la farsa monea.  

- Beynac-et-Cazenac (Dordogne). Me entero demasiado tarde de que desde Burdeos se llega en tren al pueblo contiguo, y luego un taxi (a precio de oro) te acerca a este bellísimo pueblito de La Dordogne, siempre presente en las listas de localidades más bellas de Francia. Las combinaciones en transporte público desde otras ciudades son un poco tremendas. Otra vez será. 

- Saint Émilion y le Château Belleville (Gironda) Esta visita merece mención aparte. Yo intento ahorrar durmiendo en alojamientos baratos y comiendo de supermercado, pero de vez en cuando me doy un capricho, y en este caso mi antojo se ha ido a por uvas, como no podía ser menos en esta región vinícola de renombre. Además, me gusta mucho el Burdeos (las pocas veces que lo he podido probar, que tampoco es cuestión de fabular dándomelas de entendida en caldos de esos rojitos que te ponen muy contenta). 

Rebuscando entre las ofertas disponibles para hacer una visita guiada con cata incluida cerca de Burdeos, me he rascado un poco el bolsillo y por una vez no he escogido la opción barata. Como resultado, he pasado unas horas muy disfrutables en compañía de un matrimonio irlandés de Cork y otro americano de Florida. Nuestra guía local, que conducía además la mini-van, ha sido una chica experta en la denominación de origen (aquí se llama appellation) de Saint Émilion, que es el nombre del precioso pueblo medieval que luego hemos visitado. (La otra principal denominación es Médoc, entre otras muchas). Esta muchacha ha trabajado desde siempre en los viñedos de esta zona, pero es que además es hija de un sumiller. De modo que hemos tenido el privilegio de recibir las mejores explicaciones que he escuchado nunca sobre todo lo relacionado con la elaboración del vino. Los dos matrimonios también tenían muy buenas nociones por ser aficionados al enoturismo, así que lo que he aprendido en esta excursión yo creo que me capacita, si no me da por olvidarlo, para disfrutar muchísimo más de una copa de vino sabiendo todo lo que contiene, literal y figuradamente.  

La cata en sí la hemos realizado en el Château de Belleville, en las afueras de Saint Émilion. Es un edificio del s. XVII que alberga en el subsuelo unos túneles excavados en la roca, anteriormente utilizados como almacén de una cantera cercana. Ahora sirven de bodega. Había entre otras curiosidades dos enormes ánforas y una colección de botellas del último cuarto del s. XIX. Arriba, en el château, nos esperaba un bonito salón con su chimenea de piedra y muebles de anticuario (la familia propietaria se mudó y ya no vive allí). En torno a la mesa hemos hecho la cata, que nos ha transportado directos al paraíso, muy rápido además porque en las catas francesas no se acostumbra a poner demasiado picoteo (nos habían avisado de que llegáramos con el estómago lleno). Ni que decir tiene que en el viaje de vuelta íbamos los cinco muertos de risa y en plena exaltación de la amistad. Nuestra guía intentaba llamarnos al orden, dándonos a oler unos frasquitos numerados que les dan a los que realizan el curso de aspirantes a sumiller. El juego consistía en que había que adivinar qué nota predominaba en el aroma contenido en cada frasquito. Sólo fuimos capaces de identificar dos, y eso con muchas pistas por parte de ella. En mi caso, no me sorprende no haber reconocido nada porque no gozo de buen olfato, lo que es un lastre en general, pero cuando a alguien le ha abandonado el desodorante resulta una bendición, y no entro en detalles. De vuelta a Burdeos, los cinco nos despedimos in vino veritas como grandes amigos, para no volver a vernos nunca más. 

No puedo seguir con el listado de mis rincones preferidos de Burdeos y alrededores porque sería una lista interminable. De modo que me paso directamente al

Anecdotario:

-  En el viaje desde Bayona a Burdeos, mi tren sufre un retraso considerable por causa de un accidente grave (un camión ha invadido un paso a nivel y ha sido arrollado). Debemos esperar a que las asistencias retiren los restos del camión. No se mencionan víctimas ni heridos. El caso es que tras un desconcierto considerable por la falta inicial de información, el servicio queda restaurado. Pero para entonces le toca a los del SNCF (la Renfe francesa) resolver la pesadilla logística de meter con calzador a los pasajeros retrasados en los trenes posteriores que sí van a poder cumplir su horario. (Ignoro por qué motivo no nos han puesto autobuses de sustitución como ya me ha pasado otras veces, quizá estaban en huelga?). 

El resultado es que me toca ir de pie un rato en un TGV de dos pisos hacia París, pero con parada en Burdeos. En todas estas horas ya he confraternizado con unos peruanos, y nos subimos todos juntos como podemos. Mis Resilias se amontonan encima de un maleterío desordenado que amenaza con desparramarse. No hay casi asientos libres, pero a las personas mayores se les intenta ceder uno. 

El caso es que el vagón lleva varios enfermos enchufados a una bombona de oxígeno, porque vuelven de sus tratamientos en un prestigioso hospital de la zona, especializado en enfermedades respiratorias. Y quiere la casualidad que una de las enfermas sea limeña, como mis peruanos. Charlarían de buena gana, pero la pobre lleva la mascarilla puesta. Su marido y cuidador es de origen español, y sí que charla, pero para expresar su malestar por todo en general y por algunas cosas en particular. Dice que no hay derecho a que nos tengan sentados en las escaleras o sobre las maletas en un tren de alta velocidad, donde terminaremos estrellados contra el suelo. Dice que España va mal, y comenta las últimas noticias que, no puedo contradecirle, así lo corroboran. También dice que el sistema sanitario francés se deshace de los enfermos incurables por medio de una inyección definitiva, para ahorrarse un gasto crónico. Menos mal que su esposa ya se ha dormido y no le oye. Nosotros no podemos evitar oírle, pero afortunadamente otro señor muy amablemente nos hace un hueco. Hace un rato le cedió su asiento a mi limeña. Ahora se traslada a la silla de ruedas de su mujer, que es otra enferma, pero que tiene su propio asiento. Como son asientos muy anchos donde apretándose un poco caben dos, al final el matrimonio limeño se acomoda en uno, y frente a ellos, con mesa de por medio, vamos yo y una señora que la casualidad, que está juguetona hoy, ha querido que fuera de Madrid pero con 40 años vividos en Francia. Montamos una tertulia muy entretenida a cuatro voces hasta que nos bajamos en Burdeos. Se tratan varios temas, pero no sé cómo terminamos hablando de lengua y cultura. La madrileña sabe mucho de la historia de España y Francia. Los limeños están encantados, y yo más todavía.  

- Los trenes franceses son una fuente inagotable de entretenimiento estos días. Siempre que llego a la estación, con tiempo de sobra porque soy una neurótica, me encuentro con alguna incidencia que me ameniza la espera. La más original hasta ahora ha sido la de ayer, en la que la línea de Arcachon estuvo cortada un buen rato porque había una bolsa de equipaje sin dueño conocido en una de las vías o estaciones, y los artificieros la estaban examinando antes de retirarla. Francia está en alto nivel de alerta antiterrorista desde los atentados del Bataclán en París hace unos diez años, a los que desgraciadamente han seguido muchos otros desde entonces.  

- En los vagones en los que he viajado los pasajeros suelen guardar un silencio monacal, salvo algún grupito que otro de chavales en edad escolar. La única excepción, mi tertulia multi-culti del otro día, y cuatro irlandeses que vi la semana pasada. Más tópicos imposible, estaban montándose una juerga a base de cerveza y canciones del tipo "rebel songs", para no dejar dudas sobre su filiación. Les saludé, y me dijeron que habían venido a ver el rugby. Muchos compatriotas suyos vienen a Francia con regularidad a ver los campeonatos de este deporte. 

- Por cierto que el rugby es más popular en esta zona de Francia que el mismo fútbol. Precisamente durante mi estancia en Burdeos, el equipo local (el UBB) ha ganado el campeonato europeo por primera vez. He sido testigo de la celebración en las calles la misma tarde de la victoria contra el Northampton inglés (los irlandeses estarán contentísimos, supongo). Pero yo andaba por La Rochelle al día siguiente, el de la celebración oficial con los jugadores, la copa y toda la parafernalia. Según mis compañeros de cata en St Émilion, las calles de Burdeos eran ríos de gente dando botes. Menos mal que me lo perdí. 

- En Île de de Ré me cae un chaparrón tremendo, y pese a llevar impermeable y paraguas me empapo, porque hace mucho viento. Es casi la hora de autobús de vuelta, y me refugio bajo techado junto a la parada. Una familia francesa se me une, llegan hechos una sopa. Bromean diciendo que los isleños programan estos chaparrones justo después del almuerzo, para que los turistas se marchen de allí y les dejen en paz, porque a esa hora ya han hecho el gasto correspondiente en el aperitivo, la comida y los souvenirs, y por tanto ya no les pueden exprimir más. Me río, pero me parece un razonamiento muy acertado.

