Llevo dos días en Poitiers, adonde llego para explorar desde aquí la región de Charente, departamento de Vienne. En estos días quiero visitar los pueblos medievales de Ligugé, Lusignan y Montmorillon, además de las ciudades de Angulema, Limoges y Périgueux. Hubiera querido ir a Niart y Chauvigny, pero me faltan días y debo ir avanzando hacia Tours, de donde salen muchas rutas hacia el Valle del Loira y sus castillos. Si me recreo demasiado en cada región, iré gastando el presupuesto antes de abandonar Francia, y me esperan otros países.
Mi alojamiento me encanta. Tras dos experiencias retirada de la civilización en moteles de polígono industrial, he vuelto a las casas antiguas con sabor en pleno casco histórico. Lo malo es que esta además de tener sabor también atesora una capa de mugre de la época, se ve que la limpian con poca ilusión. Pero lo perdono todo, porque está dentro de un ancho torreón cuadrado, con un tejado de pizarra rematado por una veleta, y suspendido sobre el dintel del arco de piedra que da acceso a un patio, justo en la trasera de una casa tradicional, con un pequeño jardín que tras su muro abunda en rosales de varios colores. Volver a casa es una delicia, y eso que mi habitáculo es casi tan estrecho como la escalera de la muerte que une los dos niveles. El WC está en el inferior, y cada vez que lo uso me aferro a las paredes para no llegar rodando hasta los pies de la misma taza.
Resumo mis caminatas y mis excursiones en las siguientes
Notas:
- Poitiers, llamada "la de los cien campanarios", es la ciudad más dinámica del antiguo Poitou. Su importante universidad data del siglo XV, pero también recibe muchos turistas porque está cerca del famoso Futuroscope, una especie de parque temático divulgativo sobre ciencia y tecnología que es el segundo en visitas tras Disneyland París.
La gran época de esplendor de Poitiers fue durante el reinado de los duques de Aquitania (los de Leonor de ídem, reina al cuadrado como consorte primero de un rey de Francia y luego de uno de Inglaterra). Tenían aquí su palacio etc, pero eso de que estas tierras fueran inglesas por su segundo matrimonio no gustó nada de nada, como es comprensible. Su reconquista se disputó en la Guerra de los Cien Años (mal contados, porque no llegan). En este tiempo la villa fue cercada y retomada por el rey de Francia Carlos VII en el s. XV y hasta llegó a ser capital del país temporalmente. Cuando todo parecía más calmado, en siglos posteriores vino un nuevo cerco, pero esta vez a manos de los protestantes durante las Guerras de Religión, y vuelta a empezar.
Tras la Revolución Francesa por fin parece que tuvieron unos siglos comparativamente más tranquilitos, y con la llegada del ferrocarril esta ciudad pasó a ser un centro comercial y administrativo muy importante, lo que da lugar a que haya algunos edificios del s. XIX que están pidiendo a gritos "mírame, soy muy importante". En vano, porque lo que realmente es importante en Poitiers son sus iglesias románicas. Son auténticas joyas la catedral de Saint Pierre y la iglesia de Saint Porchaire (nombrecito que no retiene mi cabecita). Pero la que me deja muy impresionada es la Colegiata de Notre-Dame-la-Grande, del s. XII, con unos frisos y unos remates de torres de un estilo románico hasta ahora desconocido para mí. Desgraciadamente no puedo entrar porque se encuentra en plena restauración, pero en las fotos que hay en el exterior veo que sus columnas están todas policromadas, y que sus vidrieras son preciosas.
Poitiers está rodeada de valles y ríos (el del Boivre y el del Clain), y sobre todo de espesos bosques de gran hermosura. El casco histórico, como otros de su entorno, está construido sobre un promontorio alto, muy alto, tan alto que por muchos sitios hay rampas y sobre todo interminables escaleras. Las cuestas son de aúpa, y yo aúpo mi cuerpo lo mejor que puedo, pero todos los días llego hasta arriba echando los bofes. Cosas de las ciudadelas defensivas... tampoco es de extrañar con tanto cerco.
Los tejados de las casas son de pizarra, y el contraste del negro con las fachadas blanqueadas resulta muy alegre. Menos alegre es el carácter en general de la ciudad, pero es que lo estoy comparando con la bulliciosa Burdeos, de donde provengo. Aquí el talante de la gente me parece más serio, pero no por ello dejan de ser amables y distendidos. Esta ciudad, pese a contar con mucha juventud universitaria, se recoge pronto por las tardes, y tampoco madruga demasiado. Muchas veces me encuentro caminado sola por las calles, sin cruzarme con nadie.
Las puertas en el casco antiguo de Poitiers son invariablemente azules. Salvo unos pocos disidentes, que las han pintado de verde o incluso se han atrevido a barnizarlas del tono marrón más habitual. Insolentes.
- En Angulema me espera una sorpresa. Voy allí porque sé de antemano que tiene mucha importancia en la historia. Y porque es sede mundial del cómic, con el festival anual más prestigioso de esta rama artística y un museo especializado.
Nada más bajarme en la estación (en obras, como no) me encuentro con los primeros monumentos a los dibujantes y personajes del cómic (luego veo muchos más por todas partes). En la explanada hay un dolmen que conmemora a Uderzo, el dibujante de Astérix y Obélix, cómic que yo devoraba de pequeña porque me los prestaban los niños de la vecina francesa que teníamos en Barcelona.
Emprendo la marcha con una sonrisa, que se me borra a los pocos pasos porque, un poco más allá, descubro un monumento que recuerda que desde esta misma estación salió el primer tren francés camino del campo de exterminio de Mautthausen, cargado de españoles republicanos que se habían refugiado en Francia huyendo de nuestra guerra civil. La mayoría no sobrevivieron. Uno de los fallecidos fue un familiar de mi madre, y me pregunto si iría en ese mismo tren. Era un chico muy joven que se alistó en la Resistencia para poder así salir del campo de refugiados donde le habían confinado las autoridades francesas al cruzar la frontera. Era invierno y les estaba nevando literalmente encima porque las instalaciones eran muy precarias. El texto bilingüe esculpido en el monumento da como fecha de partida del tren el 20 de agosto de 1940. Y finaliza diciendo "No os olvidamos". Efectivamente, mi memoria es pésima pero yo no olvido ni este genocidio del pasado, ni los actuales tampoco.
Aprovecho para resaltar que en muchos pueblos y ciudades francesas se recuerda el genocidio armenio (a manos del Imperio Otomano en 1915). Las estelas que lo conmemoran se llaman khatchkar, que significa cruz de piedra, y son de un tipo de piedra volcánica rojiza. Muchos armenios se exiliaron en Francia, y ya naturalizados acabaron participando en las dos guerras mundiales, por lo que se les honra como a patriotas franceses. Sus descendientes se han quedado aquí, Charles Aznavour por ejemplo era de origen armenio.
Angulema, pese a su valioso patrimonio, está bastante más sucia y descuidada que Poitiers, sus aceras son un desastre y hay bastante mendicidad en el centro. Eso me da la oportunidad de observar durante unas horas la cotidianidad de la Francia real, no la de las postales para turistas.
Pero turista soy a fin y al cabo, y termino recorriendo sus murallas, que están ajardinadas a varios niveles. Una vez más la villa está sobre un promontorio y las vistas son panorámicas, pero las pendientes son muy acusadas. Me cruzo con varias personas que desprenden un inquietante aroma a Eau de Sobac, y las critico para mis adentros por su falta de higiene etc... para acabar yo misma oliendo a la misma fragancia después de bajar y luego subir la cuesta del río bajo un sol despiadado. Sólo que yo voy dando el cante por soleares, que es más español.
La catedral de Angulema es maravillosa, de ese estilo románico local que me resulta tan original. El campanario es impresionante. Su fachada según las cartelas pretende ser un libro abierto, con renglones, para poder seguir la Historia Sagrada. Hasta ahí, nada inesperado. Pero no sólo aparecen santos, también incluye un friso que relata casi en secuencia de cómic un episodio de la Chanson de Roland. En este cantar de gesta medieval el héroe caballeresco Roland, sobrino de Carlomagno, ayuda en nuestra Reconquista matando con su Durandal, nombre de su espada legendaria, al rey musulmán de Zaragoza. Toma ya friso políticamente incorrecto.
- Al salir de la catedral, veo en la valla unas cartelas que cuentan la historia del arquitecto que la restauró (por medio de un cómic, claro). Se llamaba Paul Abadie y fue el mismo que construyó el Sacré Coeur de París. Parece que el románico se consideraba un estilo menor en el s. XIX, y no se daba ninguna prioridad a restaurar las iglesias medievales. Pero este señor defendía el románico y se dedicó, con la ayuda de la curia local, a reconstruir esta catedral y también a restaurar otras muchas, entre ellas Notre Dame de París. También reconstruyó el castillo de los condes de Angulema (en... Angulema, como su propio nombre indica) y lo adaptó para convertirlo en el ayuntamiento. Este último edificio cuenta con dos grandes torres medievales, que él incorporó al conjunto para conseguir un efecto despampanante. Muy buen gusto tenía este Abadie, y mucha coherencia además, porque parecía ya predestinado por su apellido...
- A la vuelta desde Angulema me bajo del tren a diez minutos de Poitiers, para darme un paseo por el encantador villorrio de Ligugé, donde se dice que está la primera abadía que se construyó en todo el Occidente. Es benedictina y según la leyenda la fundó el mismo S. Martín en el s. IV. A mí estos datos se me olvidan muy pronto porque, siendo la abadía muy bonita, prefiero deambular por las calles de esta aldea de cuento, rodeada de unos bosques también de cuento, donde el sol del atardecer resalta los colores de las flores y el rumor del río se oye desde cualquier calle porque todo es silencio. En los días siguientes voy a recorrer muchos pueblos medievales llenos de encanto como este, y en todos me cruzo con muy poca gente, con la que me intercambio unos bonjours o bonsoirs susurrados, para no romper ese silencio tan preciado. Me parecen lugares idílicos, pero yo, que paso de largo, sé que sería incapaz de quedarme a vivir en ninguno de ellos.
Ligugé, a juzgar por los precios del escaparate de la inmobiliaria local, es lugar para gente adinerada. Y muy acorde con esto sus calles están impecables, en contraste con Poitiers a sólo diez minutos de tren, que no está, como diría mi madre, saltando de limpio.
- Al día siguiente visito las villas medievales de Lusignan y Montmorillon. La línea de tren regional que sirve a esta zona desde Poitiers está en obras, por lo que hay un autocar de sustitución. Solamente uno para cada tramo horario, puesto que se trata de pequeños pueblos mayormente agrícolas y no parece que haya mucha demanda. Los propietarios de estas casas pintorescas no utilizan el transporte público. Mi padre siempre me decía que la Francia de provincias es un país de grandes ahorradores, y que eso les permite un buen nivel de vida sin grandes aspavientos. Por tanto, quienes atestan el autocar por la tarde son los trabajadores de las granjas y/o almacenes, que están de vuelta de sus labores y se desplazan de un pueblo a otro. Puedo oler lo dura que ha sido su jornada.
- Llego a Lusignan demasiado temprano, porque precisamente por la combinación tren-autocar mis itinerarios se complican y debo combinar la poca oferta de horarios con las distancias que quiero recorrer. Puedo dar fe de que Lusignan a las 7:00 de la mañana es un pueblo fantasma. O han puesto el despertador todavía más temprano que yo, o están todos durmiendo. Sólo pasan tres coches, y menos mal porque ya empezaba a pensar que los únicos seres vivos del pueblo eran los pajaritos mañaneros. Me marcho de allí dos horas después, y sigo sin cruzarme con nadie, ni ver luz en las ventanas, ni oler al café del desayuno, ni el rumor de la tele o la radio... Un momento, la boulangerie acaba de abrir! Yo estoy acostumbrada a una ciudad que nunca duerme, y me llama mucho la atención este ritmo reposado y demorado. Sin duda esta gente sabe entender la vida mejor que yo, que debo andar errada en mis convicciones de urbanita impenitente.
En su evocador casco histórico, Lusignan comprendre un puente de entrada sobre un ancho foso, los restos de un castillo sobre la vereda del río Vonne, un albergue para peregrinos hacia Santiago, una preciosa iglesia románica, un gran mercado (les Halles) medieval de madera, y sobre todo unas calles con casas de piedra que, si no son medievales, desde luego tienen muchos siglos a sus espaldas.
En busca de las ruinas del castillo me adentro unos minutos entre la maravillosa arboleda, y piso la hierba todavía empapada de rocío. En las cartelas leo que la antigua fortaleza del s. XI fue destruida en la Guerra de los Cien Años, y que luego la reconstruyó Jean de Berry en el s. XIV. Este duque fue el que mandó ilustrar el famoso libro de horas "Las muy ricas horas del Duque de Berry". Esta joya contiene iluminaciones, o grabados policromados, que son una auténtica maravilla. Mi padre, que era un aficionado a las ediciones facsímil para bibliófilos, tenía un ejemplar de esta obra, un gran tomo forrado de felpa que, al abrirlo, deslumbra en cada página con unos colores refulgentes. En una de esas iluminaciones aparecen la villa de Lusignon y su castillo tal como eran entonces. Habría por entonces algo más de vidilla por las calles? Sospecho que sí.
Mientras me alejo, la única presencia que encuentro en el escaparate de una librería es la de un retrato gigante de la celebridad local André Léo, seudónimo de una escritora decimonónica que aparece sentada en un butacón, desplegando los volantes en cascada sobre un miriñaque y sujetándose la frente con el codo apoyado en una mesa. Pensativa estaba esta señora ante las desigualdades que sufrían las mujeres de su época, y por medio de sus escritos las denunció y sentó las bases para ponerles remedio.
- Desde allí me desplazo a Montmorillon. Se trata de un pueblo más escénico, de mayor tamaño y además es un foco turístico de primer orden desde que Régine Deforges, una novelista nacida en la localidad, creó allí un festival literario al estilo de los Hay Festival británicos, aprovechando que este lugar se ha dedicado siempre a la fabricación de papel y a la edición. Su idea fue evolucionando, y hoy día Montmorillon exhibe con orgullo su condición oficial de Ciudad de las Letras y de los Oficios Librescos. Más sobre este tema luego.
En estas pequeñas localidades de la Vienne siempre hay matas de rosales florecidos por todas partes, y multitud de otras flores que no sé identificar y que en este clima húmedo crecen contentas y felices. Hay muchos caballos, vacas , cabras y ovejas. Hay un río (o dos), y nunca falta un espeso bosque. Hay un puente histórico (o dos) y una iglesia de espigada aguja (o varias, a veces de otro estilo más centroeuropeo, dependiendo de si durante su construcción la ciudad era católica o protestante). Suele haber una antigua fortaleza sobre un promontorio, y un château (o más) al gusto de la aristocracia del momento, o del nuevo rico que se empeñó en "reconstruirlo". También hay muchas casas tradicionales con encanto, casi siempre con las contraventanas metálicas (blancas) o de madera (azul pastel). Y a veces, en las afueras, alguien se ha construido un Versallitos, o un mini Tara, o una imitación de las casas de tablones de madera de los Hamptons, o ha recreado el jardín del papá de Amélie. Para gustos los colores, pero afortunadamente suele predominar el color local.
La ciudad alta de Montmorillon, desde su puente más antiguo sobre el río Gartempe, ofrece una panorámica espectacular porque lo que se ofrece a la vista es una perspectiva de su iglesia de Notre Dame, rodeada de casas medievales (de adobe y traviesas de madera), todo ello suspendido en un acantilado rocoso sobre la orilla izquierda del río. Subo a la torre coronada por una Virgen de piedra que hace las veces de mirador. Desde allí el río, el puente del s. XV y la ciudad baja resultan bellísimos, pero está empezando bruscamente una ola de calor, y el sol literalmente me empieza a morder la piel, aunque vengo preparada con un sombrero de alas anchas y crema protectora.
Busco desesperadamente la sombra, y deambulo por las tranquilas calles más arriba de los restaurantes turísticos. Sin buscarlo, me topo con un pequeño jardín encantador, todo él plantado de rosales, con un enorme plátano de sombra y un banco de madera que circunda su ancho tronco. Salvada! Cada rosal está dedicado a un escritor, todos franceses menos Shakespeare (y Cervantes, mire usted?). Me siento en el banco y paso una hora larga escribiendo en este blog, no porque me inspiren los genios de la literatura sino porque el frescor que sube del césped y el refugio de la sombra me dan la vida. La muerte me la quieren dar las abejas que se empeñan en intentar picarme, pero no se lo tengo en cuenta en atención a que son una especie en extinción.
Al bajar hacia el puente, curioseo por las tiendas y los museos librescos de esta ciudad. Hay, aparte de librerías que es lo obvio, tiendas dedicadas al arte de la caligrafía, o al de la impresión. Hay un museo de la escritura y otro de la máquina de escribir y la de calcular. Uno de los establecimientos recuerda, desde su escaparate, que en Montmorillon se imprimían los cuadernos Rossignol, una especie de carteles didácticos que se utilizaban en todas las escuelas francesas del pasado, y que servían para enseñar por ejemplo los mapas, o las partes de una flor, o del cuerpo humano, etc.
En la ciudad baja encuentro un museo dedicado a los macarons, que según proclaman es la especialidad local. Cambio de acera por dos motivos: Primero, ya me he dado cuenta de que muchos lugares aseguran ser los inventores de este dulce, como reclamo para que se lo compres. Segundo, ya hice lo propio hace unos días en Burdeos y me puse morada porque me zampé el paquete enterito de una sentada.
- En mi último día en Poitiers, vuelvo a coger un autocar de sustitución y luego un tren para llegar hasta Limoges. También pretendía visitar Périgueux con la misma agotadora combinación, pero tenemos 32°C con un sol de castigo, y no me veo capaz de soportar una caminata energética presionada por las prisas para no perder el transporte. Renuncio pues a la capital del Périgord y me centro en Limoges.
La estación de Limoges es de las que pretenden epatar al viajero, y lo consiguen. Un torreón y una gran cúpula art déco son sus bazas. Además parece como si aquí supieran que me encanta remontarme a épocas pasadas, porque veo una locomotora antigua en marcha y preparada para circular, expulsando vaharadas de vapor por los bajos y humo de carbón por su chimenea. Los vagones que arrastra también son antiguos, y el maquinista está vestido a juego, con babilón azul y gorra de visera. Qué delicia viajar hacia el pasado, que siempre nos engañamos pensando que fue un tiempo mejor, cuando en el fondo sabemos que eso no es cierto, y mientras tanto dejamos pasar nuestro momento en el presente.
En Limoges hace tanto calor, y sudo tanto subiendo las cuestas, que voy dando culadas en los bancos que encuentro bajo la sombra de un árbol. En uno de ellos me como una croque monsieur que podría dejar satisfechas a dos personas, pero es que yo tengo dos bocas que alimentar: la mía, y la de mi trastorno por atracón. El postre, una ensalada de fruta variada, me lo tomo sentada en el poyete de un puente sobre el río Vienne. Data del s. XIII, y por él cruzan los peregrinos de la Vía Lemosina, otro de los cuatro Caminos de Santiago desde Francia (sale de Vézelay y entra en España por Roncesvalles).
Desde ese puente se ve un lienzo de muralla en la ciudad vieja, y sobre él están la catedral de Saint Étienne, con su estilizada torre, y un pequeño barrio de casas medievales con las fachadas cruzadas de traviesas de madera. Esta catedral tiene un coro alto que es todo un compendio de pilastras, bajorelieves, medallones y todo tipo de pirindolos de los que desconozco el nombre pero que son una maravilla. Me parece que son platerescos, pero tampoco lo podría asegurar.... ay, esas clases de Historia del Arte que siempre me tocaban a la hora de la siesta y a las que prestaba solamente medio cerebro de atención...
En la plaza contigua a esta catedral hay un mercadillo de productores locales, y unas mesas para desgustar las viandas con musiquita. Me arrepiento de haber entrado en el súper y hago acto de contricción de mi croque monsieur y mi macedonia, pero ya es tarde para salvar mi digestión. Por detrás están el jardín botánico y el del obispo, situado encima de la muralla.
Paseo sin rumbo por Limoges, por sus calles perezosas bajo la calorera, que tienen el ambiente esperanzado y juguetón propio de un comienzo del fin de semana. Paso por delante del ayuntamiento, con su fuente de porcelana, y por su plaza Dussoubs, que es redonda y tiene las fachadas de color rojo. Estoy haciendo tiempo para visitar el Museo Adrien Dubouché, que tiene una de las mejores colecciones de cerámica y porcelana del mundo. Este museo cierra al mediodía y reabre a las 14:00 con lo que resulta un oasis donde refugiarse de la flama gracias al piadoso respiro que da el aire acondicionado.
En este museo paso tres horas maravillosas. Una primera exposición explica con todo detalle el proceso de fabricación de la alfarería tradicional. Luego viene su extensísima colección de cerámica internacional, que le reserva a España piezas de Talavera y de Alcora. Tienen piezas de todos los países imaginables... pero por mucho que he rebuscado no he encontrado ni una originaria de Turquía, sólo imitaciones. Me lo debo de haber saltado sin duda. El relato sobre la historia de la porcelana es apasionante: cómo se empezó a fabricar en China gracias a una aleación de caolín con otros elementos, y como posteriormente esa fórmula secreta se intentó imitar en Europa sin mucho éxito. Hasta que se descubrieron yacimientos de caolín cerca de Limoges en el s. XVIII y desde entonces esta región pasó a enriquecerse gracias a sus más de treinta talleres especializados. Las piezas locales que se exhiben son de ensueño. Mis preferidas son las de la Belle Époque y las Art Nouveau, qué combinación de buen gusto y buen hacer. Una de ellas es genial: una taza con una pieza suplementaria adherida al borde para no mojarse el bigote. Las piezas contemporáneas me emocionan poco, salvo alguna que otra curiosidad.
Me marcho de esta ciudad con pena por no haberla podido recorrer más a fondo, pero ya veo carteles digitales que nos animan a hidratarnos, a reposar y buscar la sombra para evitar golpes de calor. Como soy muy obediente, reposo en varios asientos en el tren y autocar de vuelta.
Por cierto que la megafonía de las estaciones y trenes es trilingüe, incluyendo el español. Debe de ser producto de la inteligencia artificial, porque la dicción es perfecta pero hay alguna falta de coherencia (confusión entre el usted y el tú). La guía de la cata de vinos en Burdeos me dijo que en Francia el segundo idioma extranjero durante los estudios es siempre el español, y lo noto porque los días que estoy muy espesa la gente joven se esfuerza por hablarme en mi idioma.
Anecdotario:
- El conductor de uno de los autobuses estaciona un momento el vehículo para atender la llamada urgente de la naturaleza, pero no se ocupa de ocultarse siquiera un poquito, y todos los pasajeros contemplamos fascinados sus maniobras urinarias. Todo sea por la seguridad vial.
- En Limoges,un chico que pasea un perro me para para contarme que una amiga suya vende sombreros parecidos al que llevo puesto (con cordel al cuello y alas anchas que se pueden abotonar a los lados para subirlas). Me explica que los de la tienda de su amiga se llaman coreanos, de material flexible y las alas son todavía más grandes. Me da la dirección, el horario y el precio. Le agradezco tan valiosa como inesperada información, y sigo mi camino. Al día siguiente, en la estación de Tours, una chica se sienta a mi lado y sin mediar palabra me cuenta que está muerta de hambre porque no ha tenido tiempo de almorzar en casa, y pasa a describirme los ingredientes del bocadillo que se está comiendo, una larga barra de pan que al parecer contiene todos los alimentos conocidos por el hombre. Como veo que va a invertir un rato largo en terminarse este manjar, a esta muchacha le digo que no entiendo el francés (lo sé, soy horrible). La gente está muy sola y necesita compañía. Yo estoy sola y lo disfruto (lo sé etc). A veces agradezco el contacto humano y es bienvenido por mi parte, o lo necesito y entonces lo busco. Pero en general me gusta elegirlo a mí, no que me lo impongan.