Milán. Por donde empezar. Creo que hasta los propios milaneses piensan que su ciudad no está a la altura, siendo como es el motor económico, empresarial y cultural de Italia... porque no es bonita. Siempre que visito una ciudad con fama de fea, me sorprende lo bonita que la yo la encuentro.
En un país que rebosa maravillas, no es fácil destacar. Y claramente esta no es una ciudad de postal. Algunas zonas forman un conjunto desangelado, con muchos edificios céntricos de los años 60 y 70 que no tienen nada de particular, enfilando amplísimas avenidas y enormes plazas que se tarda mucho rato en atravesar. Pero si tomamos la ciudad por partes, creo que no se puede negar que contiene auténticos tesoros. Y un ambiente muy especial. Estos días se da un fenómeno muy milanés, el de las neblinas que no se disipan del todo, y que le dispensan un aura de fábula a las horas más prosaicas del día.
Nada más bajarme del tren, me siento como una prima carnal de Rocco y sus hermanos. En la película de Visconti, la familia Parondi llega en tren desde la empobrecida Lucania al Milán del despegue industrial de la posguerra. Y cuando bajan al andén, quedan medio deslumbrados, medio desorientados. Lo mismo me ha ocurrido a mí ante esta monumental estación de estilo imperial SPQR, con su regusto fascista. En la imponente fachada, sobre el frontispicio, se lee: Año 1931 de la era de Cristo. Es que antes decía nosequé de la era fascista, y tuvieron que disimularlo con un sobreescrito. La huella de Mussolini se deja notar también en otras estaciones que yo he visitado, en Venecia y Florencia.
Al principio, me propuse pasar casi todo el tiempo callejeando, para cogerle el pulso a esta ciudad, evitar en lo posible las atracciones turísticas con largas colas, y así invertir mejor el tiempo. Pero el intenso frío y la curiosidad me han guiado por el camino trillado, y no puedo decir que me arrepienta.
Aunque a la pinacoteca de Brera me han llevado, lo confieso avergonzada, algo tan pedestre como las ganas de orinar. Pensé que podía matar dos pájaros de un tiro. El pipí me ha costado 15 euros. El regalo para la vista no tiene precio.
Yo había leído que Napoleón quiso hacer de ella "el Louvre de Italia", y que la había llenado con las obras que sus tropas expurgaron por iglesias y monasterios. Pero no esperaba el calibre de lo que contiene. La fama se la llevan los Uffizzi y los Museos Vaticanos, pero este palacio de Brera es un compendio de todo. Los colores saltan de las telas y literalmente te envuelven, aunque fueron pintados hace medio milenio. Me emociona reconocer en vivo muchas láminas de los libros de pintura de mis padres, que tanto ojeé de niña.
Desde allí me dirijo al formidable Castillo Sforza, que comenzó la familia Visconti en el siglo XIV (el genial director era descendiente) y terminaron los Sforza. Me deja sin palabras. Quién podía atreverse a atacar semejante cosa tremenda, me pregunto, si parece la definición puesta en pie del término fortaleza inexpugnable.
Desde el patio interior, por el puente levadizo sobre el foso, se entra en el precioso parque Sempione, donde un músico callejero está tocando a Chopin, no recuerdo qué pieza, pero sí que era muy apropiado, porque la neblina había levantado un poco y un sol muy tímido iluminaba los árboles, algunos ya pelones y otros amarilleando, todo muy melancólico. El parque culmina en el monumental Arco de la Paz. Como le ocurre a la Puerta de Toledo de Madrid, cambió de manos y de signo varias veces. Se comenzó bajo un régimen (napoleónico), durante su construcción se conmemoró al enemigo del anterior (austriaco), y a la finalización de la obra ya los dos anteriores habían sido eliminados por un tercero en discordia (piamontés). Como los titulares de un telediario el día de los resultados electorales, pero en piedra.
He intentado ver La Última Cena, pero todas las entradas al refectorio están prenotate hasta principios del año que viene. Me he contentado con admirar la iglesia Sta María delle Grazie por fuera. Original este estilo del renacimiento lombardo. Cuando Leonardo venía por aquí con sus pinceles estaba en medio del campo, ahora los magníficos edificios que lo circundan dan fe de la prosperidad y la potencia económica de la burguesía milanesa. Algunos son de estilo modernista, o liberty, como le llaman aquí.
Culmino el día visitando el Duomo y alrededores. El mármol del templo cambia de tonalidad según la hora, y a todas es una belleza. Las naves me sorprenden, no me esperaba algo tan elegantemente unificado para haber durado su construcción seis centurias, normalmente las catedrales son un refrito de estilos y épocas... lo habrán diseñado los antepasados de Armani & Co.?
El hecho es que el Duomo tiene competencia. Cuando culmino la visita, la misa de tarde va por la mitad. Los feligreses no llenan ni un tercio de los bancos. En cambio fuera, en la galería Vittorio Emmanuelle, la peregrinación de las rebajas no cesa, los templos de la moda bullen, los altares del consumo rebosan, los oficiantes se entregan al ritual del TPV y los adoradores y devotos renuevan su fe. En qué, es otra cuestión.
Notas:
- Este fin de semana han comenzado las rebajas prenavideñas, y hasta aquí han acudido gentes del mundo entero a comprar en los outlet villages. Luego se dan una vuelta por el centro. Pero los que más gritan (gritamos), por supuesto hablando todos a la vez, debo decir que son (somos) los españoles. Curiosamente, bajan el tono de voz para hablar conmigo y pedirme, como no, que les haga una foto (es mi sino). El motivo: se esfuerzan por pedírmelo en inglés. La primera vez, aclaro el malentendido. En fotos sucesivas ya me da pereza. No sé cómo he podido, en menos de un mes, haber perdido mi identidad como para que mis compatriotas no me reconozcan como a una de ellos...
- Las aceras de Milán tienen en su mayor parte superficies lisas. Mi maleta rueda sin obstáculos. Lo agradezco de corazón, o más bien de lumbares.
- En está ciudad la gente sí tiene prisa. Y andan rápido, como yo tengo por costumbre. Pero me ha costado seguirles el ritmo. Me había ido acoplando al paso relajado de ciudades más provincianas.
- En las tiendas de lujo (las de la Galería Vittorio Emmanuelle II, via Manzoni, via Montenapoleone y aledaños) sólo se ofrece lo mejor de lo mejor. Pero lo interesante no es lo que venden, sino quién lo vende, y sobre todo, quién lo está comprando. Los porteros, encargados y dependientes de estos establecimientos suelen ser homosexuales, bellos como ángeles renacentistas, que predican con el ejemplo y van elegantísimos. Los clientes, en fin. Ahora muchas personas adineradas cultivan el feísmo, no sé si para confraternizar con el pueblo llano, o porque son unos horteras. He visto comprar a muchos musulmanes, muchísimos asiáticos, y entre los europeos, gran preponderancia (prevalencia, más bien?) de labios y pechos recauchutados y de implantes de pelo frondosos. Y yo, con mi ropita de Decathlon y mi bolsita para picnic de mercadillo. Contra mundum.
- En la acera de estas boutiques, mejor dicho, de estos buques insignia de las mejores marcas del mundo, hay aparcados muchos coches de alta gama. Abundan los Ferraris. Las miradas que les dirigen los caballeros son tan tiernas como las de una madre primeriza.
- Me acerco al Hotel Emporio Armani, donde Giorgio Ídem tiene la central de su maison en una manzana completa. Allí, previo pago de su elevado importe, te venden elegancia (ropa y diseño), te venden descanso (hotel), te venden comida (restaurante), te venden libros (librería), y no te lo venden a él porque ya está muy caducado y ha vencido con creces la fecha de consumo responsable. Fallecido Berlusconi, otro milanés, il signore Armani es el último cacique anciano que le queda a la tribu de la vieja guardia. Pero al contrario que il condottiero, Armani es motivo de orgullo para Milán. Paso por delante del palacio Orsini, que es su domicilio y también el marco incomparable que utiliza para algunos de sus eventos. Impresionante.
- En uno de los exquisitos restaurantes de la Galería Vittorio Emmanuelle, los camareros llevan trajes confeccionados a juego con el tapizado de los cojines, y a su vez las cartas del menú están forradas a juego con los camareros. Chintz, le llaman los ingleses a ese tipo de tafetán. Tontería supina, le llamo yo a esa ocurrencia.
- La populosa vía Buenos Aires es una zona comercial más asequible, muy agradable y animada, y me da la impresión de que es allí donde los simples mortales hacen sus compras en realidad.
- Por toda la ciudad, las estupendas librerías Feltrinelli, otro orgullo para Milán.
- Increíbles pastelerías de época con dulces que son como obras de arte. La mas bonita: Marquesi 1824, en vía Santa Maria alla Porta.
- Cerca del Duomo hay una plaza medieval muy curiosa, la Piazza Mercanti, que es un remanso donde refugiarse de las multitudes que pululan por la zona bolsa(s) en mano. Pero hasta allí sí que llegan los gorgoritos de los cantantes líricos que, en los alrededores de La Scala, se colocan delante de un amplificador para demostrar sus habilidades canoras. Algunos tienen mérito, otros cantan con más ilusión que acierto.
- Circulan por el centro algunos tranvías retro que son una verdadera preciosidad, con el interior original, que era de madera.
- No incluyo nada sobre el calcio porque no es lo mío.... y porque no he visto a nadie con la camiseta del Milan, ni del Inter. Increíble pero cierto en una tierra tan futbolera.
Anecdotario:
- Miss Google está enfadada conmigo. La tengo agotada, porque primero le solicito la ruta a un punto de destino, pero luego ejerzo de flâneuse o paseante sin rumbo, y me meto por todas las bocacalles que se me antoja, porque además siempre me ha gustado perderme. Entonces Miss Google empieza a recalcular y a reconfigurar la ruta, y yo a desobedecerla, y las dos entramos en un bucle que se diría el eterno retorno. Sólo cuando me empiezo a cansar y quiero volver es cuando sigo sus indicaciones. Era un entendimiento mutuo, un pacto de damas, un agree to disagree.
Hasta hoy. Porque yo ignoraba que Miss Google, aunque es una inteligencia artificial, practica algunas bajas pasiones. He descubierto que tiene afán de venganza. Se ha vengado de mi, llevándome desde la estación al hotel por debajo de las vías, una travesía por un túnel tenebroso y maloliente, donde he tragado gasolina y he pasado miedo, pero ya no podía retroceder. Y luego he averiguado, en uno de mis derroteros con el móvil silenciado, que se podía cruzar en sentido contrario, hacia una plaza ajardinada con un bello hotel de lujo, y seguir por un camino recto de calles anchas y bien iluminadas. Y todo esto con el mismo tiempo de llegada.
La muy *** (rellenar según humor y preferencias).
- En el hotel monoestrella donde me alojo, cerca de la estación, el desayuno está incluido. Hay pocas mesas, y necesariamente son compartidas. Aparecen tres niños con su padre. Les ofrezco los tres asientos libres de mi mesa, y el papá me lo agradece mucho porque así puede dejar a sus hijos desayunando mientras él se instala en el sofá frente al televisor. Pero los niños no están conformes. Les regalo la versión de mi sonrisa reservada a las visitas, pero no les convenzo. Los niños y las mascotas saben instintivamente quien les quiere y quien no. Y estas pobres criaturas no se engañan conmigo. El mayorcito hasta aparta su silla de mi lado para arrimarse a la de su hermana. Su desasosiego es contagioso, de modo que decido llevarme el zumo y el yogur a mi habitación y sacar al papá de su limbo televisivo, para que afronte sus responsabilidades. Y que reine la paz, que para eso las tiendas dicen que ya es Navidad.
- En la subida a la terraza del Duomo paso un mal rato. Ver de cerca las cresterías góticas con la luz rosada del atardecer tamizada por la neblina, es un placer para los sentidos. Esperar en el tejado superior a dos aguas a que la cola avance para poder bajar las escaleras, es una tortura para una mente neurótica como la mía. El razonamiento de alguien que padece de vértigo es el siguiente: Ya sé que este edificio lleva cientos de años en pie y que ha resistido a los elementos y a los bombardeos, pero hoy precisamente, justo en este momento en que yo estoy aquí arriba, es cuando no va a soportar el peso y se va a derrumbar.
La cola no avanza. Estoy embutida entre dos grupos de amigas, unas francesas por delante y unas catalanas por detrás. Alguna de ellas está un poco gordita. Yo debo haber engordado estos días con tanta focaccia y tanta pasta. Empiezo a sumar mentalmente el peso de todas nosotras juntas, y doy gracias por ser tan torpe con la aritmétrica. Pienso en que aún me queda la visita del interior del templo, y abajo no estaré a salvo aunque pise tierra firme, porque tendré el peso de todos esos turistas en el tejado, sobre mi cabeza.... y tras cientos de años, hoy es cuando se hunde, seguro. Cinco palabras: quién me mandaba a mí.