- En Burdeos cometo varios pecados contra los mandamientos de mi nutricionista: compro una cajita de canalés, el dulce local. Luego, otra de macarons. También compro una botella individual de vino y, tras la cata, me llevo del château una especie de tubo de vidrio que contiene una sola copa (aquí le llaman "vino de emergencia"). Total, que me he resistido a probar los moules frites (mejillones servidos en una cacerolita y acompañados de patatas fritas) y hubiera resultado mucho más sano... 

- En el autobús que me lleva a Le Pilat, coincido con un grupo de escolares españoles. Son adolescentes, supongo que en viaje de fin de curso. Su comportamiento en general deja bastante que desear, y me retrotrae al mundo del que provengo, donde  las normas elementales de cortesía y el respeto son la excepción y no la regla entre los jóvenes. Comprendo que en estas últimas semanas me he malacostumbrado porque, al menos en las ciudades pequeñas de esta zona de Francia, los jóvenes me resultan en general educadísimos. Y me beneficio de ello, porque por mis canas me consideran una anciana  y me dan prioridad, me ceden el asiento, me ayudan con la maleta, me brindan ayuda de todo tipo y encima, con una sonrisa. 

- Lo cierto es que encuentro a estos franceses del suroeste muy afables. Son hospitalarios, de trato agradable, risueños y en general están de buen humor pero sin estridencias. No veo que la gente esté estresada, ni que sean tan individualistas como en las grandes ciudades que tanto me gustan porque me garantizan el anonimato, vital para mi fobia social.  Aquí en cambio parece que todo el mundo se conoce, las personas se saludan por la calle, o al pasar delante de los comercios donde son clientes habituales. Las bicicletas son más numerosas que los coches (teniendo en cuenta que yo me muevo por los cascos históricos) y en consecuencia el ritmo es más pausado y el ambiente más humanizado. Hay mucho silencio, pero también se oyen campanas, cantos de pájaros y rumor de conversaciones en las terrazas. En casi todas las casas tradicionales hay matas de rosales muy frondosas. 

Sé que todo esto puede sonar cursi, pero a mi pesar debo reconocer que me encanta ser una cursi, yo que tanto me he reído de este colectivo tan denostado por hipócrita, por rancio y por aspirante a pequeño-burgués. Pues viva la cursilería siempre que humanice a la gente, sí señor! 











23.5.25

Vinieron las lluvias, pero terminaron pasando de largo. De modo que al día siguiente me acerco en tren a dos localidades bearnesas, Pau y Orthez. Están en el interior, y no pueden ser más distintas de las ciudades vascas. La ficticia familia Bearn que ideó Lorenzo Villalonga para su gran novela mallorquina no tiene nada que ver con esta hermosa región francesa, con sus llanuras, sus caballos y el importante patrimonio que dejaron aquí los reyes de Navarra, especialmente Enrique IV, apodado El Buen Rey y también El Hércules francés. En Pau, siendo una ciudad plagada de recuerdos de la Belle Époque, lo que domina el skyline es el apabullante castillo renacentista de este rey. Él nació en este castillo, y a él dedicó todo su afán decorativo con cariño y buen gusto. Más tarde, Napoleón III mandó llenarlo de muebles de anticuario y lo convirtió en un mero decorado, queriendo recrear pasados esplendores. Quel culot.

Llego a Pau y al bajar del tren y querer salir de la estación veo que todas las puertas están bloqueadas, salvo una desde la pequeña cafetería, al fondo. Fuera en la explanada, un pequeño escuadrón de la Sûreté Ferroviaire se enfrenta, con material antidisturbios, a los taxistas que llevan varios días en huelga (eso explicaría por qué no me pararon en Toulouse). El ambiente está caldeado, porque los taxistas han acumulado una montaña de palés en la puerta de la estación, y amenazan con prenderles fuego. Esto último lo oigo en una conversación entre dos pasajeros del funicular gratuito, que me sube desde el nivel de la ciudad baja a orillas del río Gave, hasta la altura del castillo y el casco histórico. Más tarde se complica mi regreso en tren, porque según explican los ferroviarios ha habido un acto de sabotaje (malveillance) en las vías. Tiempos revueltos.

El castillo de Pau me impresiona, y su parque es una delicia, si no fuera porque hay zonas aún embarradas tras las últimas lluvias y casi resbalo en el lodo, no caigo de culo de milagro. Hay dos plazas monumentales que están en obras (las obras me persiguen implacablemente aunque cambie de ciudad y de país). Paso por la casa museo de Bernadotte, nativo de Pau. Fue el mariscal elegido en tiempos de Napoleón para ser rey de Suecia, y del que desciende la actual familia real sueca. 

Esta ciudad, tras una etapa gloriosa que quedaba muy lejana, encontró un nuevo resurgir cuando se puso de moda el veraneo galante a finales del s. XIX, que es cuando se construyó el Boulevard de los Pirineos (con vistas privilegiadas a la cordillera) y el parque Beaumont, con su restaurante y sus glorietas y parterres. Muchos edificios haussmanianos por el centro atestiguan este segundo esplendor, entre ellos dos magníficos hoteles que son más bien palacios neo barrocos, unos de los cuales es el actual consulado español.

En Pau hay una placita donde una placa informa de que allí estaba el Bar Americano, donde los hermanos Wright reunieron a un grupo de pilotos pioneros de la aviación para intentar conquistar los aires. Creo recordar una película documental muda en la que levantan el vuelo unos pocos segundos y en seguida se dan unos trompazos tremendos contra el suelo, haciendo añicos el aparato. Pero perseveraron, que es lo que cuenta. 

También paseo por el barrio de Hedas, que se urbanizó tras desecar un arroyo, y al que se accede por una escalinata oscura y retorcida de lo más pintoresco. Es una zona  que antaño tenía mala fama y ahora alberga a artistas alternativos, o no tanto, porque veo algunos ateliers de lo más cuqui. En este barrio se instalaron muchos españoles huidos tras nuestra guerra civil. Sobre todo aragoneses, a quienes está dedicada una placa conmemorativa. Me gusta tanto Pau que decido quedarme mucho más rato del que pensaba.

A continuación visito Orthez, ya cerca del departamento de Las Landas. Allí me conquista la arquitectura tradicional de las casas bearnesas, con tejados a dos aguas muy inclinados pero de forma chata en el frente. Las tejas son amarronadas. La fachada está blanqueada a veces, pero casi siempre es de sillares de piedra de tono arena. Las contraventanas de madera están pintadas en pastel. A veces les precede un patio con emparrado. Son preciosas. Subo hasta la torre de Moncade, único resto de una fortaleza medieval. 

Veo en Orthez muchos albergues de peregrinos del Camino Turonense, la vía más norteña para los peregrinos de Francia, que parte desde la preciosa Tour Saint Jacques en París y entra en España por Roncesvalles. Me he cruzado estos días con muchos peregrinos jóvenes con su atuendo inconfundible, algunos incluso con la concha de vieira prendida en el sombrero. 

Hay en Orthez un puente medieval, con torreón incluido, sobre el río Gave que ha llegado casi intacto a nuestros días. Un paso a nivel contiguo, justo cuando voy a pasar se cierra y suenan las sirenas. El tren del s. XXI pasando raudo al lado del puente del s. XIII es una visión de contrastes. 

Al día siguiente intento pasear por Dax, en Las Landas, pero justo cuando llega el tren está descargando un gran chaparrón, embarrándolo todo. Ha estado amenazando tormenta desde por la mañana. Decido que ya me mojé bastante el otro día, de hecho me ha costado mucho secar zapatos y calcetines, de modo que nada más bajar cojo otro tren de vuelta a Bayona. Al menos he visto el paisaje.

Anecdotario:

- Una señora mayor me interpela en un parada de autobús en Pau para preguntarme sobre el transporte. Le digo que soy extranjera, estoy de paso y no puedo ayudarla. Entonces se pone a ayudarme ella, dándome una lista de cosas para visitar. Le doy las gracias. La conversación vuelve a empezar desde el principio y se desarrolla en el mismo orden y con las mismas exactas palabras, una y otra vez. Muchas veces. Sin saber cómo ni por qué me veo atrapada en un bucle cuántico, y eso que ni siquiera entiendo lo que es eso. Discurro en vano varias salidas sin herir los sentimientos de la señora, y al final llego a la conclusión de que hay que cortar por lo sano. Así que huyo a la desesperada cuando me está repitiendo por X vez qué autobús tengo que coger para llegar al hospital, y entonces ya podré decir: "he visto el hospital". En el funicular también había una chica joven que vociferaba y que claramente no estaba bien. Le pregunto a Miss Google si en Pau hay un psiquiátrico de importancia. Me responde que sí. Pobres.  

- Vuelvo a San Juan de Luz y Hendaya por mi cuenta al día siguiente, para verlas con calma, ya que el otro día llovía tanto que no pude hacerme una idea como a mí me gusta. Es decir, a capricho: sin planes, pero con tiempo para disfrutar de mis rodeos y merodeos, siendo dueña de mis caminatas sin rumbo como una aspirante a flâneuse, con espacio para cambiar de parecer, pero siempre pulsando el ambiente y leyendo todas las cartelas que encuentro a mi paso. 

En la preciosa S. Juan de Luz hay un alto poder adquisitivo, y ambientillo de gentes que disfrutan comme il faut de su ocio al sol. Paseo a lo largo del puerto (antiguo refugio de corsarios, que enriquecieron a la población). Bordeo la playa grande, donde veo que el alto dique construido para proteger las casas de los embites del mar también las aisló de la playa... solución: unas escalinatas y unas pasarelas que, en los pisos altos de los edificios en primera línea, conducen a lo alto del dique para poder acceder al mar sin tener que dar un rodeo. El dique, que hace las veces de paseo marítimo, no tiene ningún tipo de barandilla. Imagino que algún desgraciado habrá caído desde lo alto al volver a casa un día de niebla o una noche de borrachera. Veo algunos bañistas que se atreven a nadar, pero la temperatura debe de ser fría porque dos de ellos tras el baño se pasean por la orilla con los albornoces puestos. 

En Hendaya, busco la Isla de los Faisanes en el Bidasoa. Hay un puente que lo cruza, donde a modo de control fronterizo lo único que veo es un único coche policial francés rodeado de conos. Los dos agentes no parecen demasiado ocupados, y charlan con los brazos cruzados. En el lado español, el edificio de la antigua aduana, con sus columnas, es utilizado en la actualidad como centro de mayores. Pienso en tantos españoles que habrán querido cruzar la frontera sin poder hacerlo en los tiempos más oscuros de nuestra historia... y en el contraste que supone que yo esta mañana me haya comprado un bocadillo y una manzana en Francia, cruce tranquilamente el puente para almorzar en un parque de España, y tras un paseo ocioso por Irún vuelva a la otra orilla como si nada. 

- Esa es mi última noche durmiendo en el motel de Bayona. Estoy agotada, y me dispongo a dormir creyendo que el cansancio va a vencer a mi imsomnio habitual... pero la alarma antihumo suena a las tres de la madrugada. Claramente ha saltado porque alguien ha empezado a fumar en su habitación. Confieso que tengo prejuicios y que mentalmente culpo a alguno de los transportistas tatuados. La prohibición está multada con varios cientos de euros, por cierto. Desde la cama oigo puertas que se abren, pasos y conversaciones agitadas. Al final alguien consigue acabar con el estruendo infernal. Adiós a mi descanso.

 

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21.5.25

Resumen de mis días en Bayona, desde donde me he movido por varias ciudades cercanas, en los trenes regionales y también en la excelente red de autobuses urbanos e interurbanos. Los panoramas son toda una paleta de verdes. Las ciudades que he visto me han parecido muy hermosas, de ambiente relajado, y los paisajes son de ensueño. El Atlántico siempre impresiona con su poderío, tanto al sol como en los días lluviosos. Y además cualquier lugar rezuma historia. 

Estos días he aprendido muchas cosas, remediando algunas de mis lagunas en geografía e historia. Por ejemplo, que el departamento de los Pirineos Atlánticos se divide en dos, que la zona oeste corresponde al País Vasco francés y la este a la región de Béarn. Que se habla un poco de euskera en algunos lugares del País Vasco francés, llamado Iparralde en esa lengua , y que en Béarn se habla bearnés de forma muy minoritaria (desde luego todos los carteles son bilingües, para eso son muy mirados).

Bayona está en la confluencia de dos ríos, el Nive y el Adour. Es una preciosa villa con una zona de terrazas junto a los puentes, y con otra más señorial. Los edificios tienen unos entramados de vigas de madera adornando su fachada y dándole consistencia, y la mayor parte están pintados de un rojo de lo más alegre. 

En esta ciudad y en las de los alrededores veo por todas partes escaparates con artículos relacionados con tradiciones vascas: telas rayadas (ligne bayadère), txapelas de boinas Elosegui (marca tradicional vasca), alpargatas (espadrilles), camisetas blanquiazules (txuriurdin) del equipo local, calles, cruces vascas (lauburu),  plazas etc que se llaman "des Basques", pastel vasco (gateau basque), recintos culturales que ahondan en la historia común (Baionako Euskal Museoa). En un frontón de Bayona, me encuentro con pintadas reivindicativas y la frase "Beste bai borroka ere bai", que busco y que parece que se traduce como "Sí a la fiesta, pero también sí a la lucha". Pregunto a un señor de la zona con el que tengo una larga conversación (lo explico más abajo) si se habla mucho el euskera por aquí, y me dice que en su generación no mucho, aunque conoce algunas palabras, así como del español. Ignoro si las ikastolas francesas han conseguido implantar algo más de interés por una lengua ciertamente complicada de aprender. Y el estado francés es férreamente centralista en este aspecto, como en tantos otros. Los hablantes del provenzal y el occitano se quejan amargamente de que sus lenguas podrían entrar en peligro de extinción. Sólo el bretón, lengua celta, parece más robusto al estar más implantado entre los autóctonos de Bretaña. 

But I digress. Volviendo a mis paseos por Bayona y mis escapadas a ciudades cercanas, anoto a continuación lo que me ha pasado.


- Anecdotario (está vez va a ser un poco largo):

La cosa ocurre por casualidad. He llegado hasta el centro de Biarritz en un autobús (el tren me dejaba en las afueras). Me propongo dar un paseo por esta extensa costa urbanizada tan glamourosa, y por la tarde mi intención es acercarme a San Juan de Luz y Hendaya, que están a muy corta distancia, pero soy consciente de que hay previsión de fuertes tormentas. Planes abiertos, pues.


En información y turismo me señalan en un plano lo más esencial de esta villa. Esta oficina está situada en el imponente palacete del Marqués de Javalquinto, ese famoso Duque de Osuna decimonónico apodado El Magnífico por su extravagancia al derrochar toda su fortuna en dispendios desorbitados por toda Europa. Sirva de ejemplo que, durante su etapa de embajador de España en Rusia, tras obsequiar con una comida al zar mandó arrojar su vajilla de oro al helado río Neva, adonde se tiraba de cabeza la gente para rescatarla. Repartía regalos carísimos sin venir a cuento. En todos sus palacios se servía la comida diariamente, aunque él no tuviera previsto acercarse, porque por lo visto una vez se presentó por sorpresa con un invitado y se sintió en ridículo por no estar abiertas las cocinas. A ese ritmo no es extraño que al morir sólo dejara deudas y una legión de acreedores en varios países. Genio y figura. 


El día está lluvioso, y yo llevo varias horas andando. Me siento a descansar a la altura del casino, frente a la Grande Plage, en un banco de piedra corrido al abrigo del fuerte viento que augura tormenta. Picoteo unos taquitos de queso y unos frutos secos que he comprado en el súper un rato antes, mientras observo tanto el paisaje como el paisanaje. El mar está muy revuelto pero así es como más me gusta contemplarlo, cuando exhibe su poderío con toda sinceridad, sin ocultarlo bajo una falsa calma. Los perros corren felices por la arena y los humanos corren jadeando por el paseo marítimo, salvo algunas personas mayores que van y vienen con sus bastones de marcha nórdica con un trotecillo mecánico (dicho así por no asociarlo con los andares de cierto animal). 


Uno de los mayores se para un momento frente a mí y muy sonriente me desea bon appétit. Yo mascullo un merci con la boca llena. Al cabo de un rato no muy largo, cuando ya el envase del queso va mediado, vuelve a pasar ya de regreso el mismo señor.Tu n'as pas encore fini?, aún no te lo has terminado? Le alargo el envase para que coja unos tacos, pero rechaza el ofrecimiento. Empezamos a charlar. Estoy acostumbrada a estas conversaciones de circunstancias que propicia el viajar sola, y siempre son bienvenidas por mi parte porque me dan la oportunidad de indagar un poco en los modos y maneras de la localidad en cuestión. En un viaje, entrar en contacto con los que están de paso igual que tú puede resultar incierto según la idiosincrasia de cada cual, pero hacerlo con la gente autóctona siempre es una experiencia enriquecedora. A veces la conversación es meramente lo que los ingleses llaman small talk, una charla trivial sobre lugares comunes que se prolonga un ratito por mera cortesía. Otras veces se establece una corriente de simpatía espontánea y entonces se trata de un auténtico intercambio entre personas con inquietudes. 


Este el caso de mi conversación con este buen hombre, al que echo unos 70 años mínimo. Lleva ropa deportiva y porta una larga caña para ayudarse en su marcha. Me dice que si me apetece me puede enseñar algunos rincones de Biarritz. Yo ya he visitado lo más imprescindible, y sospecho que voy a repetir algunos lugares, pero pienso que comentados por alguien que vive allí resultarán todavía más interesantes, así que acepto. 


Me guía hasta un pequeño peñón llamado Rocher du Basta, con un puente sobre la arena y un precioso mirador ajardinado. Más adelante vamos al Rocher de la Vierge, al que se llega por una pasarela sobre el mar, y es un islote que consiste en una gruta horadada, coronada por una Virgen que protege del naufragio a los pescadores. 


Entremedias de estas dos rocas pasamos por la iglesia neogótica de Sta. Eugenia, y por el Puerto de los Pescadores, único vestigio del pasado de Biarritz como pueblo pesquero, antes de que el capricho de la emperatriz Eugenia de Montijo convirtiera a esta villa en el destino por excelencia del veraneo aristocrático de su tiempo. Visto el apego que le tenía la emperatriz al lugar su marido, el detestado Napoleón III, hizo construir para ella el apabullante Hôtel du Palais. En este pintoresco puertito con pequeños bares que sirven pescado, mi acompañante me pregunta si me gustan los mejillones. Le veo las intenciones, y miento respondiendo que no. Claramente va a caer una tormenta de un momento a otro, y la gente que se sienta en las terrazas se va a empapar. 


Llovizna, pero proseguimos el paseo. Alcanzamos a ver la extensa playa llamada Costa de los Vascos y, dándole lustre, la espectacular Villa Belza, que he fotografiado antes, en mi paseo solitario, por ser la evocación perfecta de un castillo neo medieval de cuento, suspendido en una gran roca sobre el mar. Me entero de que hace un siglo, tras cederlo su propietaria a otros usos en unos años 1920s más felices que los nuestros actuales, fue un cabaret nocturno regentado por un familiar de Stravinsky. Parece que las fiestas de los rusos exiliados tras la revolución bolchevique eran legendarias, y que se prolongaban toda la noche. Había fiestas temáticas: la Grecia mitológica, los cosacos rusos, Japón, África con animales sueltos por los jardines… El Tercer Reich terminó con estas extravagancias, requisando el edificio para su uso en la Francia ocupada. 


Empieza a llover con fuerza, y nos alejamos de las playas para adentrarnos por el centro. Mi guía improvisado me lleva a Les Halles, el mercado, que es todo un disfrute para los sentidos. Aparte de los alimentos frescos se venden delicias como el pot-au-feu, la ratatouille, le coq-au-vin, la croque monsieur, las crêpes suzette, los macarons… y por supuesto comida típicamente vasca. 


Las calles que rodean este mercado concentran muchas boutiques de alto nivel que venden todo tipo de cosas carísimas, desde chalets con vistas a artesanías artísticas, pasando por alpargatas de diseño. Los parroquianos de los restaurantes están exquisitamente vestidos, y en este tipo de ambiente digamos que la espontaneidad brilla por su ausencia. Pero mi acompañante me asegura que conoce una casa de comidas normal y corriente un poco más allá. Lo que cae del cielo a estas alturas es ya un aguacero, y la parada del autobús que me ha traído a Biarritz desde Bayona queda a más de media hora de distancia. No me queda otra que aceptar para resguardarme, pero le pongo la condición de que paguemos a escote, porque me incomoda sentirme invitada por un desconocido. Ocurre lo de siempre: yo propongo, y la vida dispone. 


En el pequeño restaurante familiar, todos le conocen y le saludan con cariño por ser un parroquiano habitual, confirmando así mi impresión de que este señor es inofensivo y lo único que busca es entretener un mediodía lluvioso con un rato de charla. Cinco años como voluntaria de Cruz Roja en un programa de acompañamiento de mayores me han dado un cierto sexto sentido con la tercera edad y su soledad no deseada. 


Como es un poco tarde para el horario francés, el plato del día se les ha terminado. Compartimos una pizza al horno, y se empeña en pagar él. Le propongo devolverle el favor con el café de la sobremesa, pero me repite que hoy soy su invitada porque es un admirador de España. Y olé, pienso yo. 


Me cuenta su vida. Su familia procede de una localidad pirenaica, pero hace unos años decidió mudarse a la costa. Es un osteópata retirado. Ya jubilado, sigue prestando sus servicios a personas que no se pueden permitir pagar un masaje, o a mascotas que también lo necesitan. Sus hijas, farmacéuticas, ya no viven en Biarritz (no me nombra para nada a la madre, y mi norma es no ahondar en lo que no me quieren contar). Sus nietos también están cursando estudios como sanitarios. Ha viajado por todo el mundo en sus vacaciones, pero tiene preferencia por España porque es un gran aficionado a los toros. Me cuenta que tuvo una novia de juventud española que le introdujo en la tauromaquia.


Yo contraataco sacando a relucir a Miguel, mi novio imaginario, que utilizo como escudo anti-intimidad, un elemento disuasorio ante cualquier insinuación no deseada. A Miguel, por cierto, le he construido toda una biografía: es muy aficionado a la fotografía y me acompaña en mi viaje porque le debían unos días libres… no está conmigo justo en este momento, pero siempre está cerca… en la localidad de al lado / o en esta misma pero en otra zona… haciendo fotos del paisaje / visitando una expo fotográfica, y se reunirá conmigo esta tarde / noche… es bombero de profesión, uséase, musculoso y dispuesto a sacarte las muelas de un puñetazo si te metes con su “novia”... etc etc


Fuera diluvia, y las olas sobre el asfalto empiezan a competir con las del mismísimo Atlántico. Cuando la tormenta cesa y volvemos a los chaparrones ocasionales aprovecho para empezar a despedirme, pero las balsas de agua son como lagunas que te empapan a la altura del tobillo. Para mí no resulta ninguna sorpresa cuando el anciano caballero me ofrece galantemente su coche, puesto que vive a dos pasos, para seguir enseñándome las localidades vecinas que yo tenía previsto visitar. Le pregunto si no tenía otra cosa que hacer esta tarde, pero es una pregunta retórica. Me repite varias veces que no quiere presionarme, pero que es una pena que me quede sin al menos ver esos lugares desde el coche si es que llueve fuerte, y si deja de hacerlo podemos dar una vuelta. 


Recuerdo que, durante mi voluntariado en Cruz Roja, la parte más complicada de mis visitas a los mayores era la despedida, porque estaban muy necesitados de compañía y rápidamente me adoptaban como una especie de nieta postiza. Los había incluso dispuestos a prepararme la merienda con tal de que no me marchara y les dejara solos de nuevo. Pienso también en la chica que me ofreció ayuda para llegar a mi hotel en Bayona porque me vio cargando a pulso con una pesada maleta, y yo la rechacé por prudencia. Por último, me llega una ráfaga desde las profundidades de la despensa donde mi cerebro atesora recuerdos lejanos: una vez en Bournville, al sur de Birmingham, donde estaba pasando un mes para practicar mi inglés, me equivoqué de dirección y llamé al timbre de una casa donde había un señor viendo un partido por televisión. También llovía a mares, con el verano inglés ya se sabe. Este buen samaritano dejó a medias su partido para acercarme en su coche hasta la dirección correcta, porque yo con quince años era aún una niña mimada bastante infantil, y notó que andaba desamparada por aquellas calles tipo crescent, en semicírculo y de aspecto idéntico. 


Decido un poco temerariamente fiarme de este señor, o más bien la lluvia decide por mí. Me lleva hasta un aparcamiento al aire libre en un edificio privado, y nos subimos a su coche. La carretera bordea un maravilloso paisaje de un verde arrebatador, que brilla incluso en un día encapotado como hoy. 


Llegamos a S. Juan de Luz y paseamos bajo los paraguas por la calle principal. Mi acompañante me muestra la iglesia de S. Juan Bautista, donde se casaron Luis XIV, el celebérrimo Rey Sol, con la infanta de España María Teresa, hija de Felipe IV. Los Austrias españoles pretendían así firmar la paz con los Borbones franceses tras la guerra de los Treinta Años (cuyo tratado de paz se firmó en la Isla de los Faisanes del cercano río Bidasoa, frontera natural entre Irún y Hendaya). Hago aquí un inciso porque no me resisto a contar uno de mis cotilleos históricos preferidos: 


[ El rey Sol, en cuanto terminó de construirse su palacio de Versalles, se instaló allí con su esposa. La infanta española era al parecer muy devota y también algo pacata, y no aprobaba la vida licenciosa de la corte versallesca, prefiriendo retirarse a sus aposentos a rezar el rosario. Evitaba así contaminarse de malas costumbres ajenas al estricto protocolo de la corte española, y de paso tener que cruzarse con las amantes de su esposo. Este, pese a tratarse de un matrimonio de conveniencia, parece que le tenía afecto a su esposa, pero le venía de fábula que esta se quitara de enmedio para continuar con sus correrías sin estorbos. Lástima que la reputación intachable de esta señora quedara en entredicho…porque dio a luz a una bebé de raza negra. Casualmente, entre su séquito había llegado de Madrid un enano de la misma raza encargado de distraerla, y este hombre debía de ser un gran profesional en lo suyo porque parece que entre rezo y rezo se aplicó a fondo para que la infanta no se aburriera. Tampoco se aburrieron en la corte, porque el escándalo se convirtió en el cotilleo preferido de Versalles. La niña que había nacido pasó su vida recluida en un convento, donde recibía el tratamiento propio de una princesa. Y el enano desapareció misteriosamente. El caso es que el rey, cuando años más tarde falleció su esposa, la lloró con lágrimas que según las crónicas fueron sinceras… ]. 


Tras este paréntesis para tratar de darle un poco de emoción al relato retardando el desenlace… Pues sólo me resta por contar que, tras visitar un WC público en el maravilloso puerto de S. Juan de Luz (exigencias de la próstata) damos una última vuelta en coche hasta Hendaya, porque quiere enseñarme las rocas llamadas Les Jumeaux (los gemelos), que están en la orilla desafiando a las olas que rompen contra ellas. Y ya no hay más, porque tras esto volvemos a su casa en Biarritz, él aparca el coche y yo me vuelvo al centro para coger el autobús de vuelta a Bayona, no sin antes agradecerle su generosidad al invitarme y hacerme de guía. Soy consciente de que hemos hecho un simple intercambio: un poco de compañía a cambio de un paseo guiado. Pero de verdad que este señor me ha caído muy bien, además he aprovechado para preguntarle todas las curiosidades que se me han ido ocurriendo…. En cuanto a él, al decirnos adiós me ha preguntado qué planes tengo para mañana… y ahí ya le he dicho que pasaré el día con Miguel. Porque he mirado las previsiones, y a partir de mañana ya no llueve…  



18.5.25

En la estación de Toulouse, esperando la salida del tren que me lleva hasta Bayona (la francesa, no la gallega). Resumo el día de ayer:

Me despido de Toulouse tras haber conseguido ayer por fin completar el crucero por un tramo del Canal del Midi. Disfruto mucho del recorrido, porque aunque no incluye exclusas, en cambio nos llevan lejos del centro urbano en dirección al mar. Y aunque en las riberas hay industrias (como la sede de Airbus, que es gigantesca) también hay unos árboles maravillosos que forman un túnel vegetal, que nos cubre mientras avanzamos saludando a los otros péniches que están atracados. En algunos de ellos, familias o grupos de amigos pasan la tarde soleada del domingo en cubierta, unos cerveceando con musiquita y otros simplemente tumbados en hamacas. Bajo sus pies, el habitáculo donde tienen de todo, como en un apartamento. 

Uno de mis sueños es pasar unos días viviendo en uno de estos barcos, no me importa en qué canal de qué ciudad de qué país... Los alquilan sin requerir ninguna formación en navegación, no siquiera es necesario tener el carnet de conducir, simplemente te dan algunas nociones básicas y te explican cómo accionar las esclusas. Creo que verse al timón navegando por los canales debe de ser como un viaje atrás en el tiempo... 

Mis ensoñaciones contrastan con los comentarios de la pareja de españoles que tengo sentados detrás, que se quejan de todo, todo el rato. Sobre todo ella. Que sólo se ve agua y árboles, dice. Cuando le da por criticar las maniobras del piloto de la barcaza ya no sé si tirarla al agua o tirarme yo. Pero al rato parece que sus plegarias son escuchadas, porque lo que para mí es un dulce deslizarse viendo como el sol y la brisa juguetean con las hojas... y para ella un aburrimiento mortal, de pronto se anima muchísimo. Hay unas gabarras atracadas en doble fila, lo que provoca un atasco fenomenal en el estrecho cauce. Pasamos como podemos, y casi arrollamos a una tortuga enorme que estaba flotando tan tranquila cerca de la orilla. Gran emoción en la cubierta al aire libre, porque muchos turistas se apresuran a grabar el incidente, móvil en ristre. Ni en el Titanic se vivieron momentos tan tensos. 

Por la tarde, me empleo a fondo en aprovechar que la casualidad me brinda muchas actividades en la Noche Europea de los Museos. Los he evitado desde que llegué, por preferir el bullicio callejero a la perspectiva de pasar unas cuantas horas en interiores. Pero este domingo he purgado todos mis pecados culturetas, y en una sola tarde-noche he visto cuatro museos y un jardín botánico (el truco consiste en que no son museos demasiado extensos, las colas avanzan muy rápido, y yo no me paro a leer todas y cada una de las cartelas como es mi costumbre). Hice la primera cola a las siete y me recojo a las once y media de la noche, agotada pero feliz. Momentos que destaco en la memoria: La magia de los primitivos ingenios precursores del cinematógrafo en el Paul Dupuy, los colores y las texturas de los minerales en el Muséum del Jardin des Plantes; también la simulación de un temblor de tierra, y los animales disecados en el mismo lugar; la danza aérea de una acróbata a los sones de un acordeón en el Botánico; las momias y los sarcófagos egipcios en el Raymond; y la bóveda de los carmelitas especialmente iluminada para la ocasión. Lo mejor, la actitud festiva pero cortés de la gente, el interés y la ilusión de los niños, y ver el Capitole iluminado a franjas de colores. Me lo he pasado en grande, pero mis pies aún me lo recriminan 24 horas después. 

Volviendo a la estación de Toulouse, una hora antes de la salida de mi tren, oigo desde la cafetería que alguien toca muy bien el piano, y me acerco para disfrutar de todo un concierto inesperado. En las principales estaciones francesas e italianas suelen haber un piano para que lo pueda tocar todo el que se atreva. [Más tarde me entero de que hay un concurso en el que se sortean algunos de estos magníficos pianos Yamaha entre los que envíen un vídeo de su "concierto"]. Lo habitual es que algún espontáneo se arranque por La La Land con más ilusión que acierto. Pero en esta  ocasión quien toca es un verdadero intérprete, un joven que según me comentan otros pasajeros es alemán. Debe de ser que le conocen porque va allí a practicar a menudo. El chico es muy joven y muy tímido, al finalizar cada pieza le aplaudimos y nos lo agradece cabeceando ligeramente sin apartar la vista del suelo. Pero ante el teclado se transforma, como todo artista, y toca no sólo con gran sensibilidad, sino con mucha autoridad y precisión. Interpreta movimientos completos sin partitura y sin dar una nota en falso: Brahms, Rachmaninoff, Chaikovski. Todo va bien hasta que se le acercan dos señoras a hacerle fotos, y una de ellas se coloca justo detrás de su hombro derecho, como vigilándole. Lo peor es que no se conforma con eso, y le empieza a preguntar. El muchacho interrumpe la música para responderle. Menos mal que llegan otras amigas y se la llevan. Yo la hubiera mandado un poquito a la mierda por desconcentrarme, y luego me habría marchado por ahí hasta que se me pasara el berrinche... pero el pianista, pese a sus pocos años, con gran aplomo continúa tocando justo en el punto en que lo había dejado. Superbe. 

Llegó a Toulouse tras un trayecto de tres horas y pico en tren, y por el camino lucho contra la modorra, porque no me perdonaría perderme este paisaje tan verde. De fondo asoman los Pirineos, como un recordatorio azulado, aún con abundantes neveros en sus picos más altos. Las llanuras se alternan con algunos suaves valles. Veo muchas lagunas, muchas vacas rubias que creo que se llaman limusinas, bastantes caballos castaños y bastantes aves solitarias que mi ignorancia me impide nombrar (aguiluchos?). 

Paramos brevemente en las estaciones de Lourdes, Pau y Orthez. Estás Dos últimas me prometo visitarlas unos días más tarde (he escogido Bayonne como base de mis recorridos por estar más cerca de la costa y a tiro de piedra de Biarritz , S. Juan de Luz y Hendaya).  

Anecdotario:

- Ya en Bayona, la pequeña familia que formamos Doña Resilia, Resilita y yo nos ponemos en manos de Miss Google para que nos dirija sanas y salvas hasta mi alojamiento. En esta ocasión no se trata de una casa antigua con encanto, sino de un hotel barato y funcional en las afueras, porque los precios en esta región son muy cuquis, y eso que no ha comenzado aún la temporada. El caso es que yo he reservado allí tras comprobar que, aunque está en un parque empresarial (más bien tirando a olígono industrial), hay una colonia de casas al lado, y además sólo dista media hora andando del centro. Al día siguiente compruebo que se puede llegar cruzando una serie de glorietas con sus pasos de peatones, andando por aceras normales y bordeando los edificios de los vecinos. Pero en ese primer momento Miss Google, la muy hija de... Google, decide llevarnos, a mí y mis Resilias, por unos caminos no aptos la pisada humana, hasta que desembocamos en el arcén de una carretera. En ese punto ya le envío a gritos mis más expresivos recuerdos a los jefes de Miss Google, allá en Silicon Valley. Hace un sol de castigo que me está cociendo la nuca, y saco el sombrero tipo australiano que me compré en un mercadillo de Toulouse. 

Veo que el arcén tiene un caminito terroso y lleno de guijarros para los peatones, así que me resigno y sigo por ahí, llevando a Doña Resilia a pulso, porque la pobre en esas condiciones no puede rodar.  En estas estamos cuando para un vehículo a mi altura y una voz me pregunta si voy muy lejos. Al volante, una chica joven que mira mi sombrero y mi maleta y repite la pregunta en varios idiomas. Según Miss Google, quedan 5 minutos, y de hecho estoy viendo de lejos el letrero del hotel. Le agradezco el ofrecimiento a la chica, y ella insiste en que, aunque sean 5 minutos, bajo el sol y con peso duran mucho más. Estoy tentada de aceptar, pero un exagerado instinto de conservación me lo impide. Una de mis medidas de seguridad es no subirme a coches que no sean de conocidos o no sean taxis. Nunca se sabe dónde te llevan en realidad etc etc. Así que le agradezco mucho el ofrecimiento pero lo rechazo. Cuando el coche arranca, veo un perro instalado en la luna trasera que me observa alejándose. Y en ese momento me doy cuenta de que la chica no era una secuestradora de la trata de blancas, sino simplemente una chica normal y corriente con ganas de ayudar. 

Tomo nota mentalmente para no ser tan desconfiada, porque ya he percibido que la gente en estas pequeñas ciudades del sur es muy cercana, charlatana y hospitalaria, y se prestan a echarte una mano cuando ven que vienes de fuera. Al menos es mi experiencia, claro que yo me muevo por las proximidades de lugares turísticos donde están acostumbrados a que los extranjeros se despisten y anden perdidos.

- Cuando por fin llego al hotel compruebo in situ que es un motel de carretera como en las películas, y que efectivamente es muy básico. Pero al menos parece limpio, o esa ilusión me hago hasta que más tarde encuentro un pelo en el lavabo que no reconozco como propio... 

Pero antes de eso, quedo perpleja porque, una vez obtenida de una máquina expendedora la tarjeta magnética que da acceso a mi habitación, me encuentro con que en la puerta no hay lector, sino una cerradura, por cierto oxidada. Otros residentes (jubilados, transportistas de furgoneta muy tatuados) se asoman y se ponen a querer ayudarme. Veo a una limpiadora y la movilizo también. Ninguno de nosotros nos explicamos el misterio de la cerradura, aunque hay tantas teorías como personas he ido convocando.  Hasta que, ante el barullo, asoma la cabeza el encargado y me pide que le muestre el ticket que, junto con la llave, me ha entregado la máquina... Para mi sonrojo, resulta que es la número 61. Y mi cerebro ha registrado ese 1 como una i, por tanto he buscado la puerta número 6... no tengo arreglo! Pero al menos les he distraído un ratito a los residentes, sobre todo a los  mayores, que estaban muy aburridos los pobres... 

Una tontería siempre es susceptible de empeorar, y he aquí que durante los dos días siguientes, en la sala del desayuno, me preguntan el número de habitación y doy siempre uno incorrecto. No el 6, sino el 60... que mi cerebro ha debido escoger al azar. Para el tercer día ya no hace falta, porque soy famosa en el hotel y todos se han aprendido el número de mi habitación menos yo. 






 









16.5.25

Continuación de mi estancia en Toulouse.

Como para compensar el cuadro bucólico que pinté ayer, hoy he presenciado varias escenas callejeras con gendarmes pidiendo la documentación de malas formas a los clochards, por cierto todos ellos franceses y blancos, al menos en el centro. Algunos de ellos se me acercaron ayer para pedir, muy respetuosamente. Los de hoy estaban bastante más perjudicados, y dos de ellos han requerido el SAMU y una ambulancia. También he visto trapicheo de papelinas en el barrio de Arnaud-Bernard y en alguna zona de la orilla izquierda del Garona. Matabiau, por detrás de la estación y no lejos de mi apartamento, parece que era el lugar preferido de la prostitución, pero leo que eso ha cambiado a mejor. La realidad es muy tozuda, así que se habrán mudado a otra parte... y no muy lejos, porque en el pasillo de entrada a mi alojamiento hay un cartel que ha puesto la comunidad de vecinos,en el que se advierte de que, en caso de detectar que los apartamentos están siendo utilizados como locales para actividades sexuales, pondrán una denuncia etc etc


Pero retomando el cuento pastoril que estaba contando sobre esta bella y encantadora ciudad, a continuación hago una lista de mis impresiones, sin orden ni concierto, enumeradas en las siguientes 

Notas:

- Se me ha olvidado mencionar que un tramo del trayecto en tren de Narbonne a Toulouse atravesamos las enormes lagunas del Parque Natural Narbonés, con salinas separadas del mar por una estrecha franja de terreno. La visión de este paisaje al atardecer me tenía fascinada, hasta que la pasajera de delante bajó bruscamente la persiana sin consultarme, porque el reflejo del sol le impedía ver la pantalla de su móvil. Me he vuelto muy reñidora (léase gruñona), pero dado que se trataba de una adolescente y viajaba con un papá consentidor, me busqué sin más otro asiento libre con vistas. Divino tesoro. 

- Toulouse ha sido todo un descubrimiento. La escogí simplemente como punto de enlace de la ruta ferroviaria hacia los Pirineos Atlánticos y Las Landas (Bayona, Biarritz, Hendaya, Dax). Pero no esperaba encontrarme con un lugar tan sumamente agradable. Me ha cautivado con su encanto, y no es un mero giro del lenguaje. Se percibe que es una ciudad próspera, supongo que en buena medida por ser sede desde siempre de la industria aeronáutica y más tarde espacial. Pero ha sabido conservar buena parte de su esencia y su personalidad, y eso se agradece y se disfruta paseando al azar y sin rumbo, como tengo por costumbre.  

- Mis paseos por esta ciudad son todo un disfrute para los sentidos. Está repleta de patios que contienen muchas sorpresas, casi siempre en forma de tienda o restaurante pintorescos. Abundan las placitas encantadoras con fuentes que son auténticos santuarios del relax urbano, aunque en realidad por el casco histórico reina el silencio porque hay muy poco tráfico rodado. Tiene un tamaño abarcable, de modo que en poco tiempo y gracias al instinto, a los postes indicadores y a la cartelería (bilingüe Francés - Occitano), veo cómodamente tanto lo esencial como ese añadido que siempre se le escapa a las guías turísticas al uso. Así aprendo datos fascinantes, como por ejemplo: 

- Una de las rutas principales y más populares desde Francia al Camino de Santiago pasa por aquí, y se le llama Camino de Arles por salir desde allí (también Vía Tolosana, por atravesar Toulouse).  Parte desde Provenza y penetra en España por Aragón (por Somport, y luego Jaca). En la Edad Media, los peregrinos eran acogidos en la Basílica de Saint Sernin (o Saturnino... suena mejor en Occitano). 

- Esta basílica fue considerada en su tiempo una de las más grandes de la cristiandad, y la corona una torre muy especial, jalonada de varios niveles de finas columnatas. Mi visita coincide con un ensayo de un grupo de cantantes de cámara, acompañados con gran sonoridad del órgano titular del templo, toda una enormidad monumental. Mientras disfruto de este privilegio desciendo a la curiosa cripta, que contiene los restos del primitivo templo medieval. Abajo, un hombre oriental se empeña en retratarse en la penumbra con las reliquias y el tesoro allí expuestos. Ni que decir tiene que en cuanto me ve me recluta como fotógrafa, y como estamos en recinto sagrado y hay que portarse bien, expío mis culpas prestándome al proselitismo y le echo resignación y buena fe al tema. Pero es tarea imposible porque pecamos de prudentes al acatar la prohibición de usar el flash, y en estas condiciones las fotos salen tirando a fantasmales. Nos perdonamos mutuamente con sonrisas franciscanas. 

- Este Saint Sernin da nombre a la principal calle medieval, la del toro (Taur, en occitano). Parece que tras ser martirizado, el cuerpo sin vida del pobre Saturnino sufrió el escarnio de ser arrastrado al suelo por el toro que le transportaba hacia su sepultura. Los dominicos que trasladaron sus reliquias a la basílica construida en su honor no contaban con que siglos más tarde el impío de Napoleón, hijo de la Revolución, reconvertiría el edificio para usos militares tras desacralizarlo. Pero en esto de la historia impera la ley del eterno retorno, y el final de la historia se puede adivinar fácilmente. Faltaría más.   

- La plaza llamada de Capitole se supone que fue donde martirizaron a... en este punto voy a dejar a San Sernin en paz, para no martirizarme yo. Parece que de esta inmensa plaza partía el cardus de la Tolosa romana, por tanto siempre fue el cogollo, nunca mejor dicho si dedicamos un recuerdo a nuestra querida Tolosa española, para que no se sienta ninguneada. Con los siglos terminaron construyendo allí un tremendo palacio real barroco del XVII que pedía a gritos una plaza a juego, lo que le fue concedido en el XVIII, siglo de la Razón. En consecuencia esa gran explanada es cuadrada, como no podía ser de otra manera. La plaza es no sólo bellísima sino que presenta un gran ambiente a todas horas, especialmente en las terrazas junto a sus soportales. Algunos de los restaurantes son históricos y su decoración tiene solera y buen gusto a raudales. En una de las alas del palacio Capitole hay un renombrado teatro de ópera. 

- Por detrás del Capitole se encuentra el Donjon, precioso edificio renacentista de techos de pizarra y estrechos torreones. Fue prisión y luego archivo. Ahora es la oficina de información, y allí me entero de que la noche de los museos se celebra mañana sábado con multitud de eventos. No me la pierdo, de todos modos casi no duermo. 

-  Siguiendo esta calle Taur hacia la orilla del Garona se recorren una serie de vías que atraviesan la Toulouse de antaño y que llevan el nombre de los gremios artesanales que allí se establecieron, como los hiladores, torneros etc. Ante la escasez de piedra en la región, los edificios son de ladrillo, con contraventanas de madera pintadas en su mayor parte de azul o bleu pastel. No en vano los comerciantes locales se enriquecieron a partir del s. XVI con este pigmento, tiñendo de azul a la monarquía y exportando por toda Europa telas que lucían esta famosa tintura. Esto dio lugar a que se construyeran magníficos palacios renacentistas, como el de la familia Assézat, cuyo patio, no hay color, quita el hipo. 

- El caudaloso Garona tiene varios puentes, a cual más bello, de los que el más retratado es metálico, el Pont Saint-Pierre. De fondo asoma la alta cúpula de la iglesia del hospital en el barrio de Saint Cyprien, en la orilla izquierda. En este enorme hospital de la Grave (o grava del río) se ocuparon de las víctimas de la peste negra durante siglos y luego tuvo que ser desinfectado a fondo. Sigue vinculado a la sanidad pero en plan administrativo. 

El otro puente es el Pont Neuf, o nuevo, que de eso no tiene nada puesto que se comenzó en el s. XVI y se terminó en el siguiente, al interrumpirse su construcción por las guerras de religión de la época (un todos contra todos de lo más sangriento). Es de piedra, y está bien anclado en el cauce porque este Garona parece que es caprichoso y tiene fuertes crecidas. En uno de sus ojos algún artista con sentido del humor ha sentado un demoniejo rojo con cuernos que contempla divertido las aguas sin ningún atisbo de culpabilidad. 

- Las inundaciones provocadas por el río fueron muy mortíferas para la ciudad hasta que se construyeron unos muelles que a la vez servían de diques. Resultado colateral de una de estas obras de ingeniería fue que consiguieron desecar un brazo del río, el canal llamado Garonette. Con él, desapareció la pequeña isla de Tounis, que ahora es tierra firme. Parece que en su época había por estas orillas barcazas que servían para que la gente se bañara sin peligro, lavanderas, pescadores de arena y de guijarros para la construcción, y otras profesiones con mucho tipismo. Al decaer el tráfico fluvial todo este mundo desapareció, junto con los pequeños puertos de atraque, que han sido convertidos en plazas ajardinadas con gradas donde la gente se reúne para relajarse y conversar. 

- No puedo visitar otros monumentos famosos como el Convento de los Agustinos por encontrarse en obras de reforma, pero si soy sincera mientras haya luz del día me apetece más respirar el ambiente de la calle que encerrarme en un recinto, por culturizado que esté. Caprichosa que es una. 

- En épocas más recientes, Toulouse quedó vinculada al exilio republicano español, cuyos avatares se explican en varios folletos, libros y visitas guiadas. Esta ciudad acogió brevemente a finales de los 1940s la sede del Gobierno de la República en el exilio. Pero diez años antes de eso, los españoles que huyeron al final de nuestra guerra civil atravesando los Pirineos fueron confinados por las autoridades francesas en campos de concentración, mal resguardados de la intemperie. Algunos familiares míos estaban entre ellos. La Resistencia llegó por allí y reclutó a muchos, que terminaron uniéndose a los diferentes ejércitos en lucha contra el Tercer Reich y luego murieron en los campos nazis de exterminio. Muchos de los que se quedaron perecieron por las penalidades sufridas. La mayoría de los que lograron resistir a tanta desgracia no podían regresar a la España franquista, por lo que se instalaron en Toulouse. Sus descendientes se ocupan de mantener vivo el recuerdo. 

Leo en un folleto muy completo editado por el Ayuntamiento de Toulouse que hay recorridos guiados, y ciertamente se señalan muchos lugares vinculados a los exiliados españoles, que asegura que aquí llegaron a ser 20.000. En conmemoración de la huella que dejaron en esta ciudad, hay un muelle que han nombrado en su honor, y un impresionante monumento dedicado a ellos. 

- Toulouse tiene en el centro varios jardines de gran belleza, aunque no de gran tamaño. Están el Jardin des Plantes, donde hay coloridos y cantarines gallos sueltos, y el Jardin Royale. Pero el más espectacular es el Jardín Japonés, encargado en los 1980s por un alcalde llamado Pierre Baudis, admirador de este tipo de jardinería. Cuando llego, el sol de media mañana hace resaltar aún más los colores y las texturas. Hay un pabellón oriental de madera con vistas al puente sobre el estanque por un lado, y sobre el jardín de arena de guijarros por otro. Leo en las cartelas todos los detalles sobre la tradición ancestral por la que la mano del hombre modifica la naturaleza hasta hacerla recrear, sólo en apariencia y tras un largo y laborioso proceso, las cosas que la propia naturaleza ya nos ofrece, sólo que estas últimas son de verdad y sin adulteraciones. Es decir, que las rocas están colocadas para parecer montes, y los guijarros son labrados con un rastrillo para que parezcan las olas del mar, y en cuanto a la vegetación, los arbustos y los árboles son manipulados en podas que a lo largo de los años modifican tanto su aspecto que los vuelven irreconocibles. La verdad es que el efecto es precioso, pero... yo soy más partidaria de los jardines paisajísticos, que creo que son más respetuosos con la naturaleza, la verdad. Se asemejan al campo pero en su versión más domesticada, es decir, asumible para urbanitas como yo que no soportan el campo fetén pero aceptan estos recintos como campiña de compañía. Dicho esto, la paz que se respira en este jardín zen de Toulouse parece contagiar a todo el que entra y hablamos a media voz, de modo que le susurro a un japonés que me queda al lado si le parece que este jardín está conseguido. Me responde vigorosamente que sí con la cabeza. Prueba de autenticidad superada. 

- La otra gran vía navegable de Toulouse es por supuesto el celebérrimo Canal du Midi, que parte de aquí y desemboca en Sète, a orillas del Mediterráneo. El brazo que parte hacia el atlántico y desemboca en Burdeos se llama Canal Lateral del Garona. La idea la tuvo, en tiempos del Rey Sol, el ingeniero Ricart, cuyo monumento debidamente empelucado adorna una de las orillas. Combinó los caudales de varias vías de agua, salvando los desniveles a base de esclusas, para lograr que el Canal de los Dos Mares pudiera transportar mercancías de costa a costa. El nacimiento del ferrocarril redujo este sueño del comercio fluvial a una mera ensoñación para embarcaciones turísticas. Mañana me explicarán todos los detalles en el barco que recorre un ratito el canal. Tenía billete para hoy, pero mi niebla cognitiva y los dioses que dirigen el tráfico se han confabulado en mi contra, cachis en la mar salá (y nunca mejor dicho). Lo explico en el 

Anecdotario:

- En una librería de las muchas que hay aquí, pero dedicada a las publicaciones en occitano y en provenzal, veo que en el escaparate tienen decenas de ejemplares de El Principito traducidos a todos los dialectos y hablas imaginables. Entre ellos, "Er Prinzipito" en "andalú". Me carcajeo a gusto pensando en las conversaciones que el tal Prinzipito podría tener con su amada rosa... perdón, roza, en zu planeta (que por zupuehto ze llama Cai, donde ze cecea musho). Y me pregunto qué pensaría Saint-Exupéry de zemejante apaño con su prosa... perdón, proza poética, que convierte su libro en un sainete de los Álvarez Quintero, dicho con todo el respeto. Pero quien lea El Principito y a continuación lea Sangre Gorda va a poder comprobar que se encuentran en planetas distintos de galaxias muy, muy lejanas...

A Saint-Exupéry le recuerdan en Toulouse porque vivió aquí, ya que fue donde comenzó su carreta de piloto aéreo en los años 1920s. Le han dedicado un precioso monumento en el Jardin Royale en el que sujeta en la palma de la mano a su criatura más famosa, con la bufanda al viento tal y como él la dibujó. 

- En la plaza de la basílica de Saint Sernin me siento en un banco a escuchar un concierto callejero de jazz. Se me acercan dos muchachas muy estilizadas, tocadas con gorro marinero, a preguntarme si puedo ayudarlas a participar en un reto. Se trata de una yincana, y el reto consiste en que deben contarme una historia y yo debo escucharla hasta el final. A continuación, se embarcan en unas explicaciones a dos bandas en alguna lengua nórdica incomprensible por completo para mí. Al acabar me felicitan por mi aguante, porque lo visto hasta ahora su audiencia se impacienta y huye despavorida. Les pregunto si son suecas, y me dicen que son finlandesas. Les cuento que yo veraneaba en Fuengirola, que tiene una colonia de finlandeses muy nutrida. Lo conocen de sobra. Son muy simpáticas, y me entretengo viendo cómo sus amigos, todos de marinerito, vigilan sus evoluciones por la plaza en plan cuenta cuentos. Superado el reto, se despiden de mí y se marchan.  

- Estos tolosanos son en general abiertos y charlatanes. Al menos tres veces han pegado la hebra conmigo, identificándome como extranjera y queriendo saber de dónde soy... estarán recopilando un censo de turistas? 

- Y pasamos a la desilusión del día de hoy. Mi déficit de atención me juega muy malas pasadas. A menudo sale caro ser yo, y no me estoy refiriendo al bolsillo precisamente. Mis despistes a veces me hacen sufrir, como a Humphrey Bogart sus modales (en El sueño eterno, en el papel de Philip Marlowe, le suelta a Lauren Bacall que sus modales le "hacen llorar en las noches de invierno"). 

Expongo los hechos: reservo previo pago un paseo en barco por el Canal du Midi. Los barcos parten de un muelle y tras el itinerario atracan en otro diferente. El paseo es especialmente interesante porque incluye la apertura de tres esclusas. Me organizo con antelación: consulto el itinerario y los horarios para llegar al muelle sin agobios, y mientras llega la hora de embarcar aprovecho para explorar los alrededores. Me da tiempo hasta de buscar tranquilamente una toilette pública gratuita de las que abundan por todas partes. Y cuando llego hasta la barcaza... resulta que me he equivocado de muelle, porque he interpretado las instrucciones al revés. 

Mi ligera dislexia me tiene más que acostumbrada a este tipo de retos, de modo que al principio no me agobio y consulto la distancia que  me separa del embarcadero correcto. Está en la otra punta del canal urbano: 50 minutos andando, 15 en coche. Quedan 40 minutos para la salida, así que busco un taxi. Pero en esta bendita ciudad donde todo es tranquilidad y sosiego y donde la bicicleta reina suprema en las calles... no abundan. En media hora pasan dos taxis libres que no paran, maldita sea su estampa. Los que sí se dignan mirarme a la cara están ocupados. Mientras tanto, intento llamar a todos los taxis de Toulouse que me señala Miss Google, pero ninguno me coge el teléfono, en algún caso mi móvil ni siquiera acepta realizar la llamada por motivos que se me escapan. Tengo la app de Uber, que he usado muy pocas veces y con la que no estoy familiarizada, y que de forma despiadada me sugiere otro itinerario para la recogida y otro destino, como por ejemplo.... el aeropuerto! 

Yo no soy muy hábil, no veo bien la pantalla porque me deslumbra el sol, y a estas alturas ya me estoy poniendo frenética, de modo que lo dejo correr porque está claro que no voy a llegar, y valoro mucho más mi salud mental que los 14 euros no reembolsables que he pagado. Como se me ha antojado el barquito, intento reservar para el día siguiente, pero no hay plazas para las esclusas. En este punto me acerco a la barcaza turística atracada en el muelle donde me encuentro, y veo a dos jóvenes muy guapetes y musculosos que la están limpiando y poniendo a punto. Intentan ayudarme, uno con paciencia y otro sin ella. Ahorro consignar aquí los detalles de las arduas negociaciones, pero el resultado es que me piden que les envíe un correo de consolación por si alguien anula su plaza, aunque claramente me consideran una yaya chocha de la que deben librarse cuanto antes porque les interrumpe sus tareas. Divino tesoro. 

Al final me resigno y, como no me dan seguridades, reservo otro viaje con un itinerario menos interesante para el día siguiente( por hoy)... Pero aquí viene lo que me hace sufrir. De nuevo mi cerebro malinterpreta las instrucciones y me encuentro con que he reservado dos plazas no reembolsables en vez de una. Así que Les Bateaux Toulousains se han hecho ricos a mi costa esta semana... y a mí, una vez más, me ha caído por partida triple ese rayo justiciero que es mi más que probable TDAH sin diagnosticar. Repito que sale caro ser yo, y no en el bolsillo sino en la autoestima. Da mucha inseguridad que este tipo de cosas te pasen todos los días de tu vida, desde la niñez. Pero un psiquiatra me dio el único buen consejo que he recibido en mi vida: que me aceptara tal como soy para ahorrarme sufrimientos. Y eso intento hacer, aunque a veces me sale mejor y otras peor. 

- Hoy, tras una ducha caliente y ya reconciliada con mi côté idiot, me he dado una vuelta para ver la puesta de sol sobre los puentes del Garona, y he husmeando el ambientillo propio de un viernes noche en Toulouse. Me topo con una muchedumbre de universitarios pertrechados de pizzas y cervezas, sentados sobre la hierba de ambas orillas y haciendo un botellón algo más civilizado que la media, pero emborrachándose de todos modos. Lo compruebo más tarde durante la noche, porque se congregan bajo mi ventana. Mi calle es muy céntrica y hay un trasiego constante de mozalbetes y mozalbetas con el volumen subidito. Menos mal que soy insomne. Una vez más, divino tesoro! 

- No veo que aquí las señoras más estilosas hagan la compra en los mercadillos callejeros portando una glamurosa cesta de mimbre, como en Provenza. De lo que deduzco que en general las tolosanas huyen de la cursilería. Estos mercadillos representan para mí lo mejor de lo que una cierta Europa puede ofrecer: puestos limpios, mercancía de primer orden, buenas maneras y un gusto por la excelencia, sin perder la espontaneidad. La fruta y la verdura se pesa en cestas de plástico. La carne y el pescado se sirven desde camiones perfectamente refrigerados, y tan limpios que no detecto charcos olorosos por el suelo (a lo mejor he pasado demasiado temprano?). Hasta tienen flechas que indican el sentido correcto para hacer la cola. Demasiado afán perfeccionista? Pues sí. Se resienten por ello la calidad del servicio y la sociabilidad de las conversaciones? Pues no. A veces los franceses me dan (sana) envidia, cuando veo cómo cuidan sus tradiciones y su cultura en los detalles más cotidianos... 

- En estos días he visto restaurantes y bares llenos a rebosar de gente que come a dos carrillos y bebe alcohol a placer, pero no me he cruzado con casi ningún caso de obesidad. O esta gente hace mucho ejercicio, o su nutrición es muy saludable y equilibrada. O los cuerpos no-normativos se sienten tan avergonzados por no ser normativos que sólo salen a la calle de madrugada... 

-  También he visto muchas personas, y no precisamente jóvenes, con estilismos bastante originales, léase peculiares rozando la extravagancia. Me encanta la gente valiente que se sale de la discreción para seguir sus propias normas sin importarle la opinión ajena. Yo soy una cobardica, y para eso... pues también. 

Otros, y otras, van tocados con el famoso béret, o boina francesa, a veces en su versión tradicional y otras en colores más divertidos, hasta chillones. Veo muchas mujeres de todas las edades que van muy elegantes, lo que no siempre significa que vistan ropa cara de diseño, sino que han sabido arreglarse con muy buen gusto y un toque personal. 

- Me atrevo por fin con la especialidad local, el cassoulet. Al principio me parece una fabada de toda la vida, pero tras dos o tres bocados mi paladar, que no es demasiado exquisito y no discrimina, se percata de que es un guiso de sabor más sutil. Me gusta, aunque le temo a las consecuencias de las alubias... Pero luego recuerdo que viajo sola. En cambio, no me tienta el dulce típico tolosano,la fénétra, un bizcocho de almendras con albaricoque y limón. Sin duda es una delicia, pero contiene casi todo lo que me sienta mal... domage! 

- Como curiosidad culinaria, en Toulouse se crearon por primera vez los caramelos de violeta, en época del primer imperio a  principios del s. XIX. Los veo en los escaparates, y tienen exactamente el mismo aspecto que los madrileños caramelos de violeta.... Entonces quién copió a quien? Las fechas que consulto pueden dar una pista, porque en Madrid parece que las elaboraron por vez primera en 1852 en La Pajarita. Más tarde, en 1915 en La Violeta. La fecha que me da Miss Google para los caramelos tolosanos es 1818. Han cantado bingo! (pero las violetas y el azúcar son lo mismo en todas partes, supongo?). 

- He visto muchas cosas admirables en esta maravillosa ciudad, la cuarta en importancia de Francia tras París, Marsella y Lyon. Pero en mi opinión el elemento más peculiar de todo Toulouse es, sin lugar a dudas, ese invento llamado urinoir. Los hay por todo el centro, y a simple vista son un contenedor de basura metálico como cualquier otro que se pueda hallar sobre las aceras. Presenta una puerta de apertura manual, nada remarcable. Pero, oh sorpresa, al abrir esa portezuela aparece un espacio donde la parte masculina de nuestra especie puede desahogar sus necesidades urinarias acoplando su miembro al hueco pertinente... et voilà! En lo alto de este ingenio el ayuntamiento ha colocado, sin duda para compensar con algo de estética la falta de glamour, una maceta con plantas crasas que a simple vista parecen artificiales. No me extraña, cualquier planta real sucumbiría al ácido de la urea ... 






















Copenhague me pone el listón muy alto de cara al resto de capitales nórdicas. Me gusta muchísimo esta ciudad hermosa y dinámica, que combina